turismo

Domingo, 5 de septiembre de 2004

VIAJES LITERARIOS - HENRY MILLER EN GRECIA

La luz de los dioses

Después de una larga estadía en Grecia, el escritor estadounidense escribió El Coloso de Marusi, un excepcional diario sobre la experiencia de ese viaje. Publicado en 1941, el libro refleja la profunda exaltación que produjo en Henry Miller su encuentro con la mítica cultura de aquellos tiempos legendarios, cuando los hombres convivían con los dioses.

Por Leonardo Larini

En una de sus tantas tardes de tiempo libre en París, el escritor neoyorquino escuchaba embelesado los relatos de viajes de su joven amiga, quien ya le había detallado excitantes estadías en China y Africa. Pero al rato, cuando ella pasó a comentarle sus experiencias en Grecia, cayó presa de un éxtasis y una euforia más que desproporcionados. Debido a la minuciosidad y perfección de las descripciones tuvo la sensación de percibir ahí mismo –en su casa de la Villa Seurat– todo el esplendor de “ese mundo de luz que jamás había soñado con conocer”. Aquella charla fue el detonante final para que Henry Miller decidiera finalmente viajar al país desde el cual su amigo y también escritor Lawrence Durrell -instalado en Corfú– le enviaba extensas cartas en las que elogiaba con entusiasmo Trópico de Cáncer y Primavera Negra, primeras dos novelas de Miller publicadas en la capital francesa en 1934 y 1936, respectivamente. Cuando a comienzos de 1939 mantuvo aquel encuentro epifánico con su amiga, ya había aparecido también Trópico de Capricornio. En junio de ese año, y todavía cargando con la escandalosa repercusión que sus obras provocaban en los mundillos literarios de entonces, el escritor nacido en Manhattan abandona París, adonde no volverá hasta 1953. Después de recorrer diferentes lugares de Francia –Cannes, Cagnes-sur-Mer, Niza, Grasse–, el 14 de julio, finalmente, se embarca en Marsella rumbo a Grecia. Y a comienzos de agosto se encuentra con Durrell en Corfú.

Belleza y felicidad
“En Grecia se tiene la convicción de que el genio, y no la mediocridad, es la norma. Ningún país ha producido tantos genios como Grecia. En un solo siglo, esta minúscula nación le ha dado al mundo cerca de quinientos hombres geniales. El arte griego, que se remonta a cincuenta siglos, es eterno e incomparable. Y el paisaje de este territorio es el más maravilloso que pueda ofrecernos la Tierra. La imagen de Grecia, por descolorida que esté, continúa siendo el arquetipo del milagro forjado por el espíritu humano”, escribió Miller en su libro El Coloso de Marusi, uno de los mejores textos sobre la experiencia de un viaje a Grecia, publicado en 1941. Su primera escala fue en Atenas: “Es una ciudad de sobrecogedores efectos atmosféricos; no está empotrada en la tierra sino que flota en un constante cambio de luz y su pulso late con ritmo cromático. Atenas y Nueva York son dos urbes cargadas de electricidad, únicas en su tipo. Pero Atenas está impregnada de una realidad azulvioleta que nos envuelve en su caricia”.
Acostumbrado a caminar a lo largo y ancho de Nueva York o París, a veces por placer o por no tener ni una moneda en el bolsillo, Henry Miller recorre Atenas envuelto en un éxtasis que ni siquiera él mismo podía explicarse claramente. Disfruta tanto de la luz infinita de los horizontes como de la simpatía de sus habitantes, con muchos de los cuales trabará amistad hasta el final de sus días: “Por primera vez en mi vida he encontrado hombres como deberían ser los hombres, es decir abiertos, francos, naturales, espontáneos y generosos”. En Grecia, Miller encuentra la paz que había deseado al huir de Nueva York rumbo a París. Y si bien en París nace el escritor, en Grecia revive el ser humano. Su alma parece recobrar la inocencia perdida tempranamente en el distrito 14 de Brooklyn y la alegría y la felicidad tantas veces buscada en los eternos vagabundeos vacíos por el Greenwich Village durante su juventud o por Montmartre en sus primeros años parisinos, casi siempre acosado por la falta de dinero y la apatía. Tal es la dicha, que escribe: “Me incliné hacia atrás para mirar el cielo. Nunca había visto un cielo como ese. Me sentí completamente despegado de Europa. Había entrado como hombre libre en un nuevo reino; todo se conjuraba para que mi experiencia fuera única y fecunda y, por primera vez en mi vida, me sentía feliz con plena conciencia de mi felicidad. Es bueno ser feliz simplemente; es un poco mejor saber que se es feliz; pero comprender la felicidad y saber por qué y cómo, en qué sentido, a causa de qué sucesión de hechos o circunstanciasse ha logrado tal estado, y seguir siendo feliz –feliz de serlo y de saberlo–, eso está más allá de la felicidad, eso es la gloria”.

