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Jueves, 26 de diciembre de 2002

CONVIVIR CON VIRUS

Convivir con virus

 Por Marta Dillon

Esas zapatillas enormes parecen ser la causa principal de ese modo de pararse, derecha, bien plantada. Son una gran base, sin duda, como la de esos muñecos que se ladean, pero nunca caen. Tiene el pelo pintado de azul, tatuajes tumberos en los brazos y no más de 16. Lee lo que lee de un papel impreso de frente a un auditorio que componen sus compañeras de encierro del Instituto Inchausti, sus profesores, las operadoras –la palabra que se usa para designar a quienes hacen de celadoras– y el presidente del Consejo del Menor y la Familia. Es un día especial para las chicas acostumbradas a descontar las horas –más que a pasarlas– hasta ese deseado momento de la libertad. Es el día en que recibirán un libro, no un libro cualquiera sino uno hecho por ellas mismas, lleno de sus palabras, de sus ideas, sus broncas y sus deseos. Un libro que da cuenta de lo que pueden hacer, a pesar de ellas mismas, a pesar de que algunas ni siquiera saben escribir. Saben dictar y es suficiente, porque de lo que se trata es de juntar las palabras hasta hacer con ellas una escalera por la que trepen las emociones y las bestias que anidan en el pecho, que a veces inventan niñas que se escapan de la reja y besan a sus novios y vuelven al barrio y se hacen festicholas. Y a veces se mueren por decisión propia o piden deseos o escupen esa violencia a la que se acostumbraron desde siempre y llevan inscripta en el cuerpo como tatuajes o como marcas invisibles para otros, pero no para ellas que a esa edad ya saben de la policía y la soledad y el dolor y los procesos judiciales y los jueces y los defensores. Estas chicas que pasan al frente y hoy lucen arregladas y pintadas saben tantas cosas que hasta ellas mismas se asombran cuando esos saberes pasan al papel y se convierten en un objeto, fuera de ellas, que las confronta con lo que pueden ser, con lo mucho que han aprendido, con lo mucho que pueden aprender. Fue un día especial y emocionante, en el que Raquel, la profesora del taller literario, les contó a las chicas que escribir le había salvado la vida, porque cuando las peores ideas pasan al papel se transforman, se hacen inofensivas o poderosas. La palabra para mí ha sido como una soga que me ha sacado de todos los pozos, ojalá que ellas, las chicas del Inchausti y todas las chicas y los chicos que están encerrados, y los que están afuera, puedan seguir construyendo escaleras. Ese es mi deseo de Navidad.

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