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Martes, 4 de enero de 2005

“La literatura puede cambiarnos radicalmente”

El italiano Antonio Tabucchi volvió en plena forma. Su última novela, Tristano muere, recientemente distribuida en Argentina, es el soliloquio alucinado de un moribundo que repasa su vida y trata de entender cómo fue que llegó a convertirse en un héroe. Entrevistado por la revista francesa Lire en su departamento de Lisboa, donde pasa buena parte del año, el autor de Sostiene Pereira habló largamente del oficio de escribir y de cómo nacen las novelas, del heroísmo, la relación entre vida y literatura, el peligro de los nacionalismos y el compromiso del escritor.

Por François Busnel para Lire

Tristano muere cuenta con una rara fuerza la historia de un hombre cuya vida se decidió por una cuestión de milímetros. Tristano es un viejo que agoniza atenazado por la gangrena, embotado por la morfina que le administran todos los días en medio de un último y tórrido verano del siglo XX. Recluido en una casa de campo en algún lugar de la Toscana, ha hecho acudir hasta la cabecera de su lecho a un novelista que treinta años atrás lo convirtiera en un personaje de libro. Y mientras espera la muerte, Tristano se pone a contarle lo que fue realmente su vida, que está lejos de la epopeya lírica y racional imaginada por el escritor. En un soliloquio alucinado, el viejo reconstruye un recorrido que entrelaza las historias de Italia, Grecia y España en la segunda mitad del siglo XX: alistado en el ejército italiano durante la ocupación de Grecia, Tristano mata a un soldado alemán y se convierte en un héroe.
¿Cómo escribir el relato de una vida? ¿Quién presta testimonio ante los testigos? ¿Qué es el heroísmo? ¿Y el coraje? ¿Y la traición? Todas estas preguntas atraviesan esta novela fuerte y visionaria en la que Tabucchi evoca el poder de las palabras, la locura de los hombres y el peso del azar. Diálogo con uno de los más grandes novelistas contemporáneos.

¿Cómo le llega la inspiración? ¿Cómo escribe?
–La inspiración es una voz interior. Todo el mundo puede hacer esa experiencia. Al principio sólo está la propia voz: uno se habla a sí mismo pero en silencio. Luego, poco a poco, nos damos cuenta de que esa voz que nos habla tiene un timbre ligeramente distinto del nuestro. Y nos damos cuenta de que va adquiriendo una tonalidad que ya no es la de la voz que nos pertenece. Nuestra voz se nos ha vuelto otra. Se ha convertido en otra personalidad. En ese momento nace el personaje. Después, todo es cuestión de conversar. Hay que conversar mucho con esa voz, con ese personaje, y escucharlo contar su historia. Esa voz tiene que imponerse para que podamos empezar a escribir. Tristano muere me rondó durante doce años, y todo ese tiempo viví con la voz de Tristano en la cabeza. Después, cuando me di cuenta de que nuestra conversación ya estaba bastante avanzada, me puse a escribir. Pero todo es cuestión de voces y de timbres de voces. Tristano no tenía rostro ni rasgos: era una voz.

¿En qué momento sabe usted que es hora de empezar a escribir la historia que le cuenta esa voz?
–Toda novela nace de esos diálogos entre uno y uno, entre uno y la parte de uno que se vuelve otro. Un proceso de esquizofrenia benigna, si usted quiere. Primero hay que ser capaz de crear ese distanciamiento. Si le hubiera hecho esa misma pregunta a Picasso, él le habría contestado: “Yo tomo las cosas y las pongo sobre la tela; después las cosas se arreglan entre ellas”. Así nace una novela.

La forma que adoptó en Tristano muere es audaz y desconcertante. Es el soliloquio de un moribundo: deshilachado, emitido por ráfagas, lleno de digresiones y remisiones al pasado...
–No es un artificio, es una necesidad. Tristano se impuso así. Es un hombre que está a punto de morir –lo consideran un héroe nacional–, corroído por la gangrena y postrado en su lecho. Y cuenta. Cuenta sin interrupción. Sentí la exigencia exclusiva de escuchar, de ser el receptor.

