Dom 03.07.2016
turismo

MONGOLIA > EL ANTIGUO CENTRO IMPERIAL

El trono del Gran Kan

En la provincia de Övörhangay se fundó en 1220 Karakórum, capital del imperio mongol, de la que sólo quedan los cimientos del palacio real y un pueblo con tiendas nómades en plena estepa. En 1586 se levantó el monasterio budista Erdene Zuu, que perdura hasta hoy y es la principal razón para visitar la zona.

Es razonable que del segundo imperio más grande de la historia no haya quedado el menor rastro arquitectónico. Surgió del jefe de una pequeña tribu que unificó a otras similares, quien con arco, flecha y espada se devoró a casi todo el mundo conocido de la época a lomo de caballo, en el siglo XIII: Asia casi completa -las actuales China, Malasia, Vietnam, Corea, el ex Turkestán, Siberia, India, Palestina, Siria, Mesopotamia- y media Europa incluyendo Rusia, Polonia, Bulgaria, Alemania y Austria. Esto fue obra de la fiereza destructiva y conquistadora de un solo hombre, Gengis Kan, creador de la estrategia de la guerra relámpago. Aquellos conquistadores pertenecían a una cultura nómade, obligada al movimiento permanente por el clima y la necesidad de alimentar a sus chivos, ovejas y yaks en una estepa que no permite la agricultura: sin ella no hubo sedentarización ni arquitectura de piedra o madera. Y según los historiadores, la condición nómade fue clave en su éxito militar.

Esa lógica de eterna deriva la aplicaban a sus conquistas los mongoles: “La vida nómade es intermezzo”, escribieron Deleuze y Guattari en Mil Mesetas. Luego del pillaje establecían control político y partían otra vez: en la verde estepa o en el amarillo desierto la tierra no tenía –ni tiene– cercas, límites ni dueño; así que el resto del mundo tampoco lo tendría.

La arquitectura nómade no es para nada precaria sino más bien efímera, efectiva y desmontable: una estructura de palos transportable y muy firme, sosteniendo una tienda redonda de fieltro que hace circular el viento por los costados. Lo más curioso es que el diseño de la vivienda nómade del centro de Asia no ha cambiado hasta hoy e incluso casi la mitad de los mongoles viven en ellas, no por poco evolucionados sino por la sencilla razón de que no han tenido necesidad de cambiar: sedentarizarse hubiera sido la ruina para ellos, la muerte de sus animales. Muchos de los que hoy detienen su viaje milenario terminan desempleados en barrios miserables de Ulán Bator.

Esa arquitectura “de paso” no levantaba edificios durante las conquistas: en todo caso utilizaban los preexistentes por un tiempo antes de retomar viaje. Pero como no se puede gobernar a caballo, en el momento cumbre del imperio se estableció Karakórum, un necesario centro administrativo.

EL ORIGEN Karakórum fue capital mongola durante 40 años en el siglo XIII. En un principio fue un campamento permanente de tiendas hasta que en 1235 el Kan Ogodei, sucesor de Gengis, amuralló la población y construyó un palacio paradójicamente llamado Tumen Amgalan Ord (de la Paz Infinita). Así Karakórum fue uno de los centros políticos de la Edad Media.

El gran Kan Möngke agrandó el palacio e hizo levantar un legendario árbol de plata. El autor de esa singular fuente escultórica fue el orfebre parisino Guillaume Bouchier, capturado por las hordas en Belgrado. En 1254 el monje franciscano Guillermo de Rubruquis visitó Karakórum como enviado papal y dejó testimonio del árbol que daba frutos de plata: “En la entrada del palacio el maestro William el Parisino ha construido un gran árbol de plata. A sus pies hay cuatro leones plateados, cada uno con un conducto que lo atraviesa expeliendo leche de yegua. Y cuatro conductos conducen al interior del árbol hasta su copa; en la punta de todos ellos está una serpiente dorada con la cola enroscada alrededor del árbol. Y desde una de las puntas fluye vino, de otra cara leche de yegua y de otra aguamiel de arroz; y para cada licor hay un tazón especial de plata a los pies del árbol”.

En su crónica Viaje por el imperio mongol, de Rubruquis dejó una detallada descripción de la ciudad, a la que comparó sin ánimo de halagarla con la villa francesa de Saint-Denis, diciendo que su Basílica era diez veces más importante que el palacio del Kan. Resalta en su relato que en Karakórum se respiraba un ambiente cosmopolita de tolerancia religiosa: se entraba a través de cuatro puertas y tenía dos barrios diferenciados, uno para los “sarracenos” (los musulmanes) y otro para los “catay” (los orientales). En el interior había doce templos “paganos”, dos mezquitas y una iglesia cristiana nestoriana. En Karakórum el Kan tenía su trono pero era sobre su montura donde se sentía a gusto para ejercer el poder.

