VERANO12 • SUBNOTA
› Por Benito Lynch
La noche comienza a invadir el campo, aquella desolación de “campo bruto”, lleno de pajonales y de juncos y en donde apenas se diseñan los fundamentos de una estancia nueva.
En el patio del largo rancho sombrío, con los caballos del cabestro, el patrón y el chasqui(1) que acaba de traerle el telegrama desde “punta de rieles”; tan sólo aguardan para emprender su largo y precipitado viaje que un muchacho, cuyos gritos agudos llegan de las profundidades invisibles del bajo, eche la manada en el corral, para tomar cierto famoso gateado negro, que hay que llevar de tiro.
El patrón está palidísimo y es tal su impaciencia que no puede quedarse quieto junto al caballo, y que la inhabilidad del pioncito, a quien a cada instante se le disparan y desparraman las yeguas, le hace prorrumpir en sordas exclamaciones de ira.
En un momento dado, en que parece por fin que la manada “puntea” hacia las casas, el patrón vuelve a sacar de su bolsillo el telegrama para releerlo una vez más, como si esperara que pudiese caber algún error, en la cruel concisión de sus cuatro palabras: “Tu chico, pulmonía doble. Vente”... Y la firma de Tomás, su cuñado...
Porque hay que saber que el patrón, casado hace apenas dos años, tiene un hijo único, de catorce meses; que “punta de rieles” está a treinta leguas de galope y la ciudad a unas sesenta de ferrocarril...
–¡La gran perra!
Y es que de la misma puerta del corral, y por causa sin duda de un padrillo que “anda loqueando”, la manada ha vuelto a disparársele al muchachito y allá va por el campo, con sordo tabletear de trueno...
El patrón, con su caballo lanzado en toda la furia, pasa junto al pioncito como un bólido, y sin reparar en cuevas, ni charcos, y atropellando ciego las cortaderas(2) y los juncos, consigue en seguida dar vuelta a la manada y enderezarla como un ventarrón hacia las casas: “¡Yegua dentro!... ¡Dentro yegua!”... y unos silbidos estridentes que hacen estremecer a los animales y amusgar sus orejas: y es en el momento mismo en que los punteros pisan ya la playa del corral, que el patrón, al hacer una última atropellada al padrillo mañero que perturba, siente de pronto que con la violencia de un estallido, una intensa fulguración de llamarada y el más atroz de los dolores, algo agudísimo acaba de penetrarle por un ojo, hasta el cerebro, hasta la médula, hasta las últimas ramificaciones de su sensibilidad...
Y al mozo, después de sujetar como puede el caballo excitado, que resbala entre el barro del juncal, no le bastan las dos manos para cubrirse la cara en un movimiento instintivo de protección contra aquel dolor nunca sentido, contra aquel dolor infinito, que entrecruza relámpagos de fuego y de sangre en la negrura absoluta de su yo interno.
–Me he vaciado un ojo... ¡La gran...!
Y tan lo cree así, que después de pasarse dos dedos exploradores por el párpado se los mira, esperando hallar en ellos los rastros viscosos del humor vítreo y, en seguida, cubriendo el ojo herido con la diestra, se dirige hacia el rancho a gran galope.
–¡Caray!... Me he lastimado un ojo, corriendo entre los juncos –confía al chasqui, el único que está allí, en el patio oscuro, al lado de los caballos; pero ante el “¡Ah, ah!”... filosófico del hombre, el patrón grita, casi colérico, a tiempo que desmonta:
–¡Che, Lauro!... ¡A ver!... ¡Vení!...
A su llamado, un gaucho barbudo y melenudo, un gaucho de aspecto siniestro, sale del interior del rancho oscuro, lento y vacilante como una alimaña chúcara:(3)
–¿Mande?
–¡Che!... ¡M’e lastimao un ojo, corriendo!...
–¡Ah, ah!...
–Sí, me parece que me he clavado una espina...
–¡Ah, ah!... ¿Algún hunco, quizá?...
