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Domingo, 10 de diciembre de 2006

CHINA > LOS VIEJOS BARRIOS PEQUINESES

Nostalgias del Pekín antiguo

Recorrer un hutong equivale a internarse en uno de los tantos barrios añejos de Pekín que hace siete siglos surgieron como prolongaciones extramuros de la Ciudad Prohibida. A pasos de la ciudad hiperglobalizada, perduran sus casitas grises varias veces centenarias, formando laberintos de callejuelas donde no caben los autos.

 Por Julián Varsavsky

En China hay un millón de millonarios, se construye en este momento el edificio más alto del mundo, y el "tsunami" globalizador que llega desde Occidente avanza erigiendo McDonald’s y shopping centers que doblan en tamaño a sus prototipos de Miami. Nadie, sin embargo, en toda China se atreve a tocar un edificio milenario –las tradiciones siguen siendo sagradas para los chinos–, pero en cambio el repentino furor de la modernidad está avanzando sobre los viejos barrios de Pekín, que a pocos pasos de las hileras de rascacielos espejados son todavía una muestra increíblemente perfecta de la China del siglo XIX.

La razón por la que estos barrios llamados hutong todavía resisten es muy simple: la modernidad no puede avanzar por callejones estrechos, que funcionan como una muralla cultural separando dos mundos multifacéticos cada uno, que conviven en la gran ciudad. Para acabar con un hutong hay que hacerlo de repente y a gran escala, ampliando calles y tirando abajo casas de a centenares. Pero esto no significa que estén a salvo, sino todo lo contrario. Los edificios modernos avanzan, pero todavía un tercio de la ciudad está ocupado por los hutong, que como suele ocurrir con los barrios antiguos de todo el mundo venidos a menos, comienzan a reflotarse gracias al turismo. Su revalorización implica, por ejemplo, el surgimiento de hoteles bed and breakfast que cobran 50 dólares la habitación. E incluso algunas de las casas más espaciosas –reacondicionadas y con un patio en el centro– tienen un valor comercial de hasta 800.000 dólares.

POR DENTRO Todo viajero que llega a Pekín se reserva por lo menos una tarde para recorrer los hutongs que rodean la Ciudad Prohibida y la cercana Torre del Tambor. Allí, entre casas bajas y callejones a veces tan estrechos que sus dos paredes se pueden tocar con los brazos extendidos, se palpa el pulso real de una Pekín antigua –con su propio ritmo pueblerino–, a pocos metros de ese otro Pekín de muchedumbres infinitas, yuppies con autos de lujo y atascamientos de bicicletas en las grandes avenidas.

En este otro Pekín –toda ciudad es una y varias a la vez– en muchos casos el único vehículo que tiene espacio para pasar es una bicicleta, aunque por lo general el tránsito mayoritario es peatonal. Durante los paseos uno se siente observado –aquí lo exótico es, al menos por ahora, lo occidental–, mientras aparecen escenas tan extrañas como un grupo de ancianos que en vez de sacar a pasear al perro sacan a sus pajaritos enjaulados, transportándolos sobre un carrito impulsado con un piolín (en Pekín casi no se ven perros).

Las casas son muy pequeñas, con techos de tejas grises a dos aguas –algunas bastante pobres–, y proliferan los precarios restaurantes al paso donde lo recomendable es no probar nada. Entre los bocados más exóticos se pueden ver unas brochetes con escarabajos y otras con caballitos de mar ensartados.

Como en un juego de cajas chinas, a medida que uno se interna en un hutong va descubriendo las profundidades de un laberinto que parece no tener fin (y donde es muy fácil perderse). Las callecitas son cada vez más angostas a medida que se acerca el esquivo corazón del hutong. Entre las paredes grises se abren zaguanes con puertitas mínimas que dan a patios internos en los que se puede espiar la cotidianidad de los pequineses. En esos patios se cuelga la ropa recién lavada, a veces se cocina, se practica tai chi chuan y se ven patos desplumados colgando de un clavo en una pared para macerarse al sol antes de ser laqueados.

LOS ORIGENES Los hutong fueron surgiendo de la acumulación de unas viviendas tradicionales de Pekín llamadas sihayuan. Estas eran unas construcciones rectangulares con un patio en el centro, alrededor de las cuales se levantaban cuatro casas individuales. Surgieron en los alrededores de la Ciudad Prohibida en plena dinastía Yuan (1271-1368), aunque la mayoría de los hutong que sobreviven hoy datan de los siglos subsiguientes (dinastías Ming y Qing). De hecho, hay residentes que aseguran vivir en casas de 300 años que han pertenecido a una misma familia durante cuatro siglos.

Originalmente fueron barrios algo aristocráticos. En aquellos sihayuan a veces vivían generales y ministros de la corte que disfrutaban de complejos edilicios muy amplios de casas bajas que con el correr de los siglos se fueron subdividiendo entre varias familias. También había mercaderes y gente común, quienes tenían habitaciones más humildes.

Con el advenimiento de la República (1911-1948), los hutong se consolidaron como los barrios pobres de Pekín y fueron cayendo en franca decadencia. Con la llegada de la revolución las condiciones de vida mejoraron un poco, y en la actualidad muchos habitantes de los hutong han sido reubicados antes de que sus casas cayeran bajo las topadoras, algo a lo que la mayoría de la gente no se opone porque mejoran así sus condiciones de vida.

Los hutongs son entonces un simbolismo que refleja con claridad meridiana las contradicciones de la China actual, ese universo donde conviven una cultura milenaria con el vértigo de la vida on line y la inmediatez de la razón occidental. El universo antiguo resiste con firmeza indoblegable, y el otro avanza desbocado hacia esa muralla cultural. No es una puja entre capitalismo y comunismo –que en China coexisten entremezclados de una manera indefinible–, sino más bien el ya conocido y universal choque entre el campo y la ciudad. Esta es la clave del acertijo de un país eminentemente campesino –730 millones de chinos aún lo son–, que al mismo tiempo exhibe con orgullo a la ciudad de Shanghai, que según todos los pronósticos será en pocos años el principal centro financiero del capitalismo global. Así va cambiando un país donde la modernidad llega tan de repente que no da tiempo a que desaparezca el universo anterior. Y observar esa coexistencia es uno de los atractivos más fascinantes de Pekín.

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Un triciclo taxi es a veces el único vehículo que cabe en los callejones de un hutong.
 
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