La cumbre mística
Miller permaneció en Grecia hasta fines de 1939. Durante su estadía recorrió infinidad de sitios –Hydra, Poros, Esparta, Micenas, Argos, Epidauro, Corinto, Nauplia– pero volviendo una y otra vez a Atenas. Cada día más deslumbrado, y habiendo descubierto un mundo absolutamente nuevo, disfrutaba de cada segundo con desmedida euforia. “Muchas mañanas caminaba hasta la Acrópolis y contemplaba su base. Otras transitaba por la Vía Sagrada como lo hacían los hombres antiguamente, dejándome inundar de luz, de esa luz que en este lugar adquiere una cualidad trascendental: no es solamente la luz mediterránea, es algo más, algo insondable, sagrado, que penetra directamente en el alma, abre las puertas y las ventanas del corazón y nos coloca en un estado de dicha absoluta.”
La exaltación del escritor parecía acentuarse a cada paso. Cuando llega a las ruinas de Delfos, le escribe a Anaïs Nin: “Ahora estoy en uno de los antiguos centros del mundo, el lugar en donde Apolo mantuvo su predominio durante más de mil años. Esta es la cumbre mística de Grecia. Es un sitio no terrenal, supremo; un escenario demasiado grandioso para los hombres comunes. El estadio donde se celebraban los grandes juegos está asentado sobre una pequeña meseta, casi en la cima de la montaña. Aquí realizaban las competiciones de carros, entre las nubes, por encima del Templo de Apolo. Todo está lleno de intensa y vibrante vida. Cuando alcanzó su esplendor, en este lugar predominaban los colores intensos: bronce, plata, oro. También el mármol fue pulido hasta obtener su más deslumbrante brillo. Era el gran tesoro de los dioses”.

Un largo adiós
El azul encantado del Mar Egeo, el aroma a olivos y limón de las callejuelas perdidas, la amabilidad y simpleza de los hombres y las mujeres, la permanencia de los dioses milenarios y la suavidad de las noches retenían a Henry Miller en Grecia. Pero la Segunda Guerra Mundial ya estaba en marcha y el escritor se vio obligado a regresar a los Estados Unidos.
Pocos días después de pasar la Navidad en Esparta, embarcó en el “Exochorda” rumbo a Boston. En los fragmentos finales de El Coloso de Marusi afirma: “La tierra griega se abrió ante mí como el Libro de la Revelación. Hasta no conocerla había caminado con los ojos vendados, con pasos inseguros y vacilantes; era orgulloso y arrogante, y estaba satisfecho de vivir la falsa y limitada vida del hombre ciudadano. La luz de Grecia abrió mis ojos, penetró en mis poros, dilató todo mi ser. Ningún conflicto bélico entre naciones puede turbar este equilibrio. Tal vez la misma Grecia se vea envuelta en este lío, como nosotros estamos a punto de estarlo, pero me niego categóricamente a convertirme en algo inferior a la condición de ciudadano del mundo que, de pie ante la tumba de Agamenón, me otorgué. Desde ese día, mi vida está dedicada al restablecimiento de la divinidad del hombre. ¡Paz para todos, y mejor vida!”

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“Muchas mañanas caminaba hasta la Acrópolis y contemplaba su base (...) dejándome inundar de luz.”
 
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