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Domingo, 16 de junio de 2002

14 DE JUNIO, 1982

TRAS UN MANTO DE NEBLINA

Pocos traumas de la historia argentina despiertan polémicas tan sordas como Malvinas. ¿Qué significan exactamente esas islas en el imaginario colectivo? ¿De quién fue la guerra: de la dictadura o de la nación? ¿Basta el coraje de una tropa para exaltarla? ¿Hasta qué punto fue una gesta antiimperialista? ¿Cómo reivindicarla hoy, cuando se toleran la absolución de sus responsables, el olvido de sus víctimas y la traducción de su carga emocional al idioma pasional del fútbol? A veinte años de la rendición, Carlos Gamerro –autor de Las Islas, una de las pocas novelas que se animó a abordar el problema– recorre los temas de un debate que nunca tuvo lugar.

Por Carlos Gamerro

En 1992, diez años después de la Guerra de Malvinas, comencé a escribir una novela que se publicaría eventualmente con el título de Las Islas. La acción transcurre, también, exactamente diez años después de la guerra, más precisamente, de las semanas previas a su final, el 14 de junio de 1982, y su protagonista es un ex combatiente. Hasta donde alcanzo a ver, mis motivaciones personales para acometer semejante empresa no son ningún misterio. Soy clase 62, la clase que fue a Malvinas. No fui a Malvinas. De hecho, estaba fuera del país cuando comenzó la guerra, y tan alejado de ella como podía estarlo, geográfica y espiritualmente –en México–, y viviendo mi primer amor. De ese sueño –el sueño de que la vida, después de todo, valía a veces la pena de ser vivida– me despertaron, con una semana de demora, los clarines de la guerra. Volví al país, perdí mi amor, recuperé mi vida cotidiana en la Argentina del Proceso, bajo el cual se había desarrollado –o más bien, atrofiado– entera mi adolescencia. Malvinas, en ese sentido, me marcó, como marcó a toda mi generación, a los que fueron y a los que se quedaron. Y me dejó, además, la sensación de una vida, quizás también una muerte, paralela, fantasmal –la mía, si me hubiera tocado ir–. Malvinas no fue para mí una eventualidad remota; fue un destino al cual por pura suerte –haber pedido prórroga en lugar de hacer la colimba a los 18 años– escapé. Ese destino paralelo me seguiría hechizando de tal modo que, diez años después, me vi obligado a acatarlo, al menos en esa otra vida de la ficción. Las Islas es de alguna manera, una novela autobiográfica al revés: lo que podría haber sido mi vida si el ojo del destino hubiera sido un poco menos descuidado.
Necesité escribirla, también, para escapar de un laberinto emotivo e intelectual del cual el mero pensamiento no me ofrecía salida alguna. Las islas Malvinas son uno de los mitos argentinos, o pasiones argentinas, más perdurables, y argumentar contra un mito o una pasión resulta tan fácil como estéril. Nunca conseguí creer ciegamente, como se nos reclama, en la legitimidad de los derechos argentinos sobre las islas, y menos aún en la necesidad de una guerra para recuperarlas, y menos que menos que esa guerra pudieran encabezarla los militares que hasta ese momento sólo habían librado alguna contra su propio pueblo. Pero en la devoción de ese mismo pueblo por lo que algún personaje de Cortázar con cierta justicia llamó “islas de mierda, llenas de pingüinos”, había, una vez descartados los efectos evidentes del patriotismo o chauvinismo instigado por los medios y las instituciones desde la escuela primaria en adelante, un residuo inexplicable, inaccesible a mi comprensión, refractario a mi indiferencia, más parecido a las enfermedades del amor que a las manipulaciones de la política y la prensa. No me alcanzaba con el pensamiento para sacarme a las islas de la mente, el dilema que me planteaban no era pasible de solución intelectual, y entonces hice lo único que sé hacer en esos casos: me puse a escribir una novela. No para decir lo que pensaba, o sentía, sino para descubrirlo.
