radar

Domingo, 26 de octubre de 2003

TEATRO

El dolor de ya no ser

Nueva entrega del sorprendente ciclo Biodrama, La forma que se despliega, de Daniel Veronese, parte de un trauma inconsolable –la muerte de un hijo– para profundizar algunas preguntas inquietantes. ¿Es posible compartir el dolor ajeno? ¿Es posible transmitirlo, actuarlo, representarlo? ¿Hasta qué punto el dolor humano enfrenta al teatro con sus propios límites?

Por Cecilia Sosa

La forma que se despliega, sexta pieza del ciclo Biodrama ideado por Vivi Tellas, lleva al extremo la propuesta de cruzar realidad y ficción sobre el escenario. Pero a diferencia de las puestas anteriores, basadas todas en una minuciosa documentación y exhibición de su origen testimonial, el trabajo escrito por el dramaturgo Luis Cano y dirigido por Daniel Veronese –uno de los fundadores del Periférico de Objetos– silencia sus condiciones de producción y oscurece los materiales de la realidad de los que parte. Así, antes que vidas reales narra vidas posibles. Pero es justamente desde la infracción de las reglas del biodrama en que La forma que se despliega se propone como una reflexión sobre la condición misma del género.
De entrada, el público debe abandonar la segura distancia de las butacas para compartir con los actores los mullidos sillones de un living montado sobre el escenario. Y así, bajo una luz despiadada que ilumina a todos por igual, a centímetros del cuerpo de los protagonistas, el público debe internarse en la intimidad de un drama que parece convocarlo como extra silencioso. Un drama desconocido, pero que rápidamente se intuye como propio. Y resulta hasta extraño girar la cabeza y ver desde el escenario la platea vacía del Teatro Sarmiento, con sus butacas abandonadas bajo la luz mortecina. Esas son las condiciones anómalas en las que se despliega La forma que se despliega. Pero al fin de cuentas, ¿qué se despliega exactamente en la última obra de Veronese?
Ante todo, la catarsis de un matrimonio (Stella Galazzi y Ernesto Claudio) que anda y desanda un interminable duelo por un hijo muerto, trauma que los une y separa para siempre. Pero también se despliega la pregunta por la posibilidad de atestiguar ese duelo. ¿Es posible transmitir el dolor? ¿Es posible compartirlo? Quien instala la pregunta es el personaje de Guillermo Arengo, víctima muda de los embates cruzados del matrimonio y, a la vez, una suerte de alter ego del director que obliga a la pareja de actores a representar la herida de la gran pérdida. En él confluyen las funciones de director, de confidente y hasta de hijo espectral que se regodea con las marcas dejadas por su ausencia. En la doble afirmación del artificio se construye un drama que no recae en nadie en particular y resuena en todos como fantasma. “Yo perdí a mi padre y quedé huérfano. Pero ¿qué es uno cuando se le muere un hijo?”, se pregunta el padre.
El experimento de Veronese va aún más lejos: la lógica espiralada de la confesión matrimonial deshilvana culpas, odios y amores en una sucesión interminable y acaba por enlazar a todos, al punto de que cada espectador resulta de algún modo responsable de esa muerte. Por momentos, la soga se desajusta en un intercambio de insultos que, cargados de una musicalidad propia, parecen vibrar ajenos a todo drama. Pero la vigilancia constante de las luces impide todo intento de huida y fuerza una suerte de empatía obligatoria: los gestos de cada espectador tendrán en el otro un vigía constante, y la escena termina pareciéndose demasiado a un acuario pequeño, estrecho, asfixiante.
La obra despliega también la capacidad del teatro de provocar sustituciones y desdoblamientos múltiples: Arengo por Veronese, el público por Arengo, adultos por niños, hombres por actores, y piano por pianito: uno de verdad, enfundado en celofán y puesto a un costado del escenario, por uno de juguete, cuyas notas irrisorias se reflejan en la música que recorre de punta a punta, lejana y apagada, el espectáculo. La forma que se despliega plantea obsesivamente una pregunta sin respuesta: la pregunta por la posibilidad misma de la actuación. “Esto no tiene principio ni fin”, advierte el personaje-actor-director Arengo en una de sus pocas intervenciones de la obra.
¿Es posible un teatro documental?, se pregunta Vivi Tellas en los considerandos conceptuales del ciclo Biodrama. ¿O todo lo que aparece en el escenario se transforma irreversiblemente en ficción? El ritual teatral indica que, una vez terminada la obra, las luces se apagan, los personajes-actores protagonistas del drama se retiran, el público aplaude, las luces vuelven a prenderse y todos reaparecen en el escenario para saludar y agradecer los aplausos. Y si todo sale bien –como lo esperan el público y los actores–, el ritual se repetirá un par de veces más. Ése es el instante mágico en el que, según el dramaturgo Federico León, los espectadores aplauden para ver a los actores fuera de sus personajes, desembarazados de toda ficción y libres de toda impostación escénica. Sin embargo, algo de ese ceremonial no llega a consumarse en La forma que se despliega. La obra concluye y los actores se retiran, pero las lucen permanecen encendidas y el público, retenido en los sillones, se ve obligado a contemplar en silencio un escenario vacío, extrañamente brillante. Y cuando al fin los actores (sigamos llamándolos así) reaparecen, algo de la disociación que mentaba León no termina de suceder. Stella Galazzi, Ernesto Claudio y Guillermo Arengo no sonríen, no agradecen, no se secan las lágrimas. Y el público insiste con el aplauso, como si implorara: “Por favor. Si no es más que teatro...”. Pero no. Arrasados por el dolor que actuaron, con los ojos congestionados por las lágrimas que estuvieron fingiendo, los actores siguen ahí, quietos, “inmunes” a la recompensa del aplauso y ajenos al efecto de des-ilusión (“la obra ha terminado: esto ya no es más teatro”) que desencadena. ¿Son actores o deudos? ¿Dónde están: en la ficción del duelo o en lo real del dolor, haciendo el duelo de la ficción? Es ahí, en ese cierre último, exterior al espectáculo, póstumo, donde La forma que se despliega parece reconciliarse extrañamente con las premisas del ciclo Biodrama. “El ciclo certifica que una vida existió”, ha escrito Veronese. “Nunca antes, la vida tan cruda en el escenario. Hay una vida pasada. Hay una persona, que hoy existe, de la que se habla, se expone su vida, incluso su rutina. No veremos toda la vida de esa persona. Tampoco sabremos de quién se trata. Entonces, en el ciclo estará incluida, desde el vamos, la melancolía de lo que no pudimos ver ni saber. La melancolía de pensar que quizá nos perdemos lo mejor, simplemente como cuando conocemos a alguien. La forma que se despliega es una obra sobre lo que no se tiene. El teatro está hecho de la falta y su correspondiente melancolía.”

La forma que se despliega de Daniel Veronese. De jueves ($4) a domingos ($8) a las 21 en el Teatro Sarmiento (junto al Zoológico), avenida Sarmiento 2715.

Compartir: 

Twitter

 
RADAR
 indice

Logo de Página/12

© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados

Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.