Dom 11.08.2002
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Elogio de la mugre

› Por María Moreno

La literatura erótica divide a los sexos entre frutos de mar y frutos de tierra. Los nísperos, las cerezas o las brevas maduras han soltado la lengua pederasta sobre el escroto de los objetos poéticos viriles. Las lengüitas de almeja, las algas de melena enredada, cuando no el pescado sin vender, han nombrado con eufemismo al sexo de las musas. ¿Qué mente perversa ha ideado disimular el olor metafórico de los frutos de mar con la química de los de tierra? ¿Y por qué las mujeres libertas de tantos dogmas eróticos consienten en bajar a la entrepierna el olor de la fresa que antaño subía a los labios para incitar al beso, el de la rosa con que se declara aún el amor y el de la eufemística banana?
En principio, el baño es comunidad, foro hidratado y homoerotismo masculino. Pero aún en su apariencia de molicie estudiosa ocultaba su origen como administración del ocio para que la pérdida de lo anexado por el cuerpo en su movilidad y contactos exteriores fuera también cuestión de Estado o de Imperio entre quienes se veían obligados a repetir “Baño, vino y Venus desgastan el cuerpo, pero son la verdadera vida”. Sabiamente, el baño antiguo sólo se hacía por razones de salud, de acuerdo con una receta de Galeno o en un despliegue de narcisismo cosmético, como cuando Popea se iba de viaje en compañía de 300 burras para llenar su bañera de leche fresca. Cosmética que incluía los orines españoles para lavar los dientes y el amoníaco –afrodisíaco del sexo homoerótico en los baños públicos de la era industrial– para desodorizar las axilas. O un aceite animal que incluye tanto excrementos como sus huesos. O una receta de flores de sauco, jabón de Francia, tres hieles de buey y tres vasos de la propia orina. El baño es privilegio de reyes que lo reciben en batea de madera o espurreado por una esclava que lanza el agua entre los dientes. Enrique IV se bañó una vez sola y en el Sena, antes de orinar regiamente en el sitio donde sumergiría su cuerpo. Para la antigüedad pagana, el baño es ceremonial o sociabilidad, y lejos de expulsar los productos en bruto del cuerpo, suele incorporarlos en sus recetas. Para su posteridad es hábito del que posee el espacio adecuado o la posibilidad de rehusar a él, disciplinamiento de la Iglesia para acostumbrar el carácter al orden de la repetición bajo obediencia o para enfriamiento de las pasiones. Bajo su peso, en Occidente los baños públicos se asociaron a la licencia y la promiscuidad, a los infieles que los tienen prescriptos en el Islam e inventaron la sutileza del hamman que brota de un suelo de mármol, cubierto por un ladrillo, y respiraderos por donde se cuela una luz favorable a la ensoñación y a la lectura.
Magdalena lava los pies de Cristo menos como práctica purificadora que como práctica metafórica: la de la propia purificación. No es el acto de lavar el que importa sino el de ponerse a los pies, por eso Cristo la hace levantarse, en un acto ejemplar, para devolverla a su dignidad.
Desde siempre, inteligencia e higiene tendrán una historia en conflicto, aunque haya filósofos bañistas como Descartes o Montaigne. La mugre de Sócrates era la puesta en escena de su andadura mental, acompañada por pasos dados hasta los bordes de la ciudad, lo cual mancha. En cada grieta de sus pies, un experto podía leer el mapa de su filosofía. Su mugre decía que él no tenía esclavos. Dejar que se los lavaran era cortesía hacia los otros, para no impedirles agradecer con un gesto de rechazo que pusiera en evidencia la irreciprocidad del vínculo. Lavar los pies de Sócrates era quitar el pentimento para encontrar una huella escondida, la del origen del conocimiento. Entonces el paño húmedo, al recorrer las grietas hasta llegar a la superficie de la piel más tierna, en el fondo de sus capas coriáceas, equivalía a esas preguntas retóricas con que Sócrates fingía que era su interlocutor el que iba corrigiendo sus propias certezas hasta alcanzar la verdad.
No es posible imaginar a quien se masturba en la vía pública, vive en un tonel y forma parte de una filosofía que ejemplifica con el flato, elpescado podrido y el pulpo crudo, como Diógenes, envuelto en perfumes florales y oliendo a otra cosa que no fuera orines, semen y jugos de entrenalga.
