turismo

Domingo, 11 de febrero de 2007

JUJUY > GIRA DE CARNAVAL

Fiesta en la Quebrada

En el mes del carnaval, la tranquilidad del pueblo jujeño se convierte en una de las fiestas más originales y animadas del continente, una oportunidad para recorrer toda la provincia –de San Salvador a Casabindo– y sentir una efervescencia que es la contracara del silencio puneño.

 Por Julián Varsavsky

En un patio de Humahuaca una ronda de veinte copleros gira lentamente al ritmo de la caja con los brazos entrelazados sobre los hombros. Son gente mayor que celebra el carnaval a la par de los jóvenes pero a su manera, cantando en tono monocorde la melodía penetrante de una vidala. Cada cual canta a su turno y los demás repiten a coro entablando diálogos en verso que lanzan propuestas amorosas “prohibidas”, arengas patrióticas, bienvenidas a los parientes... la mayoría de las veces con rima y doble sentido. Son las dos de la mañana y no hay forma de saber a qué hora de la tarde habrán comenzado a girar. Algunos ya han caído doblegados por la chicha y el cansancio, otros se han levantado, pero nunca la ronda se diluye a lo largo del día, con tres o cuatro personas garantizando esa marcha circular en tranquilo trance.

De San Salvador a Casabindo, Jujuy se transforma con el carnaval. El silencio y la reserva de los lugareños deja paso a una expansión de color y fiesta. Foto: Lucio Boschi

Una segunda imagen que se repite a lo largo de cada pueblo de la provincia –ganada por un paganismo absoluto durante el carnaval– es otra ronda de gente que no canta ni baila sino que se reúne alrededor de un hoyo en la tierra para alimentar a la Pachamama, agradeciéndole los frutos que brindó a lo largo del año que culmina.

El carnaval se celebra en casi todos los pueblos de la Quebrada y el más célebre es el de Humahuaca. Este año comenzará oficialmente el 17 de febrero con el “desentierro del carnaval” realizado por la comparsa más popular –la Juventud Alegre–, al que asisten unas 3000 personas. A las 19.30 se “desentierra” el pujllay, sepultado en la montaña el año anterior, y suenan tres estruendos que simbólicamente le abren las puertas al diablo para que salga a divertirse. De inmediato aparecen por todos lados los diablos y la comparsa desciende del cerro bailando en doble fila el carnavalito jujeño, al ritmo de una banda con saxo, trompeta, bombo y redoblante. Van con su emblema al frente, dando la “vuelta al mundo” (al pueblo) y se detienen en el patio de cada casa donde sean invitados a beber y bailar.

LOS DIABLOS Cada comparsa tiene entre 200 y 300 diablos. Visten con llamativos colores y usan una máscara con grandes ojos y un agujero en la boca para tomar chicha. Además portan cascabeles y hablan con voz aguda para que nadie los reconozca, perdiendo así la vergüenza. La desinhibición aflora gracias al anonimato y al alcohol, dando origen a las ya clásicas declaraciones amorosas de carnaval que, de otro modo, no pasarían el tamiz de la timidez innata de los collas. Alguien disfrazado de doctor se dedica a perseguir a los diablos con una gran jeringa y a su vez éstos acechan a las mujeres ataviadas de gitanas, con “diabólicas” intenciones. También se ven mujeres collas vistiendo su indumentaria tradicional (sombrero ovejón, coloridos pompones, una manta para sostener a la “guagüita” sobre la espalda y ojotas de cuero crudo).

En lugar de agua, aquí se tira talco –nunca en los ojos–, a tal punto que todas las prendas quedan blancas. La mayoría de la gente porta sobre el sombrero o en las solapas alguna ramita de albahaca (se la considera afrodisíaca), cuya fragancia es el perfume del carnaval. Las bandas de sikuris –una clase de aerófonos– andan a la deriva por las calles empedradas.

En la noche se arman peñas folklóricas en bares tradicionales como el de Fortunato Ramos y cada comparsa converge en su propio “fortín”, donde hacen una fiesta con grupos en vivo hasta las 6 de la mañana (se cobra una entrada muy barata). El domingo 6, alrededor de las 11 de la mañana, se reanuda la celebración con la misma rutina: un almuerzo comunitario de la comparsa y nuevamente desfiles callejeros sin rumbo fijo hasta que por la noche regresan al “fortín” y nuevamente hay fiesta hasta las 6 de la mañana.

El verano y el carnaval son una estupenda oportunidad para ver algunos de los paisajes naturales y humanos más especiales. Foto: Lucio Boschi

EL ENTIERRO El Domingo de Carnaval, después de 9 días de bailar, tomar y comer a destajo, la fiesta concluye con el entierro del carnaval. Cada comparsa se dirige a su mojón en la falda de los cerros, al compás del carnavalito, con el pujllay colgando de un palo. Cuando oscurece la música cesa y los diablos comienzan a llorar a lágrima suelta porque se les está acabando el tiempo de vida (las lágrimas detrás de las máscaras delatan que la cosa no es teatro). El ritual del entierro es exclusivo de los diablos (la gente observa a unos 10 metros de distancia). En medio de la oscuridad se enciende una gran fogata junto a la “apacheta” y el pujllay es enterrado. En ciertos casos al diablito lo cargan de explosivos y estalla por los aires.

Un gran estruendo es la señal de que el fin del carnaval ha llegado. Se tapa con tierra el hoyo a través del cual el pujllay regresó al centro de la tierra y los diablos se sacuden todo el talco y el papel picado, ya que no deben quedar restos del carnaval. Allí mismo se quitan los trajes y aquellos que tienen tres años de antigüedad son lanzados al fuego.