Empecé del modo menos racional posible, abandonándome a la fascinación formal. Las Malvinas, para la gran mayoría de nosotros son, fundamentalmente, dos formas en un mapa. Casi nadie había visto imágenes de las islas antes de la guerra, y quienes lo habían hecho las olvidaban enseguida: cualquier paisaje de Tierra del Fuego se confunde con el suyo. En el mapa, en cambio, son inconfundibles; son, junto con las manos de Perón, el rodete de Evita, la sonrisa de Gardel y la melena de Maradona, uno de los iconos nacionales. Esta peculiar fascinación quizás provenga de su simetría; hay pocos casos –basta con mirar el planisferio– de simetría geográfica tan evidente: parecen cada una la imagen especular de la otra. Las islas son fundamentalmente siluetas, formas vacías. Pero este vacío de Malvinas, tantas veces invocado para razonar su inutilidad práctica o económica es, de alguna manera, en combinación con la antedicha simetría, la razón de su inapreciable valor. Como las Malvinas en sí mismas no son nada, pueden significarlo todo. Son un fetiche de la nacionalidad, el objeto del deseo por antonomasia, y cada uno puede ver en sus siluetas, cambiantes como jirones de nubes, el rostro inconfundible de su deseo más preciado. Si a algo me recordaron siempre las formas de Malvinas es a un Roscharch, esas manchas simétricas de tinta en las cuales el paciente puede reconocer las formas del delirio o el deseo, y el médico estudiar las de su locura. Las Malvinas pertenecen a nuestro inconsciente colectivo, ese inconsciente que poco tiene de mítico o arquetípico y mucho de sedimento de un incesante goteo ideológico que lleva generaciones, pero que aun así corresponde a nuestro lado oculto, a nuestra mitad de sombra, inaccesible a la luz de la razón. Por algo la izquierda, con sus pruritos racionalistas, nunca ha sabido bien qué hacer con ellas; para la derecha en cambio, cuya relación con la realidad es básicamente irracional y paranoica, tienen un valor sin límites, el que da ese lugar donde la nada se vuelve todo, la insignificancia todo lo significa, lo ínfimo usurpa las proporciones del universo, como puede ilustrar el siguiente silogismo de Alberto Brito Lima: “Los argentinos amamos las Malvinas. Eva Perón es la corporización de Malvinas. Yo defiendo a la Eva como si fueran las islas Malvinas”.

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Si bien las islas en sí quizá no sean nada, quizá la guerra librada por ellas pudo haber tenido algún sentido, como la guerra del príncipe noruego Fortinbras por un pedazo de tierra que no alcanzaría para enterrar a los muertos de ambos ejércitos, empresa que mueve a Hamlet a reflexionar que “ser grande de veras es... encontrar con grandeza motivo de pelea en una paja, cuando está en juego el honor”. Las pajas en este caso serían dos, y el honor, en ellos, el de seguir siendo el león cuyo rugido hace temblar al resto del mundo, y en nosotros, el de poder decir sin esquivarnos las miradas “patria sí, colonia no”. “Malvinas” (se ha hecho costumbre usar el nombre así suelto como símbolo, cuya referencia excede las más concretas de “Guerra de Malvinas” o “Islas Malvinas”) sería un ejemplo de lucha contra el colonialismo, y como tal una bandera lícita que enarbolar en análogos procesos de liberación. Esta idea de que la Guerra de Malvinas fue una guerra de liberación, o anticolonial, o antiimperialista, tiene una parte de verdad y una de engaño. La parte de engaño –que también es autoengaño de quienes lo propalaron– se funda en una falacia lógica hasta cierto punto comprensible: como Inglaterra es una potencia colonial, como fue, durante mucho tiempo en nuestro imaginario nacionalista, la potencia colonial, una guerra librada contra Inglaterra