Dom 02.07.2006
radar

A la altura de lo fotografiado

› Por Valeria Gonzalez

Cuando empecé en los ’70 a tomar fotos, decía Nan Goldin, la fotografía artística en Norteamérica era acerca de árboles, de rocas y de un acabado técnico perfecto. A nosotros (incluía aquí a David Armstrong, su compañero en la Escuela de Boston) sólo nos importaba el contenido. Cuando Goldin hablaba de contenido no se refería al “tema” de las fotos sino al hecho de estar directamente involucrada con lo fotografiado. Esto la diferencia bastante de la mirada truculenta de Diane Arbus, con quien fue comparada tantas veces. Arbus señalaba desde su propia distancia (no importa cuán torturada) la deformidad y lo grotesco. Goldin salía de noche con la cámara colgada por los clubes del Lower East Side como aquel otro podía salir vestido de mujer, o llevar una serpiente al cuello. Era una más del baile, del desfile de personajes, drogas, música y excesos. Cuando la fotografía de Nan Goldin se volvió casi un modelo para los jóvenes, en los ’90, muchas veces se cometió el error de convertir en fórmula la mala foto: flashes saturados, ojos rojos, recortes absurdos o aleatorios. Muchas imágenes de la artista, es cierto, tienen estas características que desafían el buen gusto, pero muchas otras están perfectamente compuestas. Para Goldin lo formal era secundario. La cámara era una prótesis de su cuerpo, un modo de transitar su propia vida y la de sus seres cercanos. Del ritual privado del maquillaje al exhibicionismo en el club nocturno, del éxtasis de medianoche a las ojeras y el deterioro del amanecer, del sexo libre a la enfermedad y la muerte: los personajes aparecen una y otra vez. No tiene sentido juzgar una fotografía aislada de Nan Goldin. Cuando ella comenzó a mostrarlas en los mismos clubes donde todo sucedía, lo hacía con largas secuencias de diapositivas. La fotografía se aleja del modelo de la pintura y se acerca al relato cinematográfico.

Algo semejante sucede con las imágenes del japonés Nobuyoshi Araki. Siempre se presentan de a montones, en cajas, colgadas de broches, o empapelando las paredes de arriba a abajo, aunque su formato preferido es el libro. Araki cuenta también, incansablemente (llega a sacar 40 rollos en un día), su vida privada. Las fotografías no son acerca de Tokio sino acerca de la relación erótica de Araki con Tokio. Como Goldin, él lleva su cámara a todos lados. Como Goldin, está siempre rodeado de gente. Cuando el artista no se propone construir imágenes sino hacer de la mirada un modo de vivir, es obvio que el resultado va a dar una estética inclusiva como la vida misma. Araki ve todo, nos lleva por la ciudad desde el centro luminoso a los clubes de los barrios rojos, de lo sórdido a lo bello. De lo público hacia una intimidad que un ojo occidental podría equívocamente tildar de pornográfica. Fotografiar, dijo una vez Araki, es como el ritmo ininterrumpido de inhalar y exhalar.

Si nos trasladamos a la Argentina, podríamos mencionar muchos otros casos de procedimientos autorreferenciales en la fotografía contemporánea. Elegir, entre todos, la muestra Cóctel de Alejandro Kuropatwa (1996) es también un modo de rendirle homenaje. El título mismo ya alude a un cruce problemático entre los ritos sociales y privados, entre el cóctel inaugural de una exposición y el cóctel de medicamentos que promete la cura del sida. La referencia al cuerpo enfermo del fotógrafo es indirecta: las pastillas, solas, ocupan el centro de una escena rigurosamente compuesta según las leyes de seducción del discurso publicitario. Efectos de luz, primeros planos, fondos texturados. Obviamente, en este caso, el aura del objeto subvierte la funcionalidad primaria de la publicidad y se acerca a una crítica social amarga. No se trata de un objeto común a todos, como las latas seriadas de Warhol. Exhibir como si fueran piedras preciosas esas minúsculas pastillas, dijo Roberto Jacoby, tasadas en decenas de miles de dólares anuales, es la más dolorosa ostentación que puede hacer un niño rico en un país donde la mayoría de los enfermos no tendrá acceso a los medicamentos. Esta serie de fotografías, donde la promesa de salvación de un tratamiento médico es presentada como artículo de lujo para unos pocos, ha quedado también como testimonio de la vida y la muerte de Alejandro Kuropatwa.

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