ARQUEOLOGIA EN TILCARA El carnaval de Humahuaca, como toda fiesta popular de varios días, es extenuante y abrumador. Cuando la necesidad de fiesta esté saciada y surja el deseo contrario, se puede bajar unos kilómetros hacia el sur de la quebrada por la Ruta Nacional 9 hasta el pueblo de Tilcara.

A un kilómetro del pueblo, en las alturas de un cerro, se erigen los restos del Pucará de Tilcara, un asentamiento fortificado de antigüedad casi milenaria descubierto en 1908 por Juan Ambrosetti. En 1948 fue restaurado parcialmente.

Ingresar en los recintos cuadrangulares de este laberinto de muros y casas de piedra inspira un silencio reverencial. Este poblado fortificado medía 17.000 hectáreas, y vivían en él unas dos mil personas. Algunas casas están reconstruidas y se ingresa en ellas por entradas tan bajas que uno se tiene que agachar un poco. En su interior hay esculturas actuales que reproducen a indígenas omaguacas de tamaño natural inmersos en sus quehaceres domésticos. Uno podría pasarse horas recorriendo los recovecos del Pucará o caminando entre los cardones con el pasto hasta las rodillas, sobre grandes piedras milenarias que alguna vez sostuvieron los muros de una infranqueable fortaleza.

CERRO COLORIDO El viaje por la quebrada sigue hacia el sur hasta el pueblito de Purmamarca. Tras una hilera de álamos al costado de la Ruta 52 se vislumbra un arcoiris de piedra, una montaña con franjas horizontales de más de siete colores: rojo arcilla, violeta, rosa, verde claro, turquesa, amarillo, azufre, naranja, celeste, blanco, gris...

Los cerros jujeños deslumbran no sólo por su belleza sino también por la originalidad de sus colores, que hacen a estos paisajes únicos en el mundo. En semejante contexto yace el poblado de Purmamarca, al pie del escarpado Cerro de los Siete Colores. Sus callecitas de tierra suben a la montaña y las casas de adobe parecen brotar de la tierra. A simple vista pareciera que el tiempo no rozara este pueblo fundado en 1594. Unas veinte manzanas se arremolinan alrededor de una iglesia con techo de madera de cardón construida en 1648. Del interior de un negocio fluye la aguda melodía de una baguala, ese canto anónimo de los valles inspirado en la pura soledad. En lo alto del cerro, un cementerio de altura le otorga trascendencia a cada sosegado paso de los habitantes del pueblo, en su mayoría gente mayor.

Junto a la plaza de Purmamarca hay un algarrobo de mil años bajo el cual el cacique Diego Viltipoco y otros jefes indios se habrían conjurado para resistir al español, conformando un ejército guerrero. Una de las estrategias urdidas por el cacique fue simular una conversión al cristianismo para acercarse al enemigo y estudiarlo antes de atacar. Y fue también allí, bajo el árbol, que Viltipoco fue sorprendido mientras dormía, víctima de una traición. Así lo recuerda una placa al costado del tronco.

MUNDO BLANCO Desde Purmamarca se visita un lugar digno de otro planeta. Tras la huella de la camioneta van quedado pueblitos con cinco casas y una iglesia donde se termina el mundo y los últimos restos de vegetación arbustiva. De pronto, tras la Cuesta de Lipán, la Puna Sur se extiende sobre una planicie desértica totalmente blanca que se pierde en el infinito.

En las Salinas Grandes, a 3500 metros sobre el nivel del mar, no hay un solo arbusto ni una rama seca: solamente se vislumbra un suelo liso con resquebrajamientos en forma de pentágono de un metro por lado que se reproducen con la exactitud matemática de una telaraña. La única excepción son unas misteriosas pirámides de sal acumuladas por los trabajadores ausentes de la salina, que brillan con el sol. Y difícilmente otro paisaje pueda transmitir mejor la idea de la nada absoluta, la dolorosa belleza del reino de la soledad.

CAMINO A CASABINDO Al norte de la Quebrada de Humahuaca, tras las sinuosas curvas de Azul Pampa, aparecen esos pueblitos puneños extraviados en medio de la nada, sumidos en un absoluto silencio. A la vera del camino se extienden vastas llanuras de pastos ralos y amarillentos con un fondo de cordones montañosos. Los caseríos, acaso resguardándose de los profanadores del silencio, están a 200 metros de la ruta. Son apenas cuatro casas de adobe con techo de paja, de aspecto abandonado, por lo general frente a una capilla también de adobe. Unos llamativos corrales con paredes de piedra sobre piedra (pircas al estilo incaico) forman cuadrículas en medio la inmensidad arenosa, donde cada tanto aparece algún pastor de poncho rojo y sombrero ovejón, arreando un tropel de llamas. Son las tierras del antiguo Kollasuyo –siguiendo el Camino del Inca–, antigua región sureña del imperio incaico, aun hoy habitada por el pueblo kolla.

Casabindo es uno de esos pueblitos dolorosos extraviados en el silencio de la Puna. Inesperadamente se cruzan en el camino al pueblo tropillas de llamas blancas y marrones que levantan la cabeza con asombro otorgándole al paisaje una inusitada vida. En la lejanía aparece la imagen borrosa de las torres blancas de la iglesia de Casabindo, conocida como “La Catedral de la Puna”, que a simple vista luce desproporcionada para los 500 habitantes de este pueblo sin sombra, por la falta de árboles. En el pueblo las casas de adobe están un poco desperdigadas y por sus calles de tierra y arena casi nunca transitan autos.

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