–¡No sé!... Pero me duele como un diablo... ¡A ver, tomá!... Encendé un fósforo y mirame...
Y mientras el gaucho, con torpes dedos, se dispone a dar lumbre, el patrón agrega con un gemido de dolor:
–¡La gran perra! No puedo abrirlo, ¡me parece como que lo tuviera reventado!...
–¡Ah, ah!...
Y el gaucho nervioso, después de malograr dos o tres fósforos, porque la brisa los apaga como de un manotazo, apenas encendidos invita al patrón a cambiar de sitio:
–Vea: vamos p’adentro, al reparo, será mejor...
–¡Vamos! –contesta aquél, y los dos hombres penetran en el rancho, sin más luz que aquella mortecina que proyectan las brasas del fogón. Al principio a nada práctico se arriba; primero, porque el patrón no puede materialmente abrir los párpados, espasmódicamente contraídos por el dolor, y después, porque aunque el gaucho los separa con sus rudos dedazos, nada descubre en realidad, ni a la llama de los fósforos, ni a la de una vela que encienden en seguida, para sustituirlos.
–¿Sabe que yo no veo nada?... Un poco colorao no más.
–Pero... ¡cómo no! –replica el patrón taconeando el suelo–. ¡Si me pincha como un diablo; si siento que tengo una cosa clavada!... ¡A ver!... ¡Fijate bien, hombre!...
El gaucho se restriega los dedos en el chiripá:
–¡Caray!... Yo no sé... ¡A ver!... Tese quieto... No haga juerza... ¡A ver, a ver!... ¡Ah, ah!...
–¿Qué?
–¿Sabe que vide como un puntito negro, me parece?
–¿Sí, che?... ¡A ver!... Fijate otra vez...
–¡No haga juerza, no haga juerza!... ¡Ah, ah!... ¡Vea! ¡Patente, tiene clavada la espina en el blanco el ojo, contrita el negro!...
El patrón menea la cabeza:
–¡No ves!... –y añade en seguida ejecutivo–: ¡Bueno!... ¡A ver si me la sacás, pues!...
El gaucho, cohibido, se retrae como un caracol en su concha:
–¿Yo?... ¡De ande!... ¿Con qué he de sacarla, si a gatas se le ve el cabito?
Entonces transcurren algunos segundos de un silencio casi trágico. El mozo, sintiendo repercutir dolorosamente, en su ojo herido, el acelerado latir de sus arterias y midiendo con espanto su situación de desamparo infinito, y el gaucho, mirándole de reojo y tan preocupado, que no advierte que el sebo de la vela mal tenida gotea sobre sus alpargatas en rápida sucesión de luminosas esferillas. Al fin se atreve a preguntar sordamente:
–¿Y ahura, qué v’hacer?
El patrón, al oírle y sin dejar de cubrirse los ojos con la mano, se alza de hombros:
–¡Y qué voy a hacer!... Si tuviera un espejo... Pero... ¡qué va a tener uno en esta desolación de miércoles!...
Y tras un nuevo silencio, el mozo añade con energía, quitándose el pañuelo que lleva al cuello para vendarse con él el ojo lesionado:
–¡Bueno! ¡Andá, fijate a ver si el muchacho ése, ha agarrado el caballo y que le ponga el bozal del oscuro para llevarlo de tiro!
El gaucho, oyendo la orden, da un paso como para comenzar a ejecutarla, pero en seguida se detiene:
–¡Oiga!...
El patrón, que sufriendo atrozmente trata de anudarse detrás de la cabeza el blanco pañuelo, vuelve la cara:
–¿Eh?... ¿Qué querés?...
–Pero... ¿se va a dir ansí?
–¿Cómo así?
–¿Ansí lastimao?
–¡Y qué voy a hacerle!... ¿No sabés que tengo a mi hijo enfermo?
Y lo dice en un tono que el peón, a pesar de sus deseos, no se atreve a insistir...
