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Domingo, 18 de enero de 2004

MUESTRAS

Amos y criados

Una muestra de la National Portrait Gallery de Londres pasa revista a cuatro siglos de retratos de criados. De los enanos y bufones medievales a los sirvientes exóticos del siglo XIX, de los siervos de ficción a los mayordomos socialmente peligrosos, Below Stairs hace foco en un gremio tan británico como el té de las cinco, que a fines del siglo XVIII representaba una octava parte de los londinenses y en 1931 –ya mayoritariamente femenino– sumaba la friolera de un millón y medio de cofias.

Por RODRIGO FRESAN (Desde Londres)

No fue fácil vender la idea: Philip Henry Stanhope la presentó por primera vez a la Cámara de los Comunes en 1846. Volvió a intentarlo en 1852, cuando ya había conseguido asiento en la Cámara de los Lores; e insistió en el asunto en 1856 y ahí le hicieron caso: el 4 de marzo de ese año pronunció un encendido discurso acerca de la impostergable necesidad de crear “una galería de retratos originales que abarque a la mayor cantidad de las personas con más honores en la historia británica, ya sean guerreros, estadistas, artistas, escritores o científicos”. Tres meses después del debate, la reina Victoria puso la firma y se destinaron 2000 libras para el proyecto que, desde entonces, y hasta hoy, privilegia las hazañas del retratado antes que los logros del retratista.
El primero en franquear sus puertas para quedarse fue el retrato del supuesto William Shakespeare firmado, supuestamente en 1610, por el supuesto John Taylor. Y desde entonces no han dejado de entrar vidas y rostros, siempre obedeciendo las mismas reglas: hay que llevar muerto diez años (tiempo promedio en el que, dicen, se consigue un esqueleto sin facción alguna), a menos que la voluntad del soberano reinante y su consorte determinen lo contrario. En 1969 se relajó un poco el modus operandi y –atendiendo a méritos extraordinarios– se autorizó la inclusión de uno que otro vivo, este o aquel cadáver fresco. Leo esto y me pregunto si habrá aquí –en un rincón mal iluminado o en una posición privilegiada– algún retrato de Lady Di. Me prometo averiguarlo, pero enseguida, azotado por el torbellino de rostros mucho más nobles y trascendentes, me olvido y lo dejo para otro día, otro viaje, otra vida.

IMPERIO
Durante sus primeros trece años, la National Portrait Gallery aporta un retrato movido: se la pasó cambiando de lugar y dirección a medida que el número de visitantes y residentes –público y próceres– crecía y exigía habitaciones más amplias. Primero estuvo en Westminster, donde se inauguró el 15 de enero de 1859; de ahí fue al edificio de la Royal Horticultural Society, en South Kensington (donde se salvó de un incendio); más tarde al Bethnal Green Museum (mala idea: condensación en los techos abovedados, goteras, musgo en los rostros, como si el óleo fuera ahora piel muerta); y finalmente, desde el 4 de abril de 1896 (a seis peniques la entrada), se quedó para siempre en Trafalgar Square, en uno de los flancos de la National Gallery, donde St. Martin’s Place se convierte en Charing Cross Ross, frente a la americanizada y colonial iglesia de St. Martin-in-the-Fields. Pero a partir de allí la National Portrait Gallery no ha dejado de crecer: la gente sigue haciéndose famosa y posando y muriéndose.
Y lo cierto es que, para mí, Trafalgar Square es el sitio perfecto para guardar y exhibir a todos estos inmortales: es el lugar más londinense de Londres, tan ideal para una novela de Graham Greene como para una película free cinema. Nelson lo contempla todo desde las alturas de su columna: aquí sigue latiendo el eco de Imperio que alguna vez fue y que ya no será, pero que la National Portrait Gallery se empeña en conservar con los cuidados que merece toda especie en extinción. Aquí adentro –partes de una colección de 10 mil retratos que abarcan desde el siglo XIV hasta ahora mismo, y en la que, más allá de los preceptos e intenciones de Stanhope, se cuela más de un villano inglés y universal– están Henry VIII (el cuadro más antiguo, pintado por alguien cuyo nombre se perdió); Sir James Guthrie (el cuadro más alto: casi cuatro metros); los generales de la Primera Guerra Mundial (reunidos para posar frente a John Singer Sargent y preservados en los más de cinco metros del cuadro más ancho); el rostro de la Duquesa de Orléans (del tamaño de una uña de pulgar); los cincuenta retratos de la cada vez más sufrida e insufrible Elizabeth II; y –all together now, muy en plan Sgt. Pepper’s, y recién ahora me doycuenta de que no me fijé si estaban los Beatles– las cuatrocientas cabecitas (320 de las cuales son perfectamente identificables) en La Cámara de los Comunes de Sir George Hayter. Y, claro, todos esos cuadros que uno nunca se ha cansado de ver en contratapas y portadas de libros: Sterne, Boswell, Byron, Shelley y Señora, Dickens, Stevenson, James (inglés por elección y adopción), Chesterton, Woolf, Lawrence, Huxley... todos mirándote fijo y, seguro, preguntándose, atrapados en el ámbar de la gloria, por qué será que tanta gente los mira día tras día y algunos, incluso, cuando los vigilantes se distraen, los tocan como si fueran santos o tal vez, mejor, milagros.