En la ciudad industrial, el baño se convierte en un derecho, la mugre es la denuncia con que el higienismo favorece en las masas de pobres la metáfora de la infección y de la peste. En el conventillo, el pobre debe ganarse el baño en una hazaña, hecha de llegar primero a la cola de la letrina común, la toalla y la escupidera expuesta a la mirada. La vivienda popular es un detritus de la clase alta, que suele dejar edificios ruinosos de puertas con picaportes oxidados y banderolas herrumbradas en sus roldanas que permiten el paso del aire frío. Si la clausura interna de las puertas que comunican un cuarto con su vecino ilusiona una privacidad ficticia, convierte la salida del baño en un paso obligado por la intemperie del patio, intemperie doblada por la mirada de los vecinos, que suelen atisbar por las barandas de los pisos superiores, en una suerte de teatro interior de la pobreza que tiene por escenario la planta baja y en donde ellos, de acuerdo con su ubicación, forman parte de paraísos y cazuelas. El inquilino convertido por el higienismo se somete a sí mismo a una purga medieval de bacterias: alcohol en los cabellos, manos y rodillas. O al trapo embebido en agua y jabón aplicado ante la hoguera de una palangana encendida con querosén. En la “genética social” de los hijos de inmigrantes está la memoria de clase, donde el baño compartido por varias familias, cuyos cuartos carecían de calefacción central, terminaba por volver intermitentes las abluciones diarias hasta espaciarlas al sábado. En los chistes judíos que aluden al baño esporádico, está la memoria del gueto, del campo de exterminio, donde el baño es flagelo y ceremonia de humillación o eufemismo de la muerte.
En la empresa global, el pelo corto con las perlas del duchado reciente constituyen una ofrenda al jefe de personal indicando un signo de status, vivienda confortable de baño accesible sino un punto máximo de la buena presencia. Como el gorro del chef, es el signo de la asepsia de la era informática. Mientras que la cabellera derramada indica aún ecos de la conspiración selvática de Sierra Maestra, donde la navaja era sólo un arma precaria de la subespecie lumpen.
Sólo en la adolescencia el olor de las axilas, el de la piel sacudida por la calentura y el de los pies inquietos, con su acritud de adrenalina, se defienden del baño y, al aspirarlos, el joven o la muchacha van comprobando en su calidad hormonal su física de hombre o de mujer. Para ellos, la limpieza es el aislamiento que la célula familiar prescribe a la infección del mundo.
El cuarto de la criada de los siglos XIX y XX suele exudar en la casa burguesa; los vapores de la cocina, el baño sin calefacción y sin bañera exigen una velocidad donde la cosmética deberá aplicarse en seco (toda morosidad será un atentado a la obligación laboral, la higiene sólo necesaria para no atentar contra el olfato patronal). Por eso, en la bohemia, el hijo que se desgaja hacia el socialismo, al conservar sus humores corporales, señala su compromiso con el mundo. Los dedos negros, de uñas enlutadas, muestran, a cambio de la familiaridad con la familia de origen, la familiaridad con oficios que manchan tanto con tinta como con tierra y grasa animal, lejos del ocio legible en las uñas pulidas e incontaminadas que la burguesía receta a sus hijos desde la infancia.
Puesto que no es posible percibir el propio olor, es el otro el que hiede. A pesar de que, en Una excursión a los indios ranqueles, el coronel Mansilla describa una y otra vez los baños de río que se dan los indios y que sea el olor el que pone un límite al relato: “Donde hay indios, hay olor a azafétida”. El otro olería más allá de su limpieza, precisamente por su condición de otro. Si a menudo la mugre es puritana y el agua, para el bautismo o para la sed, ¿por qué no reducir el baño a la cosmética y la relajación en lugar de a la desodorización del propio cuerpo? Para que lavar los genitales ante un nuevo amante no sea debido a la suciedad sino como un ritual de cambio y disponibilidad consistente en la puesta en suspenso del cuerpo como museo de las excreciones pasadas, de comuniones humorales vencidas y así dejar, para los nuevos jugos vertidos, un espacio en la ropa interior donde se pueda oler una huella totalmente contraria a la de la Verónica, donde Cristo dejó impreso su sufrimiento en lágrimas y sangre.

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