Usted ha explorado en su obra casi todas las formas: novela, policial, nouvelle, cartas, ensayos e incluso algo que usted llamó “alucinaciones”... Con este soliloquio corre el riesgo de desorientar a sus lectores.
–Le parecerá egoísta, pero yo no pienso en el lector. Y creo que todos los verdaderos escritores dan prueba del mismo desapego. Un escritor debe ser capaz de ese egoísmo: no sentir otra cosa que la exigencia de escribir. Lo más hermoso de la literatura es lo desconocido. El riesgo. El fuego mortal. Probar, sin pensar en las consecuencias. Eso es lo que motiva el acto de escribir. Cuando uno empieza a preguntarse si lo que uno escribe le gustará al lector, si tendrá éxito, etc., el resultado es la parálisis. Escribir es un acto espontáneo, como el amor.

Extraño paralelismo.
–Vamos... Cuando usted se entrega a una historia de amor con una mujer, ¿se pone a pensar en las consecuencias? ¿Piensa si se casará con ella, si tendrán hijos y cuántos? ¡Más vale que no! Lo que sucede es casi biológico, y es precisamente lo que le da toda su belleza al asunto. Es una aventura extraña, en la que somos a la vez los directores y los actores. Es un trip, como se dice. Unico. Poderoso. Y lo emprendemos sin pensar en las consecuencias. Lo mismo sucede con la escritura.

Cuando salimos de una relación amorosa intensa, o de un trip, nunca somos exactamente los mismos que antes. Cuando termina una novela como ésta, ¿algo ha cambiado en usted?
–¡Ah, sí! La literatura puede cambiarnos radicalmente. Y no sólo al lector... Lo mismo vale para el escritor. Es como un bautismo, un ritual que parece siempre el mismo pero cada vez revela ser diferente. Y ésa también es una experiencia muy perturbadora para el escritor.

¿Qué cambió en usted luego de escribir Tristano muere?
–Esta novela representa para mí una experiencia intelectual inédita. Cuando uno escribe una novela de amor, uno entiende un poco mejor qué es el amor: después de todo, más allá de la experiencia personal y sensorial, lo que conocemos del amor nos lo enseñaron Anna Karenina, Madame Bovary y Abelardo y Heloísa. La literatura proporciona un gran conocimiento de la vida y la experiencia humana, y nosotros lo abordamos de manera pasiva, intelectual, en tanto que lectores. Escribiendo este libro sentí intelectualmente la experiencia de la muerte. No la experiencia de la muerte como dimensión –eso es algo que todo el mundo puede sentir cuando pierde a un ser querido–, sino la experiencia del momento en el que vamos a morir. Por eso la agonía de Tristano dura un mes entero. En realidad, Tristano muere a cada página. Sin duda lo que quería era comunicarme esa experiencia del tiempo de la muerte. Y confieso que eso me conmocionó. Sí, escribir ese libro me cambió profundamente en ese plano.

Tristano agoniza pero en ningún momento tiene miedo de morir.
–No. Yo tampoco, por otro lado. Eso es lo que descubrí escribiendo esta novela. Y eso que hasta ahora la muerte me despertaba frecuentes ataques de terror. Tristano me enseñó algo que ya sabía (es lo asombroso de la literatura: los libros nos hacen descubrir lo que ya sabíamos): lo que da miedo no es la muerte en tanto que final de la vida, sino en tanto que va acompañada de dolor físico. Le temo más al dolor que a la muerte misma.

¿Tristano muere retoma algún episodio autobiográfico?
–El personaje (o debería decir su voz) corresponde, en efecto, a alguien a quien conocí muy bien. Fue hace doce años: una persona muy importante para mí murió. Sentí un remordimiento aplastante: no haber tenido el valor de hacerle ciertas preguntas sobre su vida. Había tenido una experiencia personal e histórica muy intensa. Hubiera querido más que nada en el mundo que me hablara de ella, pero nunca me atreví a interrogarlo. Es una situación terrible que muchos deben conocer: sabemos que tal persona que iluminó nuestra vida detenta un secreto, que vivió una experiencia importante que nos gustaría conocer en detalle, y nunca nos animamos a hacerle preguntas. Y un buen día esa persona desaparece y nos deja solos con nuestros remordimientos, llevándose consigo todas sus historias. Entonces nos reprochamos todos los silencios, la timidez, la falta de audacia... Eso me sucedió, en efecto. Esos remordimientos están en el origen de esta novela: para compensar, como un consuelo, empecé a imaginar lo que habría podido contarme el verdadero Tristano.

