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Domingo, 10 de abril de 2005

SAN PETERSBURGO > INVIERNO Y VERANO EN LA "VENECIA DEL NORTE"

La capital literaria de Rusia

Con sus canales y sus palacios, San Petersburgo es la ciudad rusa más europea. También la más literaria: Pushkin, Tolstoi, Dostoievski o Nabokov la homenajean en sus obras. En verano, la estación de las noches blancas, e incluso en el crudo invierno de 25 grados bajo cero, la visitan en peregrinación artística miles de turistas cada año.

Por Ignacio Vidal-Folch *

El mes de junio es la estación de las noches blancas, esa temporada en que el sol apenas desciende por debajo el horizonte; el día es tan largo que la noche dura unas horas –”el transparente ocaso de tus noches de fulgor sin luna”, según El jinete de bronce, de Pushkin; es el monumento literario petersburgués por excelencia y hay versión española en Ediciones Hiperión–, y ni siquiera es una noche verdaderamente oscura. Para Dostoievski, las noches blancas eran un irritante, un excitante del espíritu, una invitación irresistible a la angustia y al insomnio. (...)

Largos días de verano

Hoy, las noches blancas son la puerta a la estación más propicia al turismo. La ciudad parece más abierta, menos imponente. El inmenso cielo, en el que se clavan las agujas doradas que rematan las torres de las basílicas, cobra una luz específica, con matices y fulguraciones azules, rosas y amarillas que en la tela de un acuarelista o en fotografía es cursi, pero in situ corta el aliento. Por los canales circulan los botes cargados de extranjeros, viva sugerencia de que hay otros sitios en el mundo donde la vida es fácil y tontorrona. Para ellos, en las plazas se instalan las orquestinas de músicos de fortuna. Los chicos se bañan en la playa de la isla de los Conejos, al pie de los muros imponentes de la formidable fortaleza. Otros toman el sol apoyados contra los kilométricos malecones de granito del Neva. La eminente Academia de Música prepara para esta época su programa de conciertos más especial. Durante el verano se celebran dos o tres festivales de cine, uno de ellos titulado “Mensaje para la humanidad”. En el famoso teatro Mariinsky, corazón cultural de la ciudad, se celebra el Festival de las Noches Blancas. En los alrededores de la ciudad, los palacios que antaño fueron de las familias de la nobleza también organizan sus programas veraniegos en los pequeños teatros y salas de concierto.

Los 4,5 millones de petersburgueses aprovechan cuanto pueden estas fechas privilegiadas, pues si la vida en general es dura en Rusia, encima el invierno aquí es extremadamente riguroso. Las muchachas, de belleza muy admirada por los forasteros, y de porte digno, fruto de años de escuela de ballet, lucen las piernas más largas del Hemisferio Norte. En septiembre, las microfaldas dan paso a esos abrigos paletó que cubren desde las orejas casi hasta los tobillos. En lo más crudo del invierno, las temperaturas bajan fácilmente hasta los 25 grados bajo cero. Al final de la jornada laboral, muchos empleados salen de las oficinas corriendo, no andando, hasta la boca del metro, del autobús, el trole o el tranvía –esta ciudad es horizontal y todo el mundo vive lejos de todas partes–. (...) Así pues, la gente más sensata va de la oficina a casa, y viceversa, deprisita, bien calada la gorra con orejeras o chapka, las botas y guantes forrados de lana, de manera que sólo asome la goteante nariz. Si ésta tiende a helarse hay que frotarla con nieve.

El arca rusa

Viajeros y observadores, literatos y redactores de guías han retratado la ciudad como un espacio irreal, artificial, abstracto, concebido menos para ser habitado que como un decorado fastuoso sobre el que representar el poderío de los zares y la riqueza de Rusia. Para esta tarea suntuaria y diplomática, la estación ideal es el invierno. En las fachadas de los colosales palacios que parecen flotar sobre el río alternan las columnas blancas con los paneles de color verde, amarillo, dorado, azul o granate, pigmentos que resplandecen alegremente como una franja encendida entre la nieve blanca y el cielo gris.

