turismo

Domingo, 20 de abril de 2003

CIUDAD DE BUENOS AIRES UNA VISITA A LA TORRE DE LOS INGLESES

El Big Ben porteño

Desde su emplazamiento en la zona de Retiro, la Torre de los Ingleses (Monumental, para los catálogos) fue el mudo testigo de las dos puertas porteñas: la de los ferrocarriles hacia y desde el interior del país y, en el pasado, la del río y el puerto donde desembarcaron los inmigrantes. Abierta recientemente al público, aporta paisajes inéditos e inquietantes exposiciones fotográficas.

Por Jorge Pinedo

Al bajar del barco tras haber cruzado el Atlántico, al despedirse del Hotel de Inmigrantes y avanzar hacia una nueva vida, ella ya lo observaba desde su altura rubia y rojiza. También, al salir de la estación Retiro del ferrocarril, el migrante interno recibía la bienvenida con su voz marcando los cuartos, las medias y las horas. Desde hace casi un siglo, tan británica, la Torre Monumental escolta a Buenos Aires desde su ribera más elegante, mundana y popular a la vez.
Piedra sobre piedra, ladrillo, hierro y cristal fueron traídos como obsequio del pueblo de Shakespeare y de Byron, de Elgar y de Turner, de Pinter y de Becket, de los Rolling Stones y de los Beatles: particularidad imprescindible que distingue las gentes de sus aleatorios gobiernos & ejércitos. Con el correr de las décadas supo desatar contrastes no siempre felices: hacia el naciente, la Torre de los Ingleses (su designio habitual) mira hacia el Plata, por encima del extemporáneo hotel que quiebra la estética de la zona. Hacia el norte, la plaza Canadá con su descuidado tótem da paso a la flamante feria artesanal. Por el oeste, las arterias ferroviarias se abren hacia la Argentina más o menos profunda. Mirando al sur, la barranca de Plaza San Martín se interrumpe en el mausoleo que perpetúa a los caídos en Malvinas.
Desde el mirador del sexto piso tal perspectiva se extiende hacia el infinito, plancha las aguas del río, reverdece la gramilla de las plazas, hace brillar la pizarra de las cúpulas y aplaca la luz que retumba sobre las terrazas porteñas. Al mirar hacia los bancos situados allí arriba, quienes tantas veces pasaron a los pies de la Torre acaso conjeturan romances que pudieron ser, viajes propios y de ancestros, retornos, puebladas, gajos de historia rodando sobre el asfalto.

Muestras en cinco salas Habilitada hace poco menos de un año, la Torre tiene un moderno ascensor vidriado que se eleva hasta la esfera de opalina de 4,40 metros de diámetro del reloj, cuya maquinaria y péndulo se observan tanto desde el mirador como dentro del recinto. Precisamente en el ingreso al mirador, las piezas expuestas configuran una auténtica instalación al modo de las más vigentes tendencias de las artes plásticas. Obra de la curaduría de Horacio Torres, las cinco salas dispuestas en las sucesivas plantas ofrecen inquietantes muestras, tres de ellas dedicadas a fotografías realizadas por artistas locales e internacionales, mientras que las dos restantes guardan reliquias históricas. Con entrada gratuita (de jueves a domingo entre las 12 y las 19 hs) las exposiciones se renuevan cada cuarenta días, dotadas todas de sagaces criterios de selección, colgado e iluminación: durante las horas de sol acompañadas por la luz que ingresa por los balcones ventana, siempre auxiliados por una iluminación artificial no menos precisa que discreta.
Puntos de atracción ineludibles, las muestras fotográficas comparten el asombro con el balcón perimetral situado a casi cuarenta metros de altura. El paisaje a la redonda, de modo semejante, compite con la arquitectura renacentista de la Torre, con su cúpula octogonal de cobre y cabriadas de acero recubiertas de láminas de cobre, sobre la cual gira a los cambiantes vientos argentinos la veleta que representa una fragata isabelina. Cinco campanas de bronce, la mayor de siete toneladas, marcan el tiempo porteño cada quince minutos.

“Deshonor al que piense mal de esto” Desde el basamento de las escalinatas a nivel del suelo se aprecian los símbolos constitutivos que guían a los británicos desde hace mil años. El unicornio y el león rampante comparten el friso con la flor del cardo –emblema nacional desde 1540–, la rosa de los Tudor, el dragón galés y el trébol de Irlanda. Los escudos del Reino Unido y de la Argentina se suceden a la altura de la primera planta, ornados por las frases (curiosamente, en francés) “Dios es mi destino” y otra, profética, “Deshonor al que piense mal de esto”. Iniciadas las obras para los festejos del Centenario patrio, la Torre debió aguardar seis años –Primera Guerra Mundial mediante– para su inauguración. Diseño del arquitecto Ambrose Poynter (hijo del titular de la Real Academia de Londres: en todos lados se cuecen...), en el estilo renacentista del siglo XVI que hacía furor en Inglaterra para cuando Buenos Aires era fundada por segunda vez. Técnicos, obreros y materiales fueron importados en la oportunidad, tal vez suponiendo el destino que la mantuvo cerrada al público durante décadas y hoy por hoy figura al modo de uno de esos iconos con que la ciudad se reconoce. Experiencia que abre las puertas de lo insólito, la visita a la Torre de los Ingleses cruza romanticismo con una infrecuente sensación de territorialidad que aplasta prejuicios y cánones. De los artísticos a los históricos.

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Cinco campanas de bronce, la mayor de siete toneladas, marcan el tiempo porteño cada quince minutos.
 
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