LA RIOJA POR LA SIERRA DEL VELASCO
Un recorrido por los pueblitos silenciosos que bordean los faldeos de la Sierra del Velasco y por eso los llaman “de La Costa”. En Pinchas, el taller de Doña Frescura, la tejedora que viajó a Europa y escuchó a Pink Floyd; en Santa Vera Cruz, un castillo tan extraño como su dueño.
› Por Julián Varsavsky
Se los conoce como “pueblos 
de La Costa”, pero como todo el mundo sabe, en La Rioja no hay ninguna 
costa. La denominación obedece a que estos pueblos están al pie 
de los faldeos de la Sierra del Velasco, bordeándolos como una “costa”. 
La principal característica de estos pueblos es que, a pesar de ser muy 
pequeños y estar casi pegados uno al otro, cada cual tiene su correspondiente 
iglesia de varios siglos de antigüedad. El pueblo más numeroso no 
supera los ochocientos habitantes, y el más pequeño –que 
se llama Santa Cruz– apenas ronda el centenar de parroquianos, que caben 
perfectamente todos juntos en el interior de su iglesia. 
Allí, donde hoy se levantan casas de adobe, piedra o ladrillo, en los 
siglos XVI y XVII tenían sus moradas los indígenas de la cultura 
Aguada. Con la llegada de los españoles, las tierras fueron tomadas en 
encomienda por el fundador de La Rioja, Juan Ramírez de Velasco. Pero 
entre 1630 y 1667 los indígenas se levantaron en el marco de la gran 
rebelión calchaquí que terminó derrotada y con los indios 
expulsados definitivamente del valle. Y como la zona ofrecía condiciones 
ideales para el cultivo fue repoblada de inmediato y así surgieron estos 
pueblitos que, a decir verdad, crecieron bastante poco a lo largo de los dos 
últimos siglos. 
En el camino 
La excursión a los pueblos de La Costa comienza desde la 
ciudad de La Rioja por la sinuosa ruta provincial 75, en paralelo a las Sierras 
del Velasco. A cada costado de la ruta se extienden pequeñas llanuras 
cubiertas de arbustos amarillentos como la jarilla, y al fondo se levantan los 
cordones montañosos. Al subir sobre los faldeos, el camino recorre elevadas 
cornisas con centenares de cardones que crecen en la montaña rocosa. 
Abajo, al fondo de una quebrada, caracolea el hilo de agua de un arroyo y un 
grupo de jotes volando en círculos indica la existencia de un animal 
muerto. 
El primer pueblo de este recorrido es Sanagasta –un nombre indígena–, 
famoso por la iglesia de la Virgen de la Morenita, la misma de la canción 
de Cafrune. Enseguida se llega a Las Peñas, 55 kilómetros al noroeste 
de la capital, con sus casas levantadas sobre enormes peñones de granito 
y su iglesia de San Rafael. En Aguas Blancas se visita la capilla de San Isidro 
Labrador ubicada a la vera del camino, aunque la verdadera razón de esta 
parada es observar un algarrobo de cerca de 300 años que crece a su lado. 
Manos artesanas 
Una singularidad de los pueblos de la costa es que sus casas están bastante 
separadas una de la otra y tienen a su alrededor mucho espacio verde y distintas 
clases de plantaciones. Prácticamente todas las familias fabrican dulces 
de varios tipos para consumo propio (muy pocos lo venden). También es 
común la preparación artesanal de vino patero de carácter 
dulzón, que no puede faltar en cada mesa a la hora de la comida. 
El pueblo de Pinchas –espino en quechua– es emblemático en 
este sentido. Las casas son en su mayoría quintas rodeadas de nogales, 
vides, olivares y varias clases de frutales. Estas quintas tienen una alta variedad 
de especies, pero sólo uno o dos árboles de cada una. El pueblo 
–como todos– es silencioso, tiene calles de tierra y casas de adobe, 
y habitan en él unos 350 habitantes. 