¿Quién era su Tristano?
–(Largo silencio). Alguien que conocía bien...

Una soberbia ambigüedad campea sobre la novela: ¿se trata de la confesión que Tristano le hace al escritor o bien de la reescritura, por parte del escritor, del testimonio de Tristano? ¿Quién habla: Tristano o el escritor a quien le cuenta su historia?
–¡Ni se le ocurra disipar la ambigüedad! Ahí está el corazón de la novela y del modo en que interroga a la vida: quizá los acontecimientos no existan si no hay nadie que los escriba... A fin de cuentas, quizá la historia no exista hasta que los historiadores la escriben... Quizá Tristano no exista. Quizá sólo exista un escritor que imaginó a Tristano o se encontró con él, lo escuchó y escribió esta historia. Para decirlo más simplemente: ¿quién presta testimonio ante el testigo? Los héroes han muerto, los testigos han desaparecido, sólo queda la voz de mi canto. Camôes, el gran poeta portugués, cantó a Vasco da Gama y los conquistadores de Africa y la India en Las Lusíadas, y se puede afirmar que esos héroes sólo existen porque Camôes les cantó.
Quiere decir que por geniales que sean nuestros actos, ¿no existen si no hay un escritor que se hace cargo de ellos y los cuenta?
–Sí, se puede decir así. La vida no tiene ningún sentido si nosotros mismos, que estamos viviéndola, no nos la contamos en algún momento. No creo en la oposición entre vida y escritura: hay que vivir y después escribir. Si no somos capaces de reducir la vida que hemos vivido a un relato y estructurarlo, entonces nuestra vida no es nada. Una vida es una serie de acontecimientos que tenemos que ser capaces de leer para nosotros mismos. Tenemos que saber contarnos nuestras vidas.
Es una perspectiva un poco aterradora: no todo el mundo puede ser escritor, y mucho menos ser Antonio Tabucchi...
–Ése no es el problema. Se trata de no limitar la propia vida a los actos, que son lo propio de los animales, sino de acceder a un nivel de conciencia superior, el de la inteligencia, el uso de la razón, que es la marca de la humanidad del hombre. Mi personaje, Tristano, no es un escritor: no escribió sus memorias ni llevó un diario íntimo, no trata de hacer de su vida una novela. Hace venir a un escritor y le cuenta su vida cuando siente que va a morir. Y haciendo eso se convierte en escritor de su propia vida. Se trata de superarse.

¿Releer y articular la propia vida?
–Exactamente. Pero eso sólo es posible siempre y cuando no nos contemos cualquier historieta, siempre y cuando nos contemos la Historia. Tristano descubre su propia vida cuando se la cuenta al escritor. Tiene un deseo simple: entender su vida. Y el deseo es más fuerte en la medida en que leyó lo que el escritor escribió alguna vez sobre su vida y le pareció completamente equivocado.

Todos tenemos la tentación de agregar cosas cuando contamos nuestra vida. Fíjese los diarios íntimos de los escritores, todas esas confesiones destinadas a ser publicadas... ¿Qué hay de sinceridad y qué de mascarada en todo eso?
–Siempre está la tentación de retocar el propio retrato para la posteridad, y los diarios íntimos (sobre todo los de los escritores) están llenos de esas trampitas. Por eso puse a Tristano en una situación extrema: sabe que va a morir. Ése es sin duda el único momento de la vida en que las máscaras caen, en que dejamos de mentir y de embellecer los hechos. Tristano trata de entender lo que fue su vida, cómo se convirtió en un héroe, qué sentido tuvo su existencia. De modo que no se permite mentir.

