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Domingo, 25 de agosto de 2002

La intolerancia en México, acto II

POR CARLOS FUENTES

El escándalo persigue al padre Amaro. Cuando la novela portuguesa de Eça de Queiroz se publicó en 1876, provocó censura eclesiástica, llamados a quemarla, resurrecciones inquisitoriales. Hoy, ciento veintiséis años más tarde, la película de Carlos Carrera con el joven actor Gael García Bernal desata comparables ataques desde la extrema derecha clerical mexicana.
El hecho es, en sí, alarmante. Queiroz ayer y Carrera hoy develan la hipocresía con que el clero católico puede cometer crímenes y rehuir responsabilidades, arrojando éstas sobre chivos expiatorios, comprando la inocencia a costa de la culpabilidad ajena cuando en realidad es la inocencia ajena la que paga el precio de la culpa clerical.
Que la Iglesia católica, mediante la institución del celibato, contribuye a crear problemas en vez de resolverlos lo demuestra la espesa capa de velos con que tan irracional mandato trata de ser encubierto. El celibato eclesiástico ha prohijado una tradicional categoría social: la de “la sobrina del señor cura”. Ha empujado a muchos sacerdotes a buscar solaz en el burdel: el eminente filósofo jesuita Jean Danielou, renovador de la patrística, murió en pecado prostibulario. Eso por lo que hace a la heterosexualidad. La homosexualidad ha sido salida más socorrida para el sacerdote célibe. Y la pederastia, éste sí crimen nefasto (que no la hetero u homosexualidad), acaba de revelarse, en los Estados Unidos, como una práctica común y corriente del clero católico.
Pero no. Todas estas hipocresías y estos crímenes no deben ser tocados. No deben ser materia ni siquiera de interrogación dramática (casos de Queiroz y Carrera), mucho menos de denuncia moral. Pero sin una y otra, ¿puede la Iglesia aspirar a corregirse? ¿O todo debe quedar en casa?
El lamentable caso de la arremetida contra El crimen del padre Amaro ocurre, además, en un momento en que ya no es posible ocultar el programa de restauración clericalista promovida por asociaciones religiosas, jerarcas de la Iglesia y, lo más alarmante, lo más intolerable, por el gobierno de la república, empezando por el jefe del Ejecutivo, Vicente Fox. Canonizar a un indígena que probablemente nunca existió, y que nos es presentado más rubio que el ya degradado San Jorge británico, puede ser visto como un acto de ilusionismo promovido por un Vaticano ansioso de contrarrestar la propagación del protestantismo en América latina. Estos actos de abracadabra o birlibirloque teatral son divertidos y no hacen demasiado daño.
Lo dañino, lo reprobable, es que las más altas autoridades de una república laica como lo es México se despojen de su legalidad civil para presentarse públicamente, ante todo, como fieles de una Iglesia que, además, es un Estado soberano. El presidente Vicente Fox pudo besar el anillo del Papa en privado. Pero no: lo hizo en público para que todos viéramos que hoy el Estado nacional mexicano es también un Estado nacional católico. Fox besó el anillo de un jefe de Estado tan jefe de Estado como el propio Fox: el jefe del Estado Vaticano, Juan Pablo II. No hay excusa. Vicente Fox fue electo para representar a todos los mexicanos, católicos y ateos, agnósticos y creyentes, no sólo a quienes profesan su fe. Si México es mayoritariamente católico, no es exclusivamente católico. Basta con que un solo ciudadano no lo sea, para que prime la ley civil sobre la fe religiosa. El derecho sirve para proteger a las minorías. No hay otra manera de que las mayorías se protejan a sí mismas. De lo contrario se cae en la intolerancia. La persecución del otro. La cacería de brujas.

Fragmento del artículo publicado por Carlos Fuentes en la prensa mexicana antes del estreno de la película.

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