SERVIDUMBRE HUMANA
Y ahora la National Portrait Gallery ya no se mueve pero sigue sufriendo transformaciones, alteraciones en los rasgos de su rostro, decisivas cirugías plásticas. La más contundente tuvo lugar en mayo del 2000, cuando se duplicó el espacio para los cuadros, se abrieron nuevas galerías, salas de conferencias y la inevitable y tentadora gift-shop (que, se sabe, es la pieza y el ambiente clave de la nueva museología mundial) y el exquisito The Portrait Restaurant en el último piso, con una de las mejores vistas de Londres. Ahora, en una de las salas, están los finalistas del prestigioso Schweppes Photographic Portrait Prize 2003, en otra se exhibe la serie Heroes and Villains del caricaturista Gerald Scarfe (el que hizo los dibujos para The Wall de Pink Floyd y termina justo donde empieza Ralph Steadman), y en la planta baja, casi sepultada por tanto laurel y medalla y leyenda, lo que más me interesa a mí. Una de esas grandes ideas a la hora de montar una exposición, una de esas muestras-concepto tan de moda en los últimos tiempos y que, supongo, son el arma secreta y posmo que los museos usan para enfrentar ese estigma de luxe –otra vez, la gift-shop– que les ha salido a un costado, obligándolos a adquirir hábitos más de shopping center que de palacio de la cultura.
Sí, hubo un tiempo en que fue hermoso y los mayordomos de los aristócratas no vendían cartas comprometedoras a los periódicos más amarillos. Eso es lo que celebra y descubre la muestra Below Stairs: 400 Years of Servant’s Portraits: una caminata transportando bandeja a lo largo de cuatro siglos de pasillos, cocinas, sótanos, altillos, pasadizos secretos y demasiados “¿Llamaba usted?”. Un cambio de roles casi perverso, muy culposo, en el que ahora es uno el que espía a los sirvientes ingleses por el ojo de la cerradura de sus vidas hechas retrato. No están aquí la psicótica ama de llaves de Rebecca, ni el cómplice Alfred importado para Batman; tampoco, por supuesto, el criollo Gutiérrez, padecedor sin consuelo del niño Oaky. No: los que forman fila aquí para que les pasemos revista son los verdaderos protagonistas de las salas de máquinas de la Historia, los héroes anónimos, los cocineros legendarios o los mensajeros inmortalizados por sus amos como premio –para agradecerles una lealtad de años, para inmortalizar algún aspecto decididamente excéntrico del espécimen o para reflejar las bondades de su doncella en comparación con las del squire de la finca de al lado– o como castigo secreto, porque retratarlos era otra forma de mantenerlos prisioneros, en caja, en marco, colgados a la vista de todos. Y, claro, está de más aclararlo: los retratos de los sirvientes era realizados por los sirvientes de los pintores, por aprendices o artistas de segunda fila; por lo que no hay en la muestra demasiadas obras maestras, pero sí abunda ese raro orgullo en una mirada, esa belleza pura y no contaminada por tanta mezcla incestuosa de sangres azules y esas historia de modelos, tanto más apasionantes, muchas veces, que las de sus bien almidonados dueños. De algunos se ha perdido hasta el nombre; otros quedaron más que claramente identificados en las historias de las casas que barrieron. Y hasta hay sitio para unaaristócrata freak que solía vestirse de mucama y entrar en las casas de sus amigas por la puerta de servicio.
Organizada en ocho módulos, Below Stairs bucea en los rincones menos expuestos de la Portrait National Gallery, desempolva cuadros jamás vistos y hace foco en el gremio que alrededor de 1770 constituía una octava parte de la población de Londres y en 1931 sumaba un millón y medio de cofias (la mayoría eran mujeres). La primera parte, dedicada al mundo medieval, abunda en bufones y enanos. El segundo recinto comenta con cuadros el crack del 1700, cuando –con el advenimiento de la figura del mayordomo– la grieta entre amos y sirvientes se hizo más profunda y las casas comenzaron a dividirse