Dom 23.05.2004
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LOS 12 FALSARIOS DE LA LITERATURA

Contengo multitudes

Creó personas, linajes, biografías y autobiografías. Hizo que sus propias creaciones se cartearan entre ellos y no le tembló el pulso en mezclarlos entre sucesos y personajes reales. Keats, Coleridge y Cortázar le dedicaron poemas. Aparece como personaje en diversas novelas. Horace Walpole, Malone y el mismísimo Dr. Johnson lo declararon un genio. Y todo lo hizo antes de los 18. Quién fue Thomas Chatterton (1752-1770), el falsario más joven de la historia.

Por Ariel Magnus

Thomas Chatterton aprendió a leer pasados los siete años y murió antes de haber cumplido los dieciocho. Fue un autodidacta de principio a fin: para lo primero usó una Biblia de grandes letras negras; para lo segundo, arsénico. Antes de la Biblia, su familia lo consideraba un idiota; después del arsénico, el mundo lo considera un genio. Porque en esa escasa década de vida alfabetizada, el poeta frente al que incluso un Rimbaud pasa por veterano se convirtió en una de las figuras más endiosadas por el romanticismo. Sus métodos –que lo convirtieron asimismo en el falsario más precoz de la historia de la literatura– no fueron tan santos.

El diablillo
Después de interiorizar el alfabeto por cuenta propia (lo echaron del colegio a los cinco por inservible), Thomas se dio a la lectura de cuanto material cayera en sus manos. Según nos informa su hermana, a los ocho leía todo el día, ya fuera sobre heráldica, astronomía, medicina, música o etc... Pero su voracidad no tenía por objeto el saber, sino la fama: soñaba con colmar a su familia con “un montón de cosas finas”. Había improvisado un estudio en el altillo de su casa, donde entre otras cosas guardaba unos viejos pergaminos. La iglesia St. Mary Redcliffe de Bristol los había dado por inservibles tras vaciar una viejas arcas de hierro, y el padre de Thomas –también llamado Thomas, también autodidacta– se los llevó a casa para forrar con ellos sus libros de Cornelius Agrippa, el ocultista del siglo XV. Cuando murió, cuatro meses antes del nacimiento de su hijo, la esposa siguió usándolos de moldes de costura. En uno de esos pergaminos, el onceañero Thomas compuso la égloga “Eleonure y Juga”. Alegó –y le creyeron– que se trataba de un viejo manuscrito del siglo XV. Su autor –precisó Thomas– era el monje medieval Rowley. Thomas Rowley.
Tiempo después, volvió a poner a prueba sus dotes: fabuló para un Nadie una genealogía familiar que iba “desde la conquista normanda hasta nuestros días”. Con notas al margen haciendo referencia a graves autoridades casi todas inexistentes y la reproducción del presunto escudo de armas de la familia, el joven Chatterton hizo de Nadie un descendiente de condes y ganó por ello 5 chelines. Días más tarde presentó documentos extendiendo la genealogía un poco más y haciendo temeraria mención de Rowley y de un tal Redcliffe Chatterton de Chatterton. Sin objeciones, el Conde Nadie obló otros 5 chelines.
Por aquel entonces, el diablillo ya trabajaba como escribiente de un abogado (según cierta teoría, en él se habría inspirado Melville para escribir su Bartleby). Se supone que de las trece horas de oficina, dos perdía en copiar documentos ajenos y actuales: durante las once restantes ganaba en creaciones propias, deliberadamente extemporáneas. A Rowley se sumaron otras figuras fantásticas, aunque todas ellas con algún asidero en la historia oficial. Chatterton –declarado admirador e imitador del falsario Macpherson– les hizo componer poemas, baladas, genealogías, biografías y autobiografías, piezas periodísticas y teatrales, sátiras. Los hizo conocerse mutuamente, escribirse cartas, editarse, anotarse, traducirse. Como Walter Scott unos años más tarde en sus novelas históricas, no temía mezclar sucesos y personajes reales en sus fábulas. Como Faulkner y su legión de seguidores siglos después, un delicado juego de autocitas sostenía sus ficciones en un mundo paralelo, apenas menos consistente que el real.
A fin de avejentar la ortografía –para hacer lo propio con el papel se supone que lo untaba con ocre y luego lo restregaba por el piso–, compuso un diccionario Rowley-Inglés/Inglés-Rowley basado en diversos diccionarios etimológicos y obras antiguas. El profesor Skeat, primero en demostrar definitivamente el carácter espurio de los escritos, anota que casi todas las palabras anglosajonas utilizadas por Rowley comienzan con la letra A,de lo que deduce que Chatterton no pasó de esa letra en sus estudios. Pero esto recién saldrá a luz después de su muerte, lo suficientemente temprana como para apurarla aún más.

