Dom 02.06.2013
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EVENTOS > LOS 20 AñOS DE LA DISQUERíA ESPECIALIZADA EN JAZZ MINTON’S

Alta fidelidad

El mundo del jazz suele ser un laberinto: múltiples sellos, músicos que grabaron varias veces lo mismo, publicaciones infinitas del mismo material. Necesita de un guía y de un centro: en Buenos Aires, desde hace 20 años, ese lugar es la Minton’s, y ese hombre que todo lo sabe es Guillermo Hernández, dueño y factótum de la disquería de la calle Corrientes que, en los últimos años, ha devenido club, objeto de un documental –del habitué Jorge Fondebrider–, destino obligado de músicos extranjeros de visita y lugar de reunión donde cada viernes los clientes llevan vinos finos y exquisiteces –musicales y gastronómicas– para compartir.

› Por Diego Fischerman

“Mis cinco rupturas amorosas más memorables, las que me llevaría a una isla desierta, son, en orden cronológico...”, comienza Nick Hornby su novela Alta fidelidad. La frase no resultaría extraña si se la escuchara en boca de alguno de los clientes de Minton’s. Al fin y al cabo, eso es lo que se espera de alguien que compra discos desde que tiene memoria y que se ha educado, sobre todo, leyendo esas listas de las revistas especializadas. Tampoco es del todo raro, en esa disquería, encontrarse con algún comprador que, ante un comentario acerca de su falta de límites, afirme: “Está bien, paro de comprar cuando la pila llegue hasta el techo”. Y que, además, lo cumpla.

Más extraño es, en cambio, que ese local situado en la galería Apolo, en la calle Corrientes, que no sólo fue testigo de los cambios de gusto y de los nuevos nombres y estéticas del jazz en los últimos veinte años, sino que en muchos casos los ha propiciado, haya devenido en una especie de improbable club. Que los clientes lo conviertan, el último viernes de cada mes, en un lugar de reunión, al que llevan exquisiteces preparadas por ellos mismos y vinos de altísima calidad. Que periódicamente alguno de ellos organice banquetes extraordinarios donde invite al resto y que allí toquen, además, algunos de los músicos que también frecuentan el lugar. O que alguno de los habitués, el escritor Jorge Fondebrider, realice, con la colaboración de su hija Ana y de varios de sus compañeros en la carrera de cine de la Enerc, un film documental sobre la disquería. Y, de paso, que algunos vinos cuidadosamente elegidos por especialistas lleven la etiqueta Minton’s y se vendan casi en secreto, sólo entre los iniciados en el rito. El último, un malbec gran reserva de 2005, conmemora, precisamente, el aniversario.

Guillermo Hernández, el dueño y factótum de la disquería, la abrió en 1993 en un pequeño local de Belgrano. Ya en 1999, el título de un disco de Adrián Iaies, Las tardecitas de Minton’s, hablaba de que no se trataba tan sólo de un negocio. Capaz de decirle a alguien que se lleve un disco y lo escuche tranquilo en su casa, antes de decidir si lo compra o no, o de recomendar con sabiduría según los gustos del cliente (que suele conocer mejor que nadie), el hecho de que en Buenos Aires se hable de sellos como Clean Feed y de músicos como Matthew Shipp, Ken Vandermark o Matana Roberts (algunos de los creadores más importantes del jazz actual) es un mérito que le corresponde con exclusividad. Su disquería es lugar obligado, por otra parte, para los músicos extranjeros que llegan a esta ciudad, y el pianista Frank Carlberg y el saxofonista George Garzone se han convertido en verdaderos habitués, hasta el punto de que este último llega a Buenos Aires en estos días, especialmente para participar de uno de los conciertos con los que se festejarán los veinte años de Minton’s (ver recuadro).

“Nunca se me había ocurrido tener una disquería”, dice Hernández. “Siempre andaba dando vueltas por las disquerías de otros para conseguir trabajo. Es decir, para conseguir un trabajo que me permitiera estar cerca de los discos. Yo era muy amigo de Juan Sosa, que fue un disquero que formó a muchos futuros disqueros. Tenía un negocio muy chiquito, La Pared, en una galería en Caballito, que tenía un acuario en el fondo. Era la época del LP y él fue el que me abrió el apetito por muchas músicas. En ese entonces yo no escuchaba jazz. Escuchaba, sobre todo, blues. Y guitarristas. Allí compré los primeros discos que tuve de Syd Barrett. Piratas. Y de T Bone Walker.” Ahora, Hernández dedica no menos de dos horas diarias, todas las mañanas, a estudiar. Recorre catálogos. Busca novedades, reediciones, incunables y superposiciones, distintas ediciones con el mismo nombre y discos iguales con tapas y títulos distintos. Parte de su arte es poder decirle a quien se acerca a Minton’s, “ese disco seguro que ya lo tenés con otra tapa” o, al contrario, “esto no había salido nunca”, “este disco sólo se conseguía japonés y carísimo” o “esta edición está remasterizada y la diferencia del sonido es notable”. Los discos de jazz forman una red laberíntica de información: infinidad de sellos; músicos que grabaron varias veces lo mismo, aunque cada vez de manera distinta; publicaciones infinitas del mismo material. Y, para quien quiere comprarlos, resulta tan importante esa información –y que quien la conoce sea capaz de compartirla– como los discos en sí.

“Mi encuentro con esta música fue de a poco. Antes oía punk, después empecé a escuchar blues. Escuchaba la radio y, cuando podía, discos. A veces en casa de otros. Y cuando escuché el concierto en París de John Coltrane decidí que no iba a volver a escuchar otra cosa”, cuenta Hernández. Una amiga, que se había educado en los Estados Unidos, tenía una discoteca importante. Y él empezó su educación sentimental, oyéndolos metódicamente. “Después empecé a comprar libros. Y discos. Y veía que la gente que atendía no tenía mucho interés. Ibas a los lugares que tenían discos de jazz y nadie te daba pelota. La idea que yo ya tenía en aquel momento era la misma que tengo hoy. Que hace falta alguien que atienda en serio. También en el sentido de que preste atención. Que sea atento. Si no, ¿qué va a comprar la gente? Y en un momento en que trabajaba en una casa de audio, acá en el centro, un viejo amigo, con el que había trabajado de plomo, me ofreció abrir una disquería. Me acuerdo de cuánta plata puso cada uno: él 6000 y yo 2000. Y compramos la discoteca de alguien que había fallecido. Con eso empecé. Abrimos frente a una librería, que vendía libros en inglés, y así lo conocí a Pettinato y a Gillespie, que siguen viniendo aquí.” Hernández piensa en el gusto de sus clientes, pero también en el suyo. “Hay cosas que no vendo, porque no me gustan”, desafía. “Y otras, como los discos del saxofonista George Adams, las voy a tener siempre, se vendan o no y coincidan o no con la moda del momento, porque para mí es una gran música.”

Minton’s queda en la Galería Apolo, Corrientes 1382, local 26

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