Usted ataca la concepción romántica y lírica del heroísmo: “No es fácil convertirse en un héroe, un milímetro más acá y sos un héroe, un milímetro más allá y sos un cobarde, todo es cuestión de milímetros”, explica Tristano. ¿Cree usted que todo se debe al azar?
–Creo que el heroísmo es un acto inconsciente, absolutamente no estructurado ni preparado, que depende exclusivamente de la ética y la moral y no obedece a ninguna ley. He conocido a muchos hombres que fueron héroes sin haber sido rozados siquiera por el patriotismo, y muchos patriotas que se portaron como cobardes. El heroísmo es un acto espontáneo y a veces irresponsable. Es como una especie de orgasmo, de eyaculación. Tristano se convirtió en un héroe porque mató a un alemán, pero sólo por unos milímetros...

Usted es italiano y portugués, vive entre Lisboa, Pisa y París. ¿De qué nacionalidad se siente más cerca?
–Soy un hombre del sur, del Mediterráneo. ¡Soy transgénico! Un nómade que frecuenta una cultura y luego se infiltra en otra. No me gusta la idea de las raíces. No entiendo a los que dicen: “¡Ah, acá están mis raíces. Es preciso volver a nuestras raíces!”. Los hombres no son como los árboles, que tienen raíces. Los hombres tienen piernas y con las piernas se camina... Estoy muy ligado a mis muertos, pero jamás me atrevería a decir: “Esta tierra me pertenece porque mis muertos están aquí”. Ese extraño nacionalismo vuelve ahora cada vez con más fuerza, en respuesta a la mundialización. Y me preocupa. En Amazonia hay una tribu nómade que cuando cambia de lugar sólo se lleva una cosa: las mandíbulas de los familiares muertos. Creo que nuestras raíces están en nuestro corazón, no en un lugar. La realidad material es una trampa: lo que importa son las personas, no los lugares que frecuentaron o dónde están enterradas. Yo tengo a mis muertos en el corazón, así que puedo caminar, viajar, ser de todas partes.
¿Cómo escribe?
–A mano, en libretitas. Rápido. Y por rachas. Puedo pasarme meses y hasta años sin escribir. Cuando estoy aquí, en Lisboa, no escribo. Pero siempre estoy conversando con personajes. Tomo notas. Las acumulo. La fase de escritura es parecida a cualquier trabajo obrero. Creo mucho en la idea de taller. La gente suele imaginar la escritura como una actividad pura, etérea, pero ante todo es una actividad física, y muy cansadora. A menudo me imagino a mí mismo como un ebanista que trabaja en su taller. Una jornada de trabajo empieza a las dos de la mañana y termina a las 10 de la noche, sin otra interrupción que un vaso de agua o un jugo de fruta, y me deja completamente agotado. Y al final mi estudio se parece mucho al taller del ebanista, lleno de pedazos de madera, viruta y astillas.

Tristano muere también es una formidable reflexión sobre el oficio de escritor. Tristano no es muy dulce con ellos: “No creo en la escritura, la escritura lo falsea todo, ustedes los escritores son todos unos falsarios”. ¿Qué quiere usted decir?
–Tristano exagera: está resentido con el escritor que se atrevió a escribir su biografía y a ponerse en su lugar. Desde ese punto de vista comparto completamente su idea: no me gustan mucho los biógrafos. Son demasiado arrogantes.
¿Cómo es eso?
–Contar la vida de alguien que conocimos poco o nada, atribuirle sentimientos en determinado momento de su vida, pretender que debió sentir tal o cual cosa porque eligió actuar de tal o cual manera: ésa es la arrogancia del biógrafo. La arrogancia suprema consiste en pensar que hemos comprendido la vida de otro.

Pero la ira de Tristano no se limita a los biógrafos: “Ustedes los escritores siempre se ven a la luz del futuro, como póstumos”. No me va a decir que usted no escribe para la posteridad...
–Pues bien: ¡sí! Sé que hay muchos escritores que creen escribir para la posteridad y se ven bajo esa “luz del futuro”. Es grotesco. Digamos que están los que escriben de manera auténtica y los que escriben por coquetería. Pensar en la posteridad es una forma de coquetería. Uno escribe y punto. Kafka nunca escribió pensando en la posteridad. René Char tampoco. Rimbaud tampoco. Y Pessoa, que casi no publicó nada en vida, ¿cree usted que le importaba algo la posteridad?

