Vie 23.10.2009
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CINE

Pantalla del nuevo mundo

Vil romance, estrenada sólo en el complejo Tita Merello, propone por primera vez en el cine argentino contemporáneo una historia cruda, surburbana y homoerótica con rock duro de fondo.

› Por Diego Trerotola

En una estación de trenes de la provincia de Buenos Aires se conocen el joven errante Roberto y Raúl, un cuarentón separado y con una hija, heavy metal lookeado con campera de cuero a lo Riff. Estampa del Gran Buenos Aires, esa locación que abre la película es parte de la cartografía histórica del yiro homosexual suburbano, antesala de un polvo apurado en el baño mismo de esa estación. Pero esto no pasa en Vil romance. Roberto y Raúl tienen tiempo y casi ningún problema para tener un encuentro sexual entre las cuatro paredes de una casa. Casi ningún problema: porque la violencia igual se filtra entre ellos, en las formas variadas de la insatisfacción, la marginalidad, los celos, la mentira, el miedo a la experimentación con el cuerpo, la convención social que rige el género. Los mil filones de la violencia doméstica de una relación queer, donde entre mate y mate, como una viñeta costumbrista quebrada, se discute por qué Roberto no entrega el culo. Así, sin eufemismo, aparece ese límite, ese esfínter, único músculo del que el machito prepotente no hace alarde, ni desea expandir. El personaje de Roberto moldeó su identidad en Internet, en esos chats en cybers barriales en busca de sexo gay, donde debe haber aprendido de las pantallas del nuevo mundo que los putos actuales son “versátiles”, y busca esa elasticidad en un puto de la calle como Raúl. El choque generacional, las identidades en pugna, la experiencia de lo gay contemporáneo como inconexión, como distancia, como violencia entre los sujetos. También en un chat Roberto conoce a un español que parece venir a hacer turismo gay al Conurbano, y la cosa se complica más.

José Celestino Campusano dirige esta película para que la cosa se complique, para que el cine local mire desde otro punto de vista al relato homoerótico actual, sin que sea una estampita aleccionadora, ni sociología barata, ni una repetición del gay urbano, televisivo, domesticado. Mira ese universo de cerca, con ojo de chongo que, sin embargo, no tiene pruritos en involucrarse dramáticamente para trazar un relato con algo de crónica policial, pero

también como la eclosión de sensibilidades ásperas. Hay homoerotismo al borde del porno, como creo que ninguna película argentina tuvo. Y menos una que cite en su título un estribillo de una canción de Riff. Federico Moura una vez dijo: “Creo que Riff, por ejemplo, es muy representativo de mucha gente que no tiene nada, pero tiene ganas de luchar, aunque le han arrebatado todo... Vos ves una noticia en el diario, ‘Tiroteo en la Panamericana’, y en la foto ves escrito Riff en la pared. Representa a la gente que vive en una situación muy difícil, y su voz es un rugido del metal. Es energía ciego, pura”. Alguien tenía que filmar una película queer con esa sensibilidad, como un graffiti donde Pappo y Federico Moura se dan un chupón. Y que sea rock.

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