Cuando a mitad de su viaje, y a punto ya de ponerse la luna que les ha acompañado hasta entonces, los dos hombres se detienen para mudar caballo a un lado del camino, tanto lleva sufrido ya el patrón, moral y físicamente, que al desmontar tiene que hacer un verdadero esfuerzo de voluntad para no dejarse caer de bruces sobre el pasto. Por suerte, el chasqui, hombre de pocas palabras y que debe tener –pese su taimado aspecto– el corazón tan blando, como tiene de recias las asentaderas para aguantarse así la bárbara jornada que está realizando, se comide a desensillarle el caballo:
–¡Deje!... Yo viá mudar por los dos...
–¡No, hijo!... ¡No faltaba más!...
–¡Deje, deje!... Usté viene enfermo...
Y en seguida, y mientras quita el apero(4) al animal resollante y cabizbajo para pasarlo al otro de reserva, todavía aconseja al patrón con su voz apagada y como si continuara cierta conversación fugaz que mantuvieron seis horas antes:
–También saben decir que el barro con orín de caballo alivea muy mucho...
Como es de suponer, el patrón tiene un gesto resignado, y después vuelve a hacerse entre ambos el silencio, uno de esos largos silencios de los que tienen poco que decir y mucho que hacer por delante, y mientras el gaucho, con lentos y precisos movimientos, cambia el recado de su moro soberbio a su no menos soberbio picaso-tero(5), el patrón, sentado en un matorral, aguarda rumiando sus dos grandes dolores, aquel de la espina de junco clavada en el ojo como un hierro ardiente y aquel otro de la enfermedad de su hijo, hundido en el corazón como una daga.
¡Qué pecado habrá cometido él, para merecer semejante castigo!... Porque, a la verdad, que ni inventándola se podría crear a un hombre una situación más desdichada: el chico enfermo y él con el ojo así... sin un ojo, mejor dicho, porque es indudable que perderá el ojo y se quedará tuerto, tuerto... ¡Bueno!... Pero eso es otra cosa; eso está allá, más lejos... Lo que está allí, a la sazón, es lo de la enfermedad del nene... “Pulmonía doble”, dicen... ¡Ah, ah!... Eso es algo muy serio. El siempre oyó hablar de pulmonía doble, como de una cosa muy grave, y por algo lo han puesto en el telegrama... “¡Pulmonía doble!”... ¿Y si se muriese?... ¡No, qué barbaridad!... Eso es tan brutal, tan atroz, tan repugnante que no se debe ni se puede pensar... ¡No!... El nene se curará... ¡Mirá ella, tan luego!... ¡Ella!... ¡Cómo estará la pobre, tan asustadiza como es!... “¡Oy!... ¡Tosió!... ¿Oíste cómo tosió?”... Bueno, pero no está sola. Tomasito la ayudará... “Pulmonía doble. Vente”... ¿Por qué “vente”?... ¡Ah, ah!... ¡Eso es lo grave, ésa es la verdad, la bárbara verdad!... El nene tiene pulmonía doble y, por lo tanto, puede morirse... ¡Morirse!... ¡Ah, ah!... ¿Y qué hace él sin hijo?... Puede matarse, pegarse un tiro... Sí, pero... ¿y Ella?... ¡Qué horror!... ¡Bueno, no hay que pensar!... ¿Por qué no ha de sanarse el nene?... El médico, todo el mundo, dice que es más fuerte, más lindo... “¡Papá abechito!”... El salía ya con la valija y el nene, mandado sin duda por Ella, lo detuvo una vez más en el pasillo, tendiéndole los bracitos: “¡Papá abechito!... ¡Papá abechito!”... ¡Qué cosa, parece mentira, parece un sueño!... ¡Aquel nene, aquel su hijo, es este mismo que está ahora allá, tendido en su camita y rojo de fiebre!... “Pulmonía doble. Vente”... “¡Papá abechito!”... ¿No había algo de presagio aciago, algo de amargura de llanto, en aquel último “abechito” del nene?... ¡No!... ¡Sí!... ¡Seguramente!... ¡La gran perra!... ¡Pobrecito!... ¿Por qué no se quedaría él, el imbécil un minuto más, para besarlo mucho, para besarlo...