en la parte de arriba y la parte de abajo y el mundo de los empleados domésticos se dividió, también, en un puñado de subespecies, configurando una suerte de minisociedad con reglas propias que de algún modo instalaba en las tripas de las mansiones una especie de política alternativa, de reino secreto siempre en pie de guerra. El tercero y cuarto tramo del recorrido reúne los cuadros que retratan a los sirvientes trabajando (ya no posando con la marcialidad con la que, en ocasiones, parecían burlarse de sus empleadores y, más de una vez, superarlos a la hora de parecer gentilhombres y gentilmujeres) o a los criados top, esos que, tras varias generaciones de servicio, merecen el raro privilegio de ser retratados junto a sus dueños, como si se fueran purasangres.
El capítulo cinco rastrea a los sirvientes de ficción que descollaron en teatros y libros ingleses del siglo XVIII. Aquí están los programas y bocetos escenográficos para la obra High Life Below Stairs, escrita por James Townley y estrenada en 1740 para aterrorizado regocijo de la clase alta, que contemplaba cómo sus adoradores a sueldo se burlaban de ellos sobre el escenario. Aquí están también las láminas que James Highmore produjo para la edición ilustrada de Pamela de Samuel Richardson, el best-seller de 1740, culpable sin perdón de haber abierto las ventanas para airear ese lugar común de la mucamita perseguida por su patrón que, luego de mucho sufrimiento, acaba casándose con él para ser admirada y envidiada por la sociedad toda. La sexta estancia muestra a sirvos y siervos posando para amos reconocidos como titanes del pencil. No hay mucho: retratos y bosquejos de Charles Beale II y William Hogarth y George Moreland y poco más porque, está claro, no había mucho dinero en eso de ponerte a pintar gente que no sólo no tiene para pagarte sino que, además, hay que pagarle. La séptima parte se tiñe de exotismo y refleja el boom del criado exótico y colonial: africanos, orientales, indios. Y todo cierra –ya pueden retirarse– con un último apunte dedicado al criado como vehículo para la crítica social: el Sam Weeller de The Pickwick Papers, las criadas indiscretas de Jane Austen, los libros protagonizados por el formidable Jeeves, las caricaturas de Punch, las máquinas domésticas absurdas de las ilustraciones de William Heath Robinson y el crepúsculo de la raza bajo las bombas de la Segunda Guerra Mundial, cuando los sirvientes se convierten en una especie en extinción, cuidadosamente conservada y protegida en los más altos estratos pero imposible de mantener para la clase media acomodada. De ahí, cabe suponerse, el éxito de series de televisión como Upstairs, Downstairs: nostalgia de tiempos mejores para algunos pocos que, ahora, se sienten cada vez más esclavos en este nuevo paisaje de trabajos-basura y contratos part-time y free-lances mal pagos. Y no: nadie te va a pintar en un cuadro.
A la salida de la sala, en el auditorio de la National Portrait Gallery, un programa de conferencias eficientes los disecciona y un ciclo de películas serviciales y paradigmáticas –El sirviente, Los restos del día, Gosford Park, Mary Reilly, El ídolo caído– los muestra en movimiento con mayor o menor destreza. Pero, claro, no es lo mismo: es tan fácil actuar de mayordomo. Lo difícil es serlo. Tal vez por eso –tal vez por laenvidia inconsciente de sus patrones– el mayordomo es siempre el primer sospechoso a la hora del asesinato en la biblioteca inglesa. Reflejo automático pero comprensible, porque –si se lo piensa un poco– sólo un mayordomo perfecto puede ser capaz de un crimen perfecto.

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Arriba: Cabezas de seis de los sirvientes de Hogarth (William Hogarth, c. 1750-5), uno de los retratos expuestos en Below Stairs.

Abajo: Anthony Hopkins como el señor Stevens, el mayordomo que protagoniza
lo que queda del día.
 
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