Vie 04.02.2011
rosario

CONTRATAPA

EL EMPACADOR

› Por Jorge Isaías

A Mario Compañy

Era en aquellos callejones donde sucedían las cosas. En los que rodeaban los márgenes del pueblo y también en los más alejados, aquellos que estaban festoneados de altos y añosos paraísos, que se abrazaban en sus ramas más altas o también podían ser pinos, verdísimos pinos o dos hileras de casualinas oscuras.

Si era invierno, estos callejones oscurecían un paisaje muy triste y si llovía, los cuises que tenían sus cuevas a los costados, y en sus zanjones que cubrían los yuyos, esos callejones que casi siempre estaban con sus altos colchones de polvo, prestos a levantar polvareda si pasaba cualquier vehículo o un solitario jinete que se perdía en la bruma y más allá, un poco más lejos torcía su andar y se perdía en esos hondos caminos internos que llevaban a chacras y estancias. Casi con seguridad -si era verano de esos callejones salían abejas y mariposas a inundar los campos con sus zumbidos y sus colores, respectivamente y aún las calles no menos polvorientas del pueblo ni menos solitarias.

Algunos de estos callejones -según mi amigo el "Tigre" Compañy se supo llamar "El camino de las abejas", porque los apicultores lo usaban para traer la miel al pueblo cuando existía la Estancia de Maldonado y entre su variada y vasta gama de productos también se contaba este elixir de la niñez ya olvidada.

Otro de estos callejones llevaba a la estancia del alemán Gallucer, papá de Martín y Nanet. Era un hombre con mucho "firulete", el decir de mi padre, es decir: plagado de anécdotas. Entre las numerosas que circulan, inventadas o reales, rescato tres aquí.

Don Gallucer tenía como primo a Guillermo Heuse al que todos cordialmente llamaban "don Bily". También estanciero. Como eran dos hombres a los que no les gustaba llamar la atención, los autos que compraban no tenían nada extraño. En general apostaban por un humilde y rendidor Citröen. En una oportunidad "don Bily" compró uno de color gris sufrido, como lavado por las lluvias. Sin tener en cuenta que su primo tenía uno idéntico. Una tarde, luego del vermout, don Gallucer salió del club con su chofer y secretario, Jorge Rodríguez y se metió en el auto equivocado, sin querer escuchar las responsables palabras de su ayudante. El resultado fue que una vez en el campo cayó en la cuenta que el suyo estaba en el garaje.

Nunca se supo si fue una distracción o una picardía. Pero Jorge Rodríguez quien fue el encargado de devolver el coche, y se tuvo que volver caminando desde el pueblo.

La otra anécdota es que una noche de naipes, cuando las sombras estaban más alta en el cielo, y don Gallucer se habría tomado unos cuantos whiskeys, se había fumado unos cuantos puros recayó en su veta preferida: el humor. Llamó a silencio e hizo una pregunta sobre la dicha humana.

¿Cuál es hombre más feliz? preguntó con una inquisitiva ironía y cada uno expuso las razones que creyó más pertinentes:

El amor

El dinero

Los viajes

La vejez tranquila

El fue conmiserativo y atento, hasta que dio su veredicto que estimó inapelable.

Hombre feliz es quien tiene avioneta.

A sabiendas que en toda la colonia y las colonias vecinas el único feliz poseedor de una era precisamente don Gallucer.

La última anécdota de este singular estanciero radicado en la llanura del sur santafesino me fue referida por mi amigo Mario Compañy en nuestro último encuentro. De los muchos empleados y peones que el establecimiento disponía para las duras tareas rurales había uno que contaba con las simpatías de tan original patrón y era nada más ni nada menos que el "Ñato" Pessi, el mejor artesano de cuchillos que tuvo mi pueblo en toda su historia según los memoriosos cuentan.

Todas las mañanas un par de vehículos -dos pic up- imagino recorrían el pueblo recogiendo a los trabajadores que no vivían directamente en la estancia. Irían en esos amaneceres cuando el alba destiñe sus sombras en claroscuros y entre cantos de gallos y mates recién tomados, irían saltado de a uno en esas cajas llenas de restos de bostas, pasto o un simple y miserable barro seco.

Pero al "Ñato" Pessi -ignoramos e ignoraremos siempre por qué el mismísimo alemán Gallucer lo pasaba a buscar por su casa humilde, de solterón solitario de pueblo. Allí estacionaba todos los amaneceres frente a la casa del "Ñato" y no tenía necesidad de tocar siquiera bocina porque el hombre lo esperaba con su atuendo, que no excluía un sombrero negro de alas muy grandes y su inevitable bombacha bataraza que le cubría las alpargatas muy azules, que parecían siempre flamantes, ya que las de trabajo las llevaba en su bolso.

Nosotros suponemos que esta costumbre era una manera silenciosa y nada vehemente de mostrarle su preferencia. Cuando el sol se ponía sobre los campos feraces, él, don Gallucer, invitaba a su peón a subir al vehículo y pegaban la vuelta.

Uno de estos atardeceres, el patrón previno al "Ñato": -Don Pessi, mañana se va a tener que arreglar solo, porque yo viajo a Buenos Aires.

Este viaje a último momento no se hizo y entonces el hombre en su rutina pasó a buscar a su empleado. Al no encontrarlo tomó el camino del establecimiento. A mitad de camino vio una sombra que lo precedía y al enfocarlo con los faros del auto lo reconoció. El "Ñato" iba con su bolsito al hombro, entre la sombra mimosa del amanecer, a paso vivo. Aminoró la marcha como para que el hombre subiera. Pero como hacía caso omiso y seguía con su tranco le gritó desde la ventanilla, y el grito sonó como una orden:

Hombre, súbase

El "Ñato" recién se paró y le dijo entre amoscado y firme:

¿No me dijo usted que me arreglara solo? Es lo que hago y siguió.

Pucha que había sido "empacador" el amigo Pessi-, comentó el patrón cuando contaba la insólita anécdota en la mesa del club.

Y "El empacador" fue el mote que lo acompañó hasta la tumba.

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