Sáb 07.02.2004

VIDEOS

En “Hollywood departamento de homicidios”, el negocio es otro

Harrison Ford compone un curioso detective de policía, a la vez agente inmobiliario, capaz de vender una casa durante un tiroteo.

› Por Horacio Bernades

En Hollywood, hasta los policías quieren ser actores. Eso dice, al menos, Hollywood Homicide, que en Estados Unidos se estrenó a mediados del año pasado y aquí el sello LK-Tel editará en los próximos días en video, con el título Hollywood: Departamento de Homicidios. No es que le faltara “chapa” a la película para estrenarse en cines, empezando por uno de sus protagonistas, que no es otro que Harrison Ford. A su lado aparece Josh Hartnett, buenmozote muy hot en Hollywood por estos días, a quien se vio anteriormente en Pearl Harbor y La caída del Halcón Negro. En el elenco fungen, junto al ex cantante country Dwight Yoakam, las sexies veteranas Lena Olin y Lolita Davidovich, y hasta se incluyen cameos del legendario soulero Smokey Robinson, de Lou Diamond Philips y el no menos legendario Eric Idle, uno de los Monty Python. El director tampoco es un desconocido: se trata de Ron Shelton, que con películas como La bella y el campeón, Los blancos no saben meterla y Cobb supo exhibir una ligera pero muy marcada personalidad cinematográfica. Aunque es verdad que, en la Argentina, Shelton es ya todo un clásico del directo a video: las dos últimas películas mencionadas también se conocieron aquí por esa vía.
Basculando entre el policial y la comedia, Hollywood: Departamento de Homicidios presenta a Harrison Ford como el detective Joe Gavilan, cuya veteranía y cansancio parecerían una reflexión de las del propio actor. Típicamente hastiado y escéptico (aunque no por ello menos profesional), Gavilan aporta una faceta inédita al mito del policía cinematográfico, ya que tiene un segundo trabajo muy poco frecuente entre sus colegas: es agente inmobiliario. Como se trata de un policía de ficción, ante el escaso sueldo puede permitirse esta salida, bastante más inocente que el oficio de chorro o secuestrador que sus pares del sur suelen elegir como segunda ocupación. Inscribiéndose decididamente dentro del subgénero de buddy movies (películas en las que dos opuestos se ven obligados a asociarse) que ya había cultivado en La bella y el campeón y Los blancos no saben meterla; Shelton pone, al lado del veterano profesional, un chico que, antes que policía, quiere ser actor. Se trata de K.C. Calden (Hartnett), que todas las tardes, después de perseguir delincuentes y agarrarse a tiros, toma clases de arte dramático e imparte cursos de yoga. No es ningún zonzo: estos últimos le permiten conseguir alumnitas muy bien dispuestas.
Lo de Gavilan es más divertido, ya que no espera a terminar sus tareas diarias para dedicarse al negocio de compra y venta de casas. Basta que un sospechoso mencione que necesita mudarse para que Joe le tienda su tarjeta, así como en otras ocasiones se equivoca y se la deja al “malo” de la película. El colmo es cuando, en medio de la tradicional persecución automovilística del final, atiende el celular y, entre tiros y barquinazos, intenta cerrar una operación multimillonaria. Autor del guión, para cumplir con las rutinas del policial, Shelton se limita a alinear un cliché detrás de otro (el joven policía que quiere vengar la muerte de su padre, las oposiciones entre ambos compañeros de tareas, la presencia de un corrupto dentro de la fuerza, la propia investigación de un crimen múltiple) y se muestra tan poco interesado en ello que ni siquiera se ocupa de construir un villano que tenga una mínima dimensión dramática.
A cambio de esa circulación en piloto automático, Shelton logra imponer, a fuerza de digresiones cómicas, el mismo aire despreocupado e irresponsable que volvía sumamente disfrutables a sus mejores películas (sobre todo Los blancos no saben meterla, que es la mejor). Si de despreocupación se trata –y también de cansancio, hastío y un escepticismo tirando a comodón–, Shelton cuenta con un aliado perfecto en Mr. Ford, a quien los años no le sientan nada mal. Como bien lo señala su apellido y a pesar de que muchos lo consideren un actor limitado, Harrison es todo un clásico americano, y por mérito propio. En el que es su gesto más reconocible –cierta semisonrisa que se convierte en rictus, torciéndose hacia un costado y entrecerrándole los ojitos–, el actor de Indiana Jones es capaz de expresar, con total economía, simpatía y elocuencia, una forma particular de desencanto, que se caracteriza por un matiz de pragmática ironía. En eso y no otra cosa consiste un clásico: en decir lo máximo con lo mínimo, dando la sensación de que eso no es actuar.

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