La existencia de Karakórum fue efímera. Cuando Kublai Kan ascendió al trono en 1260, la capital fue trasladada a Pekín estableciendo la dinastía Yuan, a la que llegó Marco Polo. La primera capital se convirtió en un centro político provincial. Durante las guerras civiles la cuidad fue atacada y tras el colapso de la dinastía Yuan en 1368 pasó a ser la residencia de Biligtü Kan. Pero en 1388 llegaría la venganza china de la mano de los manchúes de la dinastía Ming, que invadieron la ciudad destruyéndola hasta sus cimientos con la novedad de los mosquetes y los cañones.

En el siglo XVI la ex capital fue finalmente abandonada. Los manchúes no habían dejado piedra sobre piedra y sus bloques se usaron más tarde para levantar el Monasterio Erdene Zuu.

MICROCOSMO BUDISTA Llegar a través de la nada esteparia al lugar donde uno sabe que existió –aunque no la vea– la capital del imperio que exterminó a un tercio de sus súbditos tiene un peso histórico que se respira en el ambiente. Pero no se justificaría el viaje de 373 kilómetros desde Ulán Bator si no fuera por el monasterio amurallado Erdene Zuu, en cuyo perímetro se levantan 108 stupas. Aquí se construyó en 1586 el primer templo budista en tierras de los sangrientos mongoles: a lo largo de tres siglos llegaron a ser un centenar, a medida que esa religión se hacía más popular e incluso oficial.

Resultado de las purgas stalinistas, la mayoría de los templos de Erdene Zuu fueron destruidos y muchos monjes asesinados. En Mongolia ocurrió la segunda revolución socialista de la historia –en 1924– y su segundo presidente Peljidiin Genden fue tolerante con las religiones populares. Pero Stalin le exigió que persiguiera a los budistas, a lo que el líder mongol se negó gritándole “georgiano asesin”. Tiempo después el revolucionario mongol fue invitado a Rusia para un tratamiento médico y fusilado. Su sucesor ejecutó la tarea exigida desde la URSS.

El complejo budista tiene tres templos principales, uno construido en 1675 para conmemorar la visita iniciática de Abtai Kan al Dalai Lama en el Tíbet. En el templo Lavrin Sum hay ceremonias con cantos litúrgicos cada día a las 11.00 de la mañana.

Al salir del complejo amurallado por la puerta norte, 300 metros más adelante está el vestigio más visible de la antigua Karakórum: la enorme escultura de una tortuga de roca de las cuatro que delimitaban a la ciudad por sus puntos cardinales. Un kilómetro más adelante se ven las cuadrículas donde los arqueólogos excavan los cimientos del palacio imperial y cada tanto aparecen monedas del tiempo de los kanes.

EL REDESCUBRIMIENTO La antigua Karakórum estuvo perdida hasta que en 1889 la descubrieron dos orientalistas rusos. En 1949 la Academia de Ciencias de la URSS comenzó a excavar los cimientos del palacio de Ogodei, que hoy en día son sólo eso: una piedra informe que no dice mucho. Para ver la maqueta de la ciudad amurallada hay que ir al Museo de Historia de Ulán Bator.

El límite teórico para los mongoles hubiese sido la redondez de la tierra si no fuese porque en 1241 murieron los dos hijos de Gengis Kan, que habían extendido el imperio, cuando la Europa cristiana estaba a punto de ser pasada a cuchillo. De repente los mongoles levantaron campamento y desaparecieron al galope en una nube de polvo hacia Mongolia. Europa se salvó de milagro y los mongoles no regresaron.

El pueblo móvil en armas se trasladaba por un instinto salvaje de expansión, que prevalecía sobre puro dominar. El fin parecía ser la conquista por la conquista misma; y una vez concretada partían hacia nuevos horizontes, al choque con un mundo que les resultaba desconocido y lleno de exóticos tesoros: el occidente (Europa no sabía de la existencia de China y viceversa; los mongoles conquistaron a ambos). Nunca construyeron caminos, acueductos ni templos.

En su esplendor la pax mongola duró 100 años. Es decir que se desmoronó bastante rápido, comparada con la romana que reinó 1500 años. En su contexto, la capital imperial de Mongolia no fue más que un detalle en la historia; una necesidad en el momento de mayor gloria, donde quizás los burócratas estuviesen allí a la fuerza, acaso como castigo, sin pensar en otra cosa que en volver a las hordas que cabalgaban la estepa en total libertad. Serían hombres que no podían estar entre muros, igual que sus antepasados, que desconocían la idea del encierro (si es que se puede llamar así a pasar la noche entre las suaves paredes de una blanca yurta): el resto de su vida era cabalgar al aire libre por tierras sin dueño y sin fin.

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