no puede sino ser una guerra anticolonial. Como además Inglaterra, la Inglaterra de Margaret Thatcher, reaccionó con toda la retórica y la prepotencia bélica del viejo colonialismo británico, la cuestión estaría saldada. Pero así como enfrentarme con un corrupto no me convierte necesariamente en honesto, ni ser traicionado me transforma automáticamente en leal, el hecho de enfrentarse a una potencia imperial no da, por sí solo, credencial de antiimperialista. Es una variante de la misma falacia que utilizó Margaret Thatcher para legitimar su guerra contra nosotros: como nos enfrentamos a una dictadura, estamos luchando por la democracia. Siguiendo su lógica, si la guerra entre Argentina y Chile hubiera tenido lugar, los gobiernos de Videla y Pinochet se hubieran transformado ipso facto en democracias. El hecho de que en Malvinas uno de los contendientes –Inglaterra– librara una guerra imperialista clásica no impide que el otro –nosotros– no estuviera librando, al menos en su imaginación, una guerra imperialista también. Los militares argentinos estaban animados por un ideal que va de Alejandro de Macedonia y Hernán Cortés a Napoleón y Hitler; actuaron como un ejército conquistador que ocupa un territorio ajeno y somete a la población local: poco importa que el territorio fuera un páramo desolado y la población menor que la nómina de afiliados a cualquier club de barrio. Una guerra de liberación es otra cosa: es la que libraron el FLN en Argelia, Fidel Castro y el Che Guevara en Cuba, Ho Chi Minh en Vietnam. Los generales del Proceso no querían liberar a nada ni nadie, querían invadir. Su primera opción fue Chile (yo vi esos mapas: me obligaron a quemarlos mientras hacía la colimba en Comodoro Rivadavia), y como el Papa les aguó la fiesta, optaron por las Malvinas. El delirio puntual de Malvinas corresponde a un delirio más general de los argentinos, al menos de sus clases dirigentes y de sus capas medias para arriba: el de creernos Primer Mundo, diferentes y mejores que los latinoamericanos que nos rodean, más cercanos a Europa y a EE.UU. que a nuestros vecinos. El hecho de que los europeos y norteamericanos no nos vean de la misma manera es una fuente constante de extrañeza para nosotros, y cada tanto nos empeñamos en demostrarles su error. Invadir las Malvinas no implicó marcar nuestra diferencia, enfrentarnos a ellos implicó creer que somos tan como ellos que podemos hacer las mismas cosas impunemente. La Guerra de Malvinas es el acto final de una farsa titulada “la Argentina potencia que todos anhelamos”, final al que el gobierno de Menem agregaría años después una posdata, cuando envió sus dos pusilánimes fragatas a la Guerra del Golfo. Para las potencias imperiales, y para el Primer Mundo que se agrupa tras ellas, no había ni hay, en lo esencial, ninguna diferencia entre Galtieri y Saddam Hussein, entre Argentina e Irak. La Guerra de Malvinas anuncia un nuevo orden imperial en el cual las potencias no se enfrentan militarmente entre sí y se agrupan para escarmentar a los países tercermundistas con problemas de aprendizaje; un orden fundado en el eje EE.UU.-Inglaterra, la colaboración del resto de los países centrales, y la protesta apenas formal, la indiferencia, o la anuencia de la U.R.S.S. y la Rusia posterior: argentinos, iraquíes, sudaneses, serbios, afganos y palestinos son, hasta ahora, quienes han servido de ejemplo para los demás. Desde 1976 al menos, nuestros gobiernos han competido entre sí por ver cuál se somete más servilmente a este poder imperial, y Malvinas no fue una excepción sino parte de ese proceso: los militares actuaron como el sirviente que cree que puede cobrársela a su antiguo amo porque se ha convertido en muy buen sirviente del nuevo señor.