El ángel
En 1779, cuando creyó estar preparado para dar el batacazo, Chatterton le escribió una carta a Horace Walpole. El celebrado autor de El Castillo de Otranto, dueño de una imprenta propia, acababa de publicar la segunda edición de sus Anécdotas de la pintura en Inglaterra, muy deficitaria en cuanto al período sajón. Solícito, Chatterton le envió copia de un “curioso manuscrito” abocado precisamente al origen sajón de la pintura y la heráldica. Para hacer aún más apetecible la novedad, fechó el documento tres redondos siglos antes, 1469. En su larga y amable respuesta, Walpole festejó el hallazgo y preguntó de dónde lo había sacado. Por primera vez infantil, Chatterton respondió con parte de la verdad: “De un arca de hierro de la Iglesia St. Mary Redcliffe”. La frase no divergía en esencia de la que da comienzo al engañoso prólogo de El Castillo de Otranto, publicada en 1764: “La siguiente obra fue hallada en la biblioteca de una antigua familia católica del norte de Inglaterra”.
Walpole –ya engañado antes por Macpherson– se desentendió del asunto. Chatterton escribió un soneto acusándolo de falsario, más tarde amenazó con suicidarse (en su testamento indicaba que quería ser enterrado en una tumba medieval). Sus amigos, creyendo que así lo salvaban, le financiaron un viaje a Londres en abril de 1770. La capital no le fue inmediatamente hostil: en poco tiempo colaboraba regularmente para varios periódicos con composiciones propias de toda índole, además de algún que otro Rowley. El pago, no obstante, era algo menos regular. Mientras su familia recibía cartas llenas de éxitos y promesas de gloria, lo cierto es que Chatterton pasaba hambre. Cuando lo invitaban a cenar, el mismo terco orgullo lo arrastraba a decir que gracias, ya lo había hecho.
En junio o julio, una pieza musical llamativamente intitulada La venganza le redituó buena plata. Fue su primer y último gran éxito. Chatterton le envió a la familia un paquete con un juego chino de té, moldes de costura, un abanico para su madre y otro para su hermana, tabaco para la abuela y otras cosas finas. Como se puede ver, el gesto no corresponde ya a un humano sino a un ángel. Una dosis mínima de arsénico –otras versiones hablan de una sobredosis de opio– acabó por darle alas el 24 de agosto de 1770.

Dios
Siete años después de su muerte se editaron las obras de Rowley. Algún historiador dieciochesco de la poesía inglesa lo puso entre los cuatro mejores poetas ingleses de la antigüedad. El presidente de la sociedad de anticuarios escribió un libro para probar que era auténtico. Recién un siglo más tarde Skeat cerró el debate, demostrando de una vez y para siempre que Rowley era Chatterton. Pero Rowley es sólo una parte de Chatterton. Su obra verídica es tan o más rica que la apócrifa, que apenas si pudo ser publicada. Algunos de sus sátiras (notablemente “Memorias de un perro triste”) no tienen nada que envidiarles a los maestros del género, y lo mismo corresponde decir sobre algunos de sus poemas. Su vida y su obra cautivaron consecuentemente a las generaciones. Herbert Croft lo incluyó en su novela epistolar Amor y locura, Keats le dedicó su Endymion, Coleridge una de sus Monodias. Malone, Johnson y el mismo Walpole lo declararon un genio. Alfred de Vigny compuso un drama que lleva su nombre, luego musicalizado por Leoncavallo. Pero la fascinación no se acabó con el movimiento romántico que Chatterton ayudó a crear. A principios del siglo pasado, Ernst Penzoldt escribió la tediosísima novela El pobre Chatterton, a mediados de siglo aparecieron versiones de Hans Henny Jahnn y Rayne Kruger (Joven villano con alas), a finales la de Peter Akroyd. En su prolijo Chatterton, Akroyd juega entre otras cosas con la idea de que eljoven poeta simuló su propia muerte para luego escribir en secreto “la mitad de la poesía del siglo XVIII”. En conmemoración del 250º aniversario de su nacimiento en 2002, la Nottinghan Trent University creó la Thomas Chatterton Society. No puede faltar mucho para que Hollywood siga la historia. “Soy mi primer historiador, juglar de ausencias –escribe Cortázar en nombre del ‘marvelous boy’–. ¿Quién podrá acusarme/ otra vez de falsario? Ya no es falso/ esto que se confunde con los otros fantasmas.”

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