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Domingo, 1 de junio de 2008

DESPEDIDAS > SYDNEY POLLACK (1934-2008), UN INMENSO ACTOR PRINCIPAL DE POCOS MINUTOS

El amo del infierno

La semana pasada, el cine perdió al director de algunas películas buenas (Tootsie, Los tres días del cóndor), otras no tanto (Havana, La intérprete) y algunas que no muchos recordarán dentro de unos años (Sabrina). Pero, sobre todo, perdió a un actor de pocos minutos por película que se las había ingeniado para convertirse en la persona imprescindible a la hora de filmar esa escena fundamental alrededor de la que una trama cobra su verdadero sentido. Por eso, este triste adiós a Sydney Pollack en su faceta menos espectacular.

 Por Mariano Kairuz

La escena era más o menos así: Victor Ziegler, un hombre afable pero inquietante, llamaba a Bill en medio de la noche. Se mostraba amistoso, le ofrecía cognac. Y serio pero tranquilo, procedía a hablarle a Bill sobre algunas de esas cosas que ha visto pero que no debió haber visto, sobre alguna confianza traicionada, y sobre una muerte. Con la misma tranquilidad, le hacía saber a Bill que todo aquel asunto ya había sido arreglado, e incluso que lo había hecho seguir por uno de sus hombres, y que ya no debía hablarse más de ello. La escena, un momento difícil de olvidar de Ojos bien cerrados, era tan misteriosa pero tan sencilla en el fondo como lo era toda la última película de Stanley Kubrick. Bill era Tom Cruise y Victor Ziegler, el oscuro amo de las fiestas orgiásticas, un tipo de apariencia perfectamente común y transparente como esos a los que de alguna forma siempre consigue parecerse Sydney Pollack.

Ocho años más tarde, Pollack volvía a ocupar un lugar equivalente en Michael Clayton, el film de Tony Gilroy con George Clooney que él mismo coprodujo el año pasado. Con Marty Bach, uno de los hombres más importantes de un enorme estudio de abogados –un personaje secundario sólo en términos de tiempo en pantalla– encarnó la verdadera conciencia de la película. Detrás de un guión excesivamente bienpensante, saturado de grandes intenciones y con un final demasiado indulgente con su público (el abogado que lleva años trabajando para una corporación legal multimillonaria sufre un repentino golpe de conciencia y se decide a “hacer lo correcto”), parecía estar Bach/Pollack, y cada una de sus líneas de diálogo parecen ser el llamado del sentido común, aquello que uno querría decirle al protagonista en el momento mismo en que está a punto de quemar las naves. Bach/Pollack es el hombre que lo ve venir e intenta frenarlo a tiempo; el hombre fuerte de la firma que se anticipa y que le explica que esto que está pasando no es una grieta en el sistema, sino que es el sistema mismo. “¿Me vas a decir que esto es nuevo para vos?”, lo increpa Bach/Pollack a Clayton/Clooney. “Este caso está podrido desde el principio. Pero ¿después de quince años todavía tengo que explicarte qué es lo que hacemos para pagar las cuentas?”

Ziegler y Bach como dos personajes poderosos, los hombres capaces de ponerse por atrás de todo, que saben no cómo solucionar las cosas, sino que ya entendieron que hay cosas que no se solucionan, que conocen, aceptan y manejan las reglas del juego, y que les ofrecen a los demás sumarse (o salirse bajo su propio riesgo). No es sólo la manera en que esos diálogos y esas escenas están escritas; hay algo en Pollack, una seguridad, la convicción con la que se mete en esos personajes, que lo convierten en el actor perfecto para esas escenas. Se sabe que el personaje de Ziegler iba a hacerlo originalmente Harvey Keitel, pero es imposible imaginarlo en Ojos bien cerrados después de haberlo visto a Pollack: Keitel nunca hubiera brindado esa extraña sensación de confianza que ofrece Pollack aun en su faceta más siniestra. Hay (había) una fuerza en Pollack que vinculaba a personajes como Bach y Ziegler. Tipos enormes que no revelan demasiado sobre sí mismos pero que se muestran confidentes, diabólicamente relajados en ambientes y situaciones que para el resto del mundo podrían ser el mismísimo infierno.