–Güeno, yo ya estoy...
–¿Eh?... ¡Ah!... ¡Vamos!...
Y ante el aviso del chasqui, que éste acentúa con una sonora palmada sobre el duro recado de su gran picaso, que en la alta noche hace sonar como una matraca la coscoja(6) del freno, el patrón, con las piernas entumecidas y la espalda agobiada como un viejecito, toma su caballo y monta en él con un gemido de esfuerzo:
–¡Vamos!...
–¡Espere!... Agarre el cabestro(7) ‘e mi moro y deme el del escuro, que si es mañerazo como el otro lo va a dir fastidiando...
–Bueno...
Y ese rumor característico, que forman al unirse el trote de los caballos de tiro y el galope de los montados vuelve a alzarse, acompasado y monótono, en la desolada inmensidad de los campos...
A las seis de la mañana, bajo un cielo gris y una fina llovizna, el patrón mohíno y con sus caballos trasijados(8), entra por fin en el patio de la fonda de El Trueno. Enfrente, calle por medio y ante la estación desierta, maniobra con gran ruido la locomotora del tren que acaba de llegar de adentro y que una hora más tarde lo arrastrará de nuevo de regreso.
Bajo aquel cielo hosco y aquella “garúa” inesperada, todo tiene para el patrón el mismo tinte sombrío de su espíritu, el mismo mísero aspecto de su desdicha moral y física.
Por eso, sin duda, apenas desmonta, lo primero que hace es enojarse con el peón del fondero, que no acude pronto a atenderle, muy ocupado en tirar de las varas de un sulky, tan embarrado como sus alpargatas y cuanto hay allí, en el patio.
–¡Eh!... ¡Bobeta!... ¿Vas a venir?...
–¡Güen día!...
–¡Tomá los caballos, pues!...
Y cuando el patrón va a preguntar al muchacho por el dueño de la fonda, éste, muy colorado y jovial, hace su aparición en el patio.
–¡Oh!... Bon día, dun Cuan... ¿Cóme va?
–Buen día, patrón... Dígame: ¿No ha llegado algún telegrama para mí?
–¿Telégrama?... ¿Io no lo mandó quelo que vino, cul chasque?
–Sí, sí... pero... Yo digo otro, ¿algún otro?
–No, dun Cuan...
El patrón se pasa dos dedos por los párpados de su ojo sano:
–¡Caray!... ¿Sabe?... Tengo a mi hijito muy enfermo...
–¡Ah!... ¡Porca miseria!... –comenta el hombre compasivo, meneando la cabeza, y añade, tras unos segundos de reflexión–: ¿Quiere que le mande a lo mochacho in la estación?
–Bueno; si me hace el favor...
–¡Insiguida, dun Cuan! –y el vigoroso fondero al punto grita al peón con su voz estentórea:
–¡Eh!... ¡Porca miseria!... ¡Deca quelo lí, que lo facho io, e vacha insiguida en la estación para vere si ne gay uno telegrama aquí, para dun Cuan!... –Y mientras sale el muchacho desganadamente añade el fondero, señalando la venda que cubre el ojo herido del patrón, como si recién reparara en ella–: ¡Oh!... ¿Ma cosa gue, dun Cuan?...
–¡Déjeme! –contesta el patrón con desaliento–. ¡Me he lastimado un ojo al salir de la estancia!...
–¡Ah!... ¡Porca miseria!...
–¡Sí, una espina o no sé qué, que me hace sufrir como un bárbaro!... –Y el patrón agrega con voz dolorida–: Me va a mirar ahora un poco, porque ni espejo he tenido para hacerlo...
–Se ne gay a la pieza –se apresura a informar el hombre–. ¡Se ne gay uno macanuto a lo ropiero, dun Cuan!
–¡Ah, muy bien! –Y a punto en que echa a andar, nerviosamente, el patrón recomienda al fondero–: ¡Hágame llevar agua para lavarme un poco y que me preparen un jarro de café, bien caliente!...