La casa que todo viajero visita en Pinchas es la de Doña Frescura, una 
tejedora de tapices criollos con antepasados indígenas. La señora 
Ramona Teodosia Millán de Frescura atiende a los visitantes y los invita 
a sentarse a charlar en su jardín, a la sombra de unos parrales. Allí 
cuenta que Millán era el nombre del encomendero que había recibido 
estas tierras en particular. El padre de Frescura era hijo de españoles 
y la madre era de origen indígena. Desde hace treinta y cuatro años 
Doña Frescura se dedica a tejer tapices con un bastidor de madera, un 
técnica milenaria de origen indígena. Se especializa en paisajes 
norteños y motivos de arte rupestre indígena como la serpiente 
bicéfala de la cultura Aguada (un tapiz de un metro por un metro cuesta 
$230 y uno más pequeño $70). Si bien es oriunda de la zona, Doña 
Frescura ha vivido en varios puntos del país y fue una de las fundadoras 
de la Feria Artesanal de Mataderos. Con sano orgullo nos muestra su casa de 
adobe mientras comenta que una vez fue invitada a Francia a exponer sus trabajos, 
y además se dio el gusto de ver a Pink Floyd en Venecia en 1995.
La otra especialidad de Doña Frescura es el dulce de membrillo. Produce 
4 mil kilos por año y también fabrica unos bocaditos dulces tan 
sabrosos que varias veces le han hecho pedidos para exportar, algo que no puede 
hacer ya que las técnicas artesanales no permiten la fabricación 
en serie. 
Aminga El paseo continúa rumbo al pueblo de 
Aminga. El camino pasa junto a una pequeña plantación de zapallos 
protegida por un “rastrojo”, una cerca típica de la zona 
que se construye con ramas espinosas acumuladas una sobre otra para evitar que 
entren las vacas y las cabras. Aminga es un pueblo levantado entre viñedos 
con antiguas casonas y quintas de naranjos donde cada 31 de diciembre se celebra 
el Festival del Tinkunako. En las afueras está la granja La Cecilia, 
cuyo tambo pertenece a Cecilia Bolocco. Más adelante están las 
plantaciones de tunas que la familia Menem exporta a Italia, y luego los viñedos 
del ex presidente solicitado por la Justicia. Por si alguna duda cabe, el próximo 
poblado es Anillaco, el único realmente distinto a todos los demás 
de La Costa, donde hay un lugar que justifica la visita: el negocio Dulces Regionales 
Anillaco. Ubicado sobre la calle Castro Barros, ofrece un sinfín de dulces 
de membrillo, durazno, higos, tomate, zapallo y damasco, alfajores de miel de 
caña, nueces confitadas y uvas en almíbar. Lo singular de este 
negocio es su mesa de degustación donde el visitante prueba de manera 
gratuita todos los productos en venta. Se puede comenzar por las aceitunas, 
las cebollitas en aceite o el ají picante en escabeche (huchuquita). 
Para beber se puede probar una copita de vino patero dulce o un licor. Entre 
las rarezas hay higos verdes en almíbar y patay (una harina hecha con 
la vaina del algarrobo). Los precios son bastante accesibles: $3 el vino patero, 
$5 la caja de bombones de nuez y $4 el medio kilo de dulce de leche. 
Dionisio y su 
castillo El último poblado del recorrido es Santa Vera 
Cruz. Está rodeado de nogales, álamos, pequeños arroyos, 
y por sobre todas las cosas, un profundo verdor que avanza por todos los recovecos. 
La razón principal para detenerse en Santa Vera Cruz es la visita al 
castillo sin dudas “encantado” de Dionisio Aizcorbe, un ermitaño 
octogenario que llegó a este paraje hace 25 años en busca de un 
poco de paz. Su cabellera blanca sobrepasa los hombros y una frondosa barba 
blanca se extiende hasta la altura del pecho. 
Dionisio habita en un castillo construido con cemento y piedra por él 
mismo al pie de los cerros. Es de forma rectangular y tiene unos cinco metros 
de altura. Se entra por un extraño portón de hierro cuyo arco 
superior reza: “Homenaje a Vincent Van Gogh”. Encima tiene unas 
aspas de molino similares a las que pintó el artista. De inmediato se 
desemboca en un pequeño jardín con imágenes budistas, y 
al frente está la representación del Via Crucis. Luego hay un 
pasadizo de columnas rematado en el techo por una escultura de un barco vikingo, 
que conduce hasta la entrada del castillo. Las salas interiores son espacios 
reducidos cuyas puertas y ventanas tienen formas asimétricas. 
Dionisio vive totalmente solo en los laberintos de su castillo, menos complejos 
que los de su mente. Frente a los visitantes –a los que suele recibir 
con el ceño fruncido– profetiza a los cuatro vientos que Cristo, 
Buda y Mahoma están reunidos en Marte planificando su regreso. Además 
le advierte al mundo que Bush está poseído por Lucifer. Dionisio 
no se caracteriza por ser una persona diplomática y su carácter 
es muy cambiante según cada visitante.
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