Especialmente los cinco palacios que conforman el complejo del Ermitage. Tiene mucho sentido que el cineasta Sokurov haya ambientado su celebrada película sobre el pasado ruso en 30 de las 300 salas del que fue Palacio de Invierno de los zares, y que ahora es uno de los dos o tres museos mejores que hay en el mundo, y tiene sentido que la haya titulado precisamente El arca rusa, pues es en esos palacios junto al río Neva donde se conservan, como especies protegidas en un arca, las coleccionesde arte y los recuerdos de las personalidades fastuosas a los que puso fin la revolución. Después llegó el diluvio interminable, sobre el que navega cabeceante el arca, llena de fantasmas y de cuadros venerables de agrietada tela: “Todo ese ayer ante el que hoy me inclino”. Así que el que rinde una visita breve a San Petersburgo no se rompe los cuernos decidiendo cuál es la primera visita a realizar. Se dirige al Ermitage y pasa el día entre sus colecciones, como otro personaje secundario de El arca rusa, de la que puede adquirir una copia en DVD en la tienda de souvenirs.

Lo que rodea al Ermitage, o sea, San Petersburgo y sus alrededores -Pushkin (antes Tsarskoie Selo), Pavlovsk, Petrodvorets (Peterhof), Lomonossov, Gatchina..., localidades situadas alrededor de la ciudad, en un radio de 40 kilómetros, crecidas en torno a palacios y residencias veraniegas que fueron propiedad de los zares y de sus familiares, entre bosques y lagos–, constituye una excepción en el mundo: lo habitual es que una ciudad se vaya levantando y transformando a base de sumar y restar, edificar y derribar, al albur de los estilos, el gusto y las modas de las sucesivas épocas. Esta, en cambio, es un producto armonioso, coherente y uniforme del siglo XVIII, gracias a los déspotas ilustrados que rigieron Rusia durante ese siglo: Pedro, Isabel, Catalina II y Alejandro I. Los palacios de la Nevski y de las orillas del Neva tienen una altura uniforme: las familias de la nobleza fueron obligadas a trasladarse allí desde Moscú y a construir sus mansiones según los criterios de los mejores arquitectos italianos e italianizantes y normativas estrictas.

La ciudad de Pedro el Grande

Su historia empieza hace trescientos años, en el año de 1703: el zar Pedro el Grande regresa de sus largos viajes de formación por Europa Occidental deslumbrado por su progreso técnico y por el dinamismo de sus ciudades, y decide erigir una nueva capital para su imperio; una capital moderna, de piedra, europea y cosmopolita; una nueva capital contra Moscú la medieval, oriental, tradicional y de madera. Eligió el peor asentamiento posible, en el golfo de Finlandia, en el delta del Neva, donde se producen las marismas más insalubres y propicias a las crecidas e inundaciones. Quiso que por la nueva ciudad se circulase por canales, como en Amsterdam, o como en la Venecia que había admirado en cuadros y estampas –pero sin percatarse de que en San Petersburgo estarían congelados e intransitables durante buena parte del año–. El despropósito, la machada, costó las vidas de albañiles, leñadores, picapedreros y transportistas; cuántos, no se sabe: unos cuantos, 100.000 o 300.000, según las diferentes versiones de una leyenda urbana que ve en San Petersburgo una ciudad impía y condenada, o la constatación del tiránico y piramidal orgullo de Pedro, modernizador de un pueblo al que despreciaba.

El primer edificio de la ciudad fue la fortaleza de Pedro y Pablo, y dentro de ella la basílica, que en sus volúmenes dieciochescos, en sus naves airosas e iluminadas, tan diferentes de las iglesias ortodoxas tradicionales, es una declaración de los principios europeístas del fundador. La basílica es también una necrópolis de alto standing: se pasea entre los sarcófagos de los sucesivos zares –dispersos por la nave, de mármol blanco, sin más adornos que las águilas bicéfalas en las esquinas-; en una capilla aparte se ha incorporado el modesto mausoleo que reúne las reliquias de Nicolás II, las de su familia y de sus criados, asesinados en 1917 en Ekaterimburgo, al otro lado de los Urales, y recientemente exhumadas.

Las calles están llenas de memoriales de la vida de autores como Pushkin, Gogol, Tolstoi, Dostoievski, Nabokov, y son escenario de sus novelas y poemas: ésta es la capital literaria de Rusia, que es como decir que es la capital literaria del mundo.

* El Semanal/EPS

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