Malvinas, también, debería haber desarmado –aunque para la mentalidad carapintada parezca lo contrario– el viejo mito del militar nacionalista. No hay militares nacionalistas, por lo menos desde 1955 todos los militares han sido (en su función institucional, más allá de lo que uno u otro pueda pensar en la intimidad de sus barracas) los agentes locales del poder imperial, garantes últimos de su continuidad. La absurda e inexplicable confianza en que los EE.UU. harían la vista gorda a la invasión de las islas, contraria al más mínimo conocimiento histórico, adquiere así, si no sentido, al menos cierta lógica delusional: los militares argentinos habían no sólo ganado “por ellos” la Tercera Guerra Mundial en esta parte del continente, sino que ahora reemplazaban a los estadounidenses en Centroamérica, participando en la represión o apoyando a los contras en el caso de Nicaragua. En Centroamérica, los militares argentinos le sintieron el gustito a lo que implicaba jugarla de potencia imperial, experiencia que también harían en Bolivia. Y sin embargo nunca dejaron de ver al amo como tal, ni siquiera a Inglaterra. Una prueba incidental de ello es su trato hacia los kelpers, nativos de las islas pero ingleses al fin. Nunca ha dejado de asombrarme que los mismos militares que cometieron todas las atrocidades conocidas con sus propios compatriotas, no se atrevieran a tocarle ni un pelo a los pobladores delas islas. Se dice que fue por la opinión internacional, la misma opinión que nunca les preocupó cuando se trataba de violar los derechos humanos (por usar un eufemismo) en su país; se dice también que en las guerras internacionales hay convenciones que cumplir, pero basta pensar en lo que hubiera sido la guerra con Chile, basta imaginar –y acá no hay hipótesis, sino certeza– lo que los militares argentinos le hubieran hecho a los civiles chilenos y lo que los militares chilenos le hubieran hecho a los civiles argentinos, para que el respeto a la población de Malvinas nos impacte con mayor sorpresa. Una sorpresa en la que no hay reconocimiento de mérito alguno: es indiscutible que ni la decencia, ni la ética, ni la humanidad pueden invocarse como explicaciones cuando se trata de los militares del Proceso. La respuesta es más simple: para cometer atrocidades hay que sentirse superior a la víctima, y en los rostros de los kelpers los militares argentinos no podían sino ver, apenas diluido, el rostro de sus viejos amos y señores.
Lo que sucedió en Malvinas fue que ambos contendiente libraron una guerra ofensiva y de conquista, ambos contendientes trataron de ocupar el lugar de potencia imperialista –unos de manera imaginaria y psicótica, plebeya y chambona, los otros con la naturalidad y la elegancia que sólo pueden dar casi cinco siglos de práctica continua–. La guerra de Malvinas prueba, de manera paradójica, nuestra ancestral sumisión a Inglaterra. No hubo revancha alguna: fue un acto de pura devoción.

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La anterior conclusión, si bien me ayudó a comprender mejor el conflicto de Malvinas (no hablo ya de la guerra que terminó para siempre, sino del conflicto que continúa en nuestra conciencia colectiva) en el plano intelectual o ideológico, no hizo sino desplazar el foco más abajo, hacia la zona del corazón. Cuestionar la legitimidad, la justicia, el carácter liberador de la Guerra de Malvinas, ¿no implica olvidarse de los soldados que pelearon en ella, aquellos que el discurso oficial por chantaje sentimental sigue llamando los chicos de la guerra, aunque la mayoría ya han pasado los cuarenta? ¿No es una falta de respeto hacia quienes murieron por la Patria, o combatieron valientemente contra un ejército superior en poder de fuego y entrenamiento? Creo que no; es evidente que el valor individual de los combatientes no tiene mucho que ver con a legitimidad de la guerra. Muchos alemanes combatieron valientemente en la Segunda Guerra, muchos estadounidenses en Vietnam, muchos rusos en Afganistán. Tampoco la sangre derramada otorga títulos de propiedad. Cuando un senador que interinamente ocupa el sillón de Rivadavia se atreve a decir que las Malvinas son nuestras “por derecho de sangre” no sólo se comporta con toda la deshonestidad de quien reclama un pedazo de tierra mientras intenta —sin mucho talento— vender un país entero con todo su pueblo dentro, sino que además insulta nuestra más elemental inteligencia. Si así fueran las cosas, los ingleses tendrían tanto derecho a las Malvinas como nosotros, así como Bin Laden podría reclamar la posesión de Manhattan, ya que —sin duda— sus hombres murieron combatiendo en ella.