En un momento, Tristano desafía al escritor y le dice: “Creo que ningún escritor logró decir por qué escribía”. ¿Por qué escribe usted?

–¿Francamente? No lo sé. El que sabe por qué escribe no es un escritor.

¿Por qué?
–La escritura es algo misterioso. Creo que hay millones de respuestas a esa pregunta, y todas son igualmente verdaderas. Escribimos porque cae el sol, porque llega la noche y preferimos la luz y pensamos que escribir es encender una lámpara... O escribimos por lo contrario. Es lo mismo, las dos caras de la misma medalla. Todas las respuestas son plausibles y nulas a la vez.

En La gastritis de Platón, usted analiza el papel del escritor y de su compromiso. ¿Hasta dónde puede llegar?
–Un escritor no es esencialmente un intelectual. Es un intelectual periódico. Quiero decir que si se vuelve un intelectual full time, entonces ya no escribe más y no merece ser llamado escritor. Debe manifestarse, por supuesto, y exponer sus ideas, e incluso desfilar o peticionar si se le canta, pero sobre todo debe volver a su oficio, que es escribir. Desconfío de esos militantes que pretenden ser escritores. Por otra parte, hay que reafirmar que la escritura no purga todos los pecados. Si un escritor es culpable de asesinato, el hecho de que haya escrito La divina comedia me tiene perfectamente sin cuidado: sigue siendo un asesino. Hay que separar la actividad del escritor de la actividad del intelectual. El arte no es una purga. También en la literatura abundan las camisas llenas de manchas: manchas de aceite, de sangre, de grasa... No me imagino la literatura como una actividad superior del espíritu que exoneraría a quien se entregue a ella de los errores que haya podido cometer en el pasado. Seamos más modestos: un escritor está para escribir, no para hacerse el juez o el justiciero.

Usted es una de las figuras de la izquierda intelectual italiana, muy comprometido contra la acción del gobierno de Berlusconi. ¿Qué opina de lo que ocurrió en Francia con el caso Battisti y del apoyo que recibió de muchos intelectuales de izquierda?
[Italiano, ex militante de extrema izquierda a fines de los ’70, Cesare Battisti fue condenado en Italia a cadena perpetua por homicidio. Estuvo prófugo en México y desde 1990 vivía en París, protegido por las leyes antiextradición. En febrero de 2004 fue arrestado y en agosto se decretó su extradición. Desde entonces, un importante número de intelectuales franceses ha apoyado su causa.]
–Confieso que esa manifestación de los intelectuales franceses me dejó perplejo. Hasta me irritó, para serle franco. En una democracia los deberes están distribuidos. Y los escritores no son cirujanos ni magistrados. Es preciso afirmar que hay un trabajo que sólo puede ser ejecutado por la Justicia... Por supuesto, estoy de acuerdo con que cada uno manifieste sus opiniones, inclusive para defender a Battisti (pero también para tener el coraje de no defenderlo). Una cosa es la opinión, otra la competencia. El derecho de opinión es libre, pero en ningún caso puede convertirse en obstáculo para otro derecho y aun menos para una competencia. Por otra parte, no creamos que Battisti es un perseguido político: fue juzgado en Italia por la magistratura de un país totalmente democrático. Hay tres grados de Justicia: apelación, casación y justicia final, y Battisti pasó por los tres. Y no soporto que se afirme que la Justicia italiana es corrupta. Supone un desconocimiento total de lo que es la realidad política italiana y la historia de esos “años de plomo”. Si en Europa alguien considera erróneo o injusto el veredicto de un tribunal de un país donde ha sido juzgado, siempre puede presentar un recurso ante la Corte Europea de Estrasburgo. Pero para hacerlo hay que presentar pruebas concretas, no libritos. El Poder Judicial es una de las instituciones fundamentales de toda democracia: atacarlo y amenazarlo es el primer paso hacia un poder totalitario. Ésa es, por otra parte, la estrategia que ha empleado el señor Berlusconi desde que asumió el poder.

Tristano muere,
de Antonio Tabucchi,
Buenos Aires,
Anagrama, 2004.

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