Lo que está claro es que con la muerte de Sydney Pollack, el lunes pasado, de cáncer, a los 73 años, se fue un director desparejo, pero lo que el cine perdió fue por encima de todo a un gran actor. Y lo notable es que, mientras Pollack se empeñó en seguir dirigiendo –una tarea que, decía, lo desbordaba; un proceso que lo volvía loco–, consiguiendo algunas películas buenas, otras muy flojas (la remake de Sabrina, o Destinos cruzados), y alguna que tenía lo suyo pero que hacía extrañar sus mejores épocas (como La intérprete, 2005, con Sean Penn y Nicole Kidman, evocó Los tres días del cóndor, 1975), se consolidó como ese gran actor celebrado por muchos, pero sólo ocasional y hasta un poco renuente. Nacido en Lafayette, Indiana, en 1934, su primera formación había sido como intérprete, estudiando con Sanford Meisner (el legendario creador de un método interpretativo) y trabajando luego como su asistente en los ’50. Serían John Frankenheimer y Burt Lancaster los que, sorprendidos por su capacidad para guiar a otros actores, lo convencieron de dedicarse a la realización. Y eso hizo de manera casi exclusiva, entonces, hasta 1982, cuando Dustin Hoffman, con quien estuvo en guerra desde el inicio de rodaje de Tootsie, lo conminó a interpretar él mismo el papel del representante del protagonista. Esa perfecta, sensible e inesperada actuación de Pollack como George Fields reencendió una mecha que el director creía haber apagado para siempre, valiéndole los llamados de Robert Altman (The Player: las reglas del juego) y Woody Allen (Maridos y esposas).

De los muchos críticos de cine que valoraron al Pollack actor, Michael Sragow es uno de quienes mejor lograron definirlo. En un artículo publicado poco después del estreno de Ojos bien cerrados, escribió: “Era evidente que Kubrick se había encontrado con que delante de cámara, Pollack proyectaba una presencia muy firme, de fortaleza, que regocija. Ningún actor podía proveer lo que Kubrick le pidió a Pollack que hiciera en Ojos: dos secuencias en las que debía darle una espina realista a una narrativa pesadillesca, una columna a una película que se sacude como una hamaca. Pero Pollack está magistral en su primera escena, cuando les da la bienvenida a Cruise y a Kidman a su lujosa fiesta. En el medio de la fiesta, llamaba al médico interpretado por Cruise a sus cuarteles privados, donde una voluptuosa drogona se había dado una sobredosis. Cuando Cruise le aconsejaba mantenerla allí durante una hora, la bonhomía de Pollack se disolvía para revelar no angustia ni pánico, sino la concentración precisa de un hombre que tiene demasiadas cosas en su cabeza. Soplaba su labio inferior, hacía un suave sonido de frustración y asentía –y era instantáneamente creíble como un astuto broker de Manhattan–. Era un papel que Fredric Raphael, el coguionista de Kubrick, consideraba esencial: el del padre protector y castrador del personaje de Tom Cruise. Y era como si Pollack, con Tootsie, Maridos y esposas y esta película, se hubiera convertido en un especialista en humanizar a hombres cuyo proceso de trabajo los consume y los vuelve solipsistas”.

En su sentida despedida publicada esta semana, Stephanie Zacharek, la crítica de cine de Salon.com, escribe: “En los últimos años, aun en un pequeño rol e incluso en una mala película, Pollack a menudo podía ser el espíritu que guiaba el film. A veces con una sola línea de diálogo iluminaba todo aquello que nos hace humanos: tenía esa manera de hacernos reconocer pequeñas partes de nosotros en un personaje que podía –creemos– no ser para nada como nosotros. No es una contribución menor, representa aquello por lo que seguimos yendo al cine”.

La última película de Pollack como director es un documental de bajo presupuesto, una larga entrevista al arquitecto Frank Gehry, todavía inédito por acá. Su última participación del otro lado de la cámara fue en Quiero robarme a la novia, una comedia que llega esta semana precedida de críticas muy duras en su país. Se dice que tiene muy pocas escenas, con diálogos y chistes muy bobos, pero que, una vez más, ahí está la humanidad que Pollack es capaz de inyectarle a cada personaje, no importa qué tan fugaz sea (o mal escrito esté). Y que eso lo ha convertido en lo único que quedará de la película mucho después de que haya sido enteramente olvidada.

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