–¡E come no, dun Cuan!... ¡Insiguida!...
Por espacio de más de un cuarto de hora, y entre lágrimas y horribles punzadas, el patrón, provisto de unas pinzas ha estado martirizando su ojo herido ante el espejo del ropero, que a cada instante empañaba su aliento y que, para ser menos práctico y más antipático, está decorado con una orla pretenciosa de florecillas pintadas al óleo; pero todo su empeño ha sido inútil: el patrón, no ha hecho sino comprobar que, como dijo el gaucho, allá, en La Estancia, tiene una espina clavada en la esclerótica –cosa de una línea por debajo del iris–, una espina que se destaca como un punto negro, sobre el blanco estriado de sangre, y que al menor movimiento de los párpados le causa atroces dolores...
Por eso es que, después de haber vuelto a vendarse del mejor modo que le ha sido posible, se ha sentado al borde de la cama que hay en el modesto cuartito mercenario, y allí, con la cabeza entre las manos y temblando de excitación y de frío, hila dolorosamente las más desalentadoras reflexiones:
“¡Las cosas que podrán haber ocurrido, cuando él llegue a su casa; para peor, así, enfermo, reventado, hecho una calamidad!”... Al mozo le parece que hiciera un año que salió de La Estancia y otro año lo que tarda el fondero en traerle ese jarro de café que le pidió para confortarse...; y en esto está cuando la voz vibrante del hombre, que se alza en el patio reprendiendo rudamente a alguno, le arranca a su amodorramiento y le hace incorporarse nervioso, a punto que una mano ruda sacude la puerta de la habitación, entornada y sujeta por la cadenilla.
–¿Eh?... ¿Qué hay?
–¡Uno telégrama!... ¡Uno telégrama, dun Cuan!...
–¡Ah!... ¡Bueno!...
Y el patrón, de un salto, se apodera del largo sobre rojizo que la mano velluda le alarga por la rendija, y a tiempo que lo desgarra con dedos temblorosos vuelve a oír la voz resonante del fondero, que se aleja gritando, irritado, a alguno de los servidores: “¡Quelo li no!... ¡Anemale!... ¡Quelo lá!... ¡Porca miseria!”...
El patrón, muy pálido, da un paso atrás, como para alejarse de aquellos gritos brutales, y a dos manos acerca el telegrama a su ojo válido:
“Puedes quedarte. Según médico, chico fuera peligro”... Expresa el telegrama en azules y firmes caracteres, y el patrón, después de leerlo diez veces en diez segundos, se queda por un momento cabizbajo e inmóvil, hasta que de pronto, y sintiendo que en virtud de una de esas reacciones tan comunes de los nervios va a llorar, tiene que llorar, puesto que no le es posible contener más aquella enorme oleada de llanto que le sube del corazón a la garganta, avanza hacia el ropero y, apoyando un antebrazo en aquella misma luna de espejo de las pintadas florecillas, solloza, como una mujer o como un niño, solloza convulsivamente sacudiendo los hombros y vertiendo lágrimas a raudales, hasta empapar en ellas el blanco pañuelo que le sirve de venda...
...Después, y cuando se quita ante el espejo aquel pañuelo mojado, el patrón comprueba con asombro que no solamente ha desaparecido el dolor de su ojo herido, sino que también aquel puntillo oscuro y siniestro, que era la espina de junco, enclavada en la albura de la córnea opaca...
Notas
(1) Chasqui: Chasque. Palabra de origen quichua, equivalente a correo
(2) Cortaderas: Paja silvestre que crece en los bañados. Tiene aplicación industrial y medicinal.
(3) Chúcara: Arisca.
(4) Apero: Recado de montar.
(5) Picaso-tero: Picazotero. Según Solanet: picazo-overo. Pelaje oscuro de yeguarizo, con manchas.
(6) Coscoja: Argolla del freno.
(7) Cabestro: Pieza de cuero para sujetar a los animales ariscos.
(8) Trasijado: Cansado, sudado.
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