Dom 23.05.2004
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PLáSTICA

bestiario

Animales desamparados, garabatos de alambre recubiertos de cartapesta, sapos y perros de la calle habitan el particular universo de Luis Freisztav. Su retrospectiva Mundo Búlgaro los reunió en un recorrido singular, entre la animalidad y la más profunda humanidad.

Por Marta Dillon

El dice que ahora podría dejar de hacer esculturas. Ahora que aprendió a nadar, a abrir lo ojos debajo del agua, a dar la vuelta como un atleta olímpico impulsándose contra el límite de la pileta y a expulsar el aire que sobra mientras lo acaricia la suave presión del líquido, Luis Freisztav, El Búlgaro, podría darles un descanso a esas manos que compulsivamente construyeron una obra que como estacas hendidas en la pared lisa de la montaña lo ayudaron a seguir escalando la cuesta de su vida. Ya no necesita, como antes, sus garabatos de alambre creando formas para que una piel de cartapesta las convierta en perros de la calle, monos ensimismados en una tristeza oscura como un pozo ciego, como si dijeran desde esos ojos desorbitados, demasiado humanos para un animal de cartón, aquí estamos, esto somos y nada más: unos monigotes que imitan la vida o que podrían vivir la negra noche del desamparo. El artista aprende a respirar bajo el agua como si la restricción fuera su maestra, y con eso le basta. Porque ¿qué otra cosa es el arte para él sino aprender a seguir en el mundo poniendo señas en el camino que le permitan mirar hacia atrás y decir: es cierto, aquí estoy y sigo haciendo? ¿Hay algo más que esa certeza en este Mundo Búlgaro en el que habitan sus miedos y sus fantasías –sus animales como un reflejo que se vislumbra en cualquier charco– tomando por asalto a quien entra y descubre el peso de los años, el caminar empecinado de quien no se rinde porque siempre está buscando? Y sin embargo El Búlgaro dice que podría dejarlo todo para seguir nadando, porque en definitiva lo que le importa es estar vivo y eso que antes confirmaba al alumbrar sus monstruos marinos de tripas abiertas –como hubiera querido abrirse el pecho cuando el aire se negaba a salir y a renovarse– es una sencilla verdad cuando se sumerge y con los ojos abiertos percibe los juegos de la luz que atraviesa agua.

II Descontándolo a él mismo, hay un solo habitante del Mundo Búlgaro que está erguido, de pie sobre sus dos patas: los hombros negros, el pecho hundido, un cierre relámpago que se cierne sobre la tráquea. Y los ojos, dos cuencas abismales en donde el artista se miró una vez y habiendo sobrevivido los dejó ahí, expuestos en esa cara de buitre que no pudo carroñear sobre su cuerpo. Es, tal vez, el último de sus animales esqueléticos, como si en esa mirada hubiera un fondo desde el que empezó a emerger en el preciso instante en que la bolsa negra que le da alas al espectro venía a cerrarse sobre El Búlgaro, una tarde de frío en Nueva York, tan lejos de casa. El cree que la neumonía, en realidad, fue un “choque cultural”. Es su propio pesimismo, dice, el que no lo dejaba ver más allá de su nostalgia en un país al que vio desde el piso, cuando lo daban por muerto y él escuchaba un hombre que vendía paraguas (umbrellas) pensando que se quejaba de hambre. Puede ser arbitrario, pero la sensación es que la sombra de esos ojos, ubicados en un lugar marginal de la galería, sientan un antes y un después. Antes y después de que la muerte se topara con el empecinamiento búlgaro y replegara sus alas. Entonces cambiaron también los animales esqueléticos, los frágiles sapos que se pueden posar sobre las paredes como insectos, hasta el papel y el alambre cambió por la consistencia de la arcilla como si necesitara un volumen más concreto, más firme, con colores y texturas de este mundo abiertas a fuerza de punzón. Podía ser un homenaje también, un homenaje a la amiga con la que caminó las calles del borde descubriendo una vez que hasta los perros guachos pesaban más que ellos juntos. Liliana Maresca murió y el mismo día de su entierro él empezó a entender que también estaba enfermo y que si quería seguir adelante tenía que tomar una decisión. Apagó el último cigarrillo y entretuvo sus manos en esos escuerzos que alguna vez había soñado con su amiga, montados en el medio de una sala, en un charco de barro que se rompería (como el tejido social, decía Maresca) cuando los espectadores lo pisaran. Ahora el charco es una fuente delicada que presiden unas ranas nuevas, transparentes, apenas una inflamación del vidrio que es su cuerpo y su soporte, un relieve que existe y cambiagracias a la luz y al aire que le dio volumen, el aire que es alma y deseo de vivir y que El Búlgaro aprendió a aspirar cuando el agua le quita lo que le sobra.