Por otra parte, el valor físico (del cual el valor en combate es apenas una variante) no es una virtud moral, ni mucho menos ética. Es una reacción física, o quizás fisiológica, que puede estar apuntalada por altos ideales pero también por impulsos suicidas, por un superyó tiránico, por miedo a la condena de sus amigos y familiares, por odio a la vida, por impulsos sádicos, o puede, como sucede tantas veces, consistir en una reacción espontánea del cuerpo que la mente no alcanza a comprender. Puede, sobre todo, variar no sólo de un individuo a otro sino para distintos momentos del mismo individuo. Desde Homero en adelante la literatura —el registro más antiguo que poseemos de las vicisitudes delvalor guerrero– ha explorado sus vaivenes. Enfrentado a Aquiles, Héctor, el campeón de los troyanos, pega media vuelta, huye corriendo y bajo la mirada de todos su pueblo da tres veces la vuelta a los muros de Troya perseguido por su adversario. Luego se detiene y muere peleando —y Héctor ha pasado a la historia como paradigma del guerrero valiente. Ambrose Bierce, que vivió entera la más feroz de las guerras del siglo XIX, la Guerra de Secesión estadounidense, nos propone en Parker Addison, filósofo el enigma de un condenado a muerte que se enfrenta con bromas en los labios a la ejecución de la mañana siguiente y se convierte en un gusano abyecto y suplicante cuando adelantan la hora de su fusilamiento; Hemingway, valiente profesional que iba por el mundo buscando guerras como Don Juan mujeres, y en los intervalos corridas de toros y cacerías que ponían en juego parecidos valores, el enigma de un hombre que corre como una liebre cuando debe cazar un león y se convierte en un fire eater (tragabrasas) cuando se enfrenta al ataque de un búfalo. Entre nosotros, fue el pacífico Borges quien mejor indagó los vaivenes del coraje en cuentos como “Hombre de la esquina rosada”, “Historia de Rosendo Juárez”, “La otra muerte” y tantos otros; a sí mismo se dio, bajo la forma del semi-autobiográfico Juan Dahlmann de “El sur”, una inaudita muerte –que es también un suicidio– en duelo de cuchillos a cielo abierto. El valor físico es, además, una de las cualidades humanas que más se prestan a ser capturadas por los poderes opresores del Estado, la tradición, el patriarcado, etc. Corresponde a una ética exclusivamente viril o masculina (“ser hombre” contra “ser mujer” o “ser marica”) y como tal se entrelaza con la cultura del machismo, la misoginia y la homofobia. Es una forma de valor que insta a despreciar a los débiles, en lugar de protegerlos, y mucho más apta para relaciones de jerarquía y obediencia que de solidaridad. En una sociedad como la nuestra, en la cual el paradigma de la valentía ha pasado de militares a civiles y de hombres a mujeres y reside hoy, sin duda alguna, en las Madres de Plaza de Mayo, caer en la trampa de elevar el valor en combate a la categoría de virtud última es no sólo injusto sino anacrónico, una manera entre tantas de negar la realidad.
Por lo mismo, la tendencia de acusar de “cobardes” a los militares -oficiales y suboficiales— que pelearon en Malvinas, si bien comprensible desde la tentación de refregarles a los milicos en la cara sus propios valores, es también problemático. En primer lugar, porque parece implicar que si hubieran peleado valientemente entonces lo que hicieron en su propia tierra sería de alguna manera menos reprobable. Es usual, es tentador, echarles en cara que fueron “valientes” para secuestrar familias, violar mujeres y torturar, y luego no supieron pelear contra un enemigo “de su tamaño”. Pero si bien esto es verdad de modo genérico —la confusión de creer que ganar una guerra contra un pueblo indefenso los capacitaba para pelear contra una fuerza militar entrenada, confusión cuyo símbolo inmortal es el argentinísimo Pucará, el avión diseñado para bombardear y ametrallar pueblos en la selva tucumana y que en Malvinas sólo sirvió para meter ruido— también es cierto que numerosos notorios torturadores murieron peleando contra los ingleses, y muchos que no secuestraron ni torturaron fueron incapaces de dar batalla. La realidad del deseo querría que todos los asesinos del Proceso fueran, como Astiz, los cobardes de Malvinas, pero los hechos no siempre la confirman.
En lo personal, me siento menos cerca de aquellos que combatieron valientemente o murieron por la patria que con los soldados —colimbas— que tuvieron miedo, los que trataron de salvar sus vidas o las de otros, los que se ayudaban entre sí a sobrevivir, a resistir las condiciones inhumanas y las vejaciones y humillaciones constantes de sus superiores. Quienes hayan hecho la colimba saben que es una gigantesca trituradora cuyo fin último es convertir el instinto de solidaridad en el hábito de laobediencia. No es posible someterse a una jerarquía de hierro sin renunciar al menos en parte a la hermandad, y la función del servicio militar es convertir el amor por el prójimo en el miedo o el odio al superior. La humillación, el castigo, la obediencia ciega por un lado; el fomento de la delación, el robo y la traición entre iguales por el otro, son dos caras de un mismo proceso. En el servicio militar, y en la guerra, no se hacen los hombres —se deshacen, y con las partes se arma un soldado. No son tanto los que pelearon contra los ingleses, sino los que en medio de esa guerra inventada supieron mantenerse unidos, apoyarse, ayudarse, consolarse, resistir al verdadero enemigo que eran sus propios oficiales; mantenerse, en suma, humanos, quienes merecen reconocimiento y respeto. Si hubo héroes de Malvinas, fueron ciertamente ellos, y no los carapintadas abyectamente glorificados por Alfonsín.
La Guerra de Malvinas fue una derrota en todo sentido, en todos los planos, y no hubo manera de disimularlo: el total aislamiento geográfico de las islas implicó que no hubiera posibilidad de honrosa retirada: salvo algunos aviadores y marinos, todos los que participaron en la guerra debieron rendirse, ser capturados y volver a su tierra como prisioneros. “Es una vergüenza ganar una guerra” son las palabras finales de una de las mejores novelas bélicas, La piel de Curzio Malaparte, y no siempre es mejor la victoria que la derrota. No lo hubiera sido para Alemania en el ‘45, no lo hubiera sido para los EE.UU. en Vietnam, no lo fue para los ingleses en 1982, para quienes significó más Margaret Thatcher y la prolongación hasta el presente de la mentira de que siguen siendo “la nación que construyó un imperio y gobernó una cuarta parte del mundo”. En nuestro caso tampoco hubiera sido beneficioso, y no estoy pensando únicamente en la continuidad de la dictadura del Proceso por dos o tres años más, sino en la continuidad de ciertas obstinaciones argentinas: la idea de que somos un gran país, la de que somos superiores a nuestros vecinos, la de que somos primer mundo: nociones que por su evidente falsedad generan sus inevitables, automáticas contracaras: que somos un país de mierda, que nos merecemos los gobernantes que tenemos, que somos una colonia y es mejor que nos vayamos acostumbrando a ello. Todo sentimiento divorciado de la realidad, todo pensamiento ajeno a la verdad, toda palabra insincera o hipócrita, engendran fatalmente su opuesto: nos decimos los mejores y nos sentimos los peores, celebramos a los combatientes de Malvinas como héroes y después no los queremos ni ver, nos asombramos de que los kelpers no quieran ser argentinos en el avión que nos lleva para siempre a Roma, Miami o Tel Aviv; toda esa dualidad de exitismo y derrotismo simbolizada, quizás mejor que por nada en nuestra historia, por las “demasiado famosas” islas especulares y la fecha del 2 de abril.El 14 de junio es una fecha triste, sin duda, pero ofrece a cambio algo que calma, aquieta la mente, devuelve la unidad al pensamiento, permite que se reencuentren cabeza y corazón, equilibra ese intolerable vaivén entre grandeza e insignificancia que ya nos está resultado intolerable. Permite sobre todo callar, y sentir dolor, y recordar en silencio, ya que a la verdad le bastan pocas palabras, y es la mentira la que necesita hablar y hablar sin parar. Por todo esto la fecha que cifra el sentido de Malvinas no es la del 2 de abril sino la del 14 de junio, día de nuestra pérdida quizás definitiva de las islas, día también de nuestra recuperación de la incómoda cordura de la realidad.

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