III
La noche más larga no fue la amenaza de la bolsa negra en la que pensaban envolverlo, ni ese camión que él recuerda plateado como un filo y que estaba dispuesto a cargarlo. La noche larga era ese manto negro que se enredaba en sus pasos cuando no sabía que esa manía por transformar los alambres –que quedaban cuando en el Abasto se quemaban los cajones de papas que él llevaba y traía en un camión– en mujeres que cargaban cántaros, sería el hilo que lo guiaría hacia la superficie: su arte. El las hacía y las dejaba herrumbrarse porque no creía que eso era un “laburo” suyo, como cualquier otra pieza de su Mundo. Es duro formarse en la calle, dice, es azaroso, puede funcionar o puede uno quedar aislado con sus obras sin saber siquiera que lo son. Por eso él es un hombre agradecido antes y después del pesimismo que esgrime como una marca de identidad y que cuesta reconocer: ¿por qué si no, insistir desde siempre en buscar un arte que creía ajeno? ¿Por qué si no se espera nada bueno seguir llenando su mundo de animales nuevos? Sencillamente no hubiera podido evitarlo, y además fue (es) su forma de agradecer a ese grupo de amigos que lo rescató de una orfandad que apenas reconocía y le enseñó placeres nuevos: reunirse, hablar, hacer. Siempre le gustó el arte, dice, pero no había tenido acceso a sus goces más que fortuitamente, un par de tardes en que faltó a su trabajo de mozo para ver a Antonio Berni hacer La Vuelta de Martín Fierro en San Martín, la ciudad ortiba, según él, donde nació y creció. ¿Ves? –dice– no pude terminar el colegio pero era capaz de cualquier cosa por ver cómo trabajaba. Como fue capaz de cualquier cosa para recuperar ese tiempo perdido en distintos oficios antes de que el arte se transformara en algo vivo que además se podía compartir. Fue después de esos encuentros con otros artistas que conoció compartiendo choripanes en el Abasto cuando empezaron a nacer los monos tristes que arrastran la noche y su súplica en los ojos, y después los perros de la calle, cogiendo y rascándose porque el pudor a ellos no les pertenece y lo devuelven a quien mira como un espejo de la propia miseria. Estaba contento en esa época, dice, tanto que cuando lo invitaban a una fiesta llegaba dos o tres horas antes de la cita porque en realidad estaba aprendiendo también lo que era una fiesta. Qué importaba que el cuerpo se le esmirriara tanto como el armazón de sus esculturas, el manto negro todavía pesaba sobre sus hombros, sobre los hombros de todos, dice pensando en la asfixia de la dictadura y además, insiste, porque cuando vivís el equilibrio no es fácil. El equilibrio es esquivo y angosto como una cornisa y uno cede a una cosa o a la otra con tal de avanzar un paso, sea en la dirección que sea. ¿Cómo iba a saber él que estaba enfermo, si todos estábamos enfermos?

IV “Se diría que son sapos que padecen de un exceso de vida; una inflación de la naturaleza encarnada en uno de sus ejemplares más paradojales: hermosamente plenos para algunos, repulsivos para otros. Pero Luis Freisztav sabe que la vida nunca es excesiva, sino justa y necesaria”, escribió Eduardo Stupía en un fragmento del bellísimo texto que acompaña las obras de Mundo Búlgaro y que bien se podría copiar en estas páginas si no fuera por esta ansiedad personal de rendir también un homenaje a ese conjunto de obras que abren un universo particular, construido por pura voluntad, voluntad de abrir espacio, de tomar aire, de valorar la experiencia de cada día por encima incluso de la obra porque El Búlgaro sabe que aun cuando desde su pesimismo cada tanto ordene las cosas para su propia partida y hasta dedique una obra para cada amigo –obras que se quebraron en el horno para que él entienda que no es momento de irse–, él sabe que lo que importa es este espacio, este intervalo fértil en el quetodavía puede encontrarse con otros, donando sin saberlo la obra maestra de su empecinamiento que le enseñó a nadar cuando apenas podía respirar. Y hacer la plancha después del esfuerzo, para dejarse inundar por la paz que le hace creer que podría, incluso, dejar de hacer. Aunque entonces los huérfanos seríamos todos los demás.

Mundo Búlgaro se puede visitar hasta fines de junio en Casa de los Oficios de Papelera Palermo, Cabrera 5227.

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