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Los docentes de la escuela 57 de San Francisco Solano crearon un sistema
en que bloques y niveles reemplazan a los grados.

La escuela sin grados

Para evitar la deserción, en una escuela de San Francisco Solano, en la que apenas el 30 por ciento de los padres de los 1200 alumnos tiene empleo fijo, los chicos avanzan a su propio ritmo. La idea fue de un grupo de docentes que decidieron enfrentar la adversidad escolar y social con un proyecto que está teniendo éxito.

Por Andrea Ferrari

En la escuela 57 de San Francisco Solano el tiempo no corre igual para todos. Allí cada chico avanza en un tiempo propio. Porque en la 57 no hay grados. Y pasar de nivel no es algo que sucede necesariamente en marzo, sino cuando los ritmos de cada uno lo permiten. La 57 es una escuela que un día se propuso cambiar para combatir el fracaso escolar.
Hoy tiene 1200 chicos y por lo menos la mitad come en la escuela. Entre los padres, estiman las autoridades, apenas un 30 por ciento tiene un empleo fijo. Esas autoridades están ahora sentadas en la dirección, un pequeño cuarto en el que la puerta se abre constantemente: se oyen unos golpes suaves y aparece una cara infantil que pregunta por alguien. No hay muchas formalidades y, extrañamente, todos parecen conocer los nombres de todos.
El cambio empezó en 1991, con una renovación de personal. Fue cuando un grupo de docentes se dijo que algo había que hacer para modificar las cosas.
–Veíamos que algo no funcionaba –cuenta ahora la directora, Gabriela Gallardo–. Había muchos chicos muy grandes en los grados inferiores y un porcentaje elevado de deserción.
–Los chicos repetían, abandonaban –agrega la maestra Margarita Biasi–. Notábamos que la escuela estaba separada de sus necesidades, parecía que los docentes querían sólo cumplir con la planificación anual. Nosotros pensábamos que la escuela también debía ser un lugar de contención.
Sobre la base de una experiencia realizada en Budge empezaron a elaborar una propuesta propia. Hubo reuniones de discusión a lo largo de un año. Pero lo primero fue anunciarlo a la comunidad escolar: le explicaron que “la escuela estaba dispuesta a cambiar con una estrategia que sirviera para que los chicos no fracasaran”. El apoyo fue inmediato. Las reuniones de padres, hasta entonces escuetas, pasaron a ser multitudinarias.
–Siempre confiaron en nosotros. Nunca nos dijeron: ¿qué experimento están haciendo con nuestros hijos? –dice Gallardo y todavía parece sorprendida.
También tuvieron el aval de las autoridades educativas de la provincia, que se convirtió en aprobación oficial en |995. Pero aval no es lo mismo que apoyo: “Nunca nos facilitaron nada”, aclaran. La escuela no tiene una financiación especial y ni siquiera pudo conservar el cargo de “maestro registrador”, vital para evaluar los avances del proyecto.

Bloques y niveles
El sistema cuenta con tres bloques –alfabetizador, nivelador y egresante– y cada uno de ellos tiene tres niveles. Hay también “niveles generales” que reúnen a chicos con desfasaje de edad y pedagógico. La noción básica para entenderlo es la del tiempo: “Lo que hacemos –dicen– es respetar los tiempos de cada chico”.
–Para pasar a un chico de un nivel a otro evaluamos el proceso de aprendizaje y para pasarlo de un bloque a otro evaluamos si se lograron determinados contenidos puntuales –explica Gallardo.
–En la escuela graduada el grado tiene un tiempo determinado, fijado de antemano en un año y externo al tiempo de aprendizaje de un chico –aclara el maestro Marcelo Mosqueira–. La no graduada rompe con eso: hay que ver el tiempo de aprendizaje de cada uno. Es un tiempo individual y no homogéneo.
El sistema demostró ser especialmente exitoso con los chicos desfasados, aquellos con una edad superior a la normal del grupo. Chicos que iniciaban su escolaridad a los ocho años podían avanzar a veces dos niveles en un año sin quedar atados al esquema tradicional. “Un chico que tiene diez años no se alfabetiza igual que uno de seis –explica Mónica Pérez, la vicedirectora–. Entran a jugar sus intereses especiales, la forma en que se acerca al contenido.”
Pero el sistema no alcanza sin un abordaje especial del docente, lo que ellos llaman “la mirada del maestro”.
–Uno de los logros fundamentales es una mirada en la cual uno permite posibilidades de respuesta diferentes –cuenta Mosqueira–. Uno acepta al chico como es, no pone un modelo de alumno al que hay que llegar. Uno lo identifica, lo particulariza. La relación es distinta.
En 1991, la escuela tenía un 53 por ciento de desfasaje. En el ‘93 había bajado al 34 y el año pasado fue del 20 por ciento. También cambió el cuadro de la deserción. En el ‘91 hubo 41 casos, sobre un total de 700 alumnos. En el ‘96 bajaron a 13. Con la reforma educativa la escuela creció: en el 99 sobre 1200 alumnos hubo 37 deserciones, en su mayoría del bloque egresante. Y la matrícula que antes tendía a achicarse, creció, al punto de llegar a tener grupos completos en los que no pueden inscribir más. Algunos vienen de lejos a esta escuela distinta.
Fátima es una de las que recorrió un camino diferente. Es una nena de cuerpo menudo y mente ágil que ahora está en el patio y cuenta su historia: durante tres años no pudo ir a la escuela, dice, porque tiene una enfermedad seria, miastenia gravis. “Mis defensas –explica– en vez de defenderme, me atacan.” Fátima llegó por un consejo que alguien le dio en el Hospital Garrahan. Entró en marzo del año pasado y en mayo ya había cambiado de nivel. Ahora está en el último año: “En octavo –dice orgullosa la directora– tuvo de promedio 9.80”.

Los límites
Hay ciertas pautas que marcan límites al sistema: no pueden pasar a un chico a un bloque superior si no tiene la edad mínima que determina la legislación. En ese caso, se pone en juego lo que denominan “contención”: “El maestro lo contiene dándole más contenidos para que no trabe su aprendizaje”, explican.
Hubo un caso, recuerdan, en que sí se transgredió ese límite. “Era un chico excepcional, que terminó con menos edad de la normal –cuenta la directora–. Después fue abanderado en la polimodal a la que ingresó. O sea que no nos equivocamos...” Pero debieron hacer una enorme cantidad de trámites y les advirtieron que no repitieran la experiencia.
No son éstos los únicos casos que requieren contención. “La contención es importantísima tanto para el chico que requiere más contenidos como para el que tiene un tiempo distinto, que es más lento, que tiene dificultades en algún área. Hay que estimularlo para que pueda superar esa dificultad”, explica Analía Germade, maestra del bloque alfabetizador. Hubo casos que requirieron una contención especial. Cuando la experiencia se inició tenían unos 20 chicos que en otras instituciones habían sido derivados a escuelas especiales. “Eran chicos entre comillas fronterizos, pero en el trabajo de gabinete vimos que ninguno de ellos tenía compromiso neurológico –cuenta Mosqueira–. No había elementos que les impidieran estudiar. Ese tipo de derivaciones no son raras: en esta zona se ve una relación directa entre pobreza y fracaso escolar y también entre el nivel de exclusión social de los padres y la matricula de las escuelas especiales. Acá vimos que todos estos chicos se pudieron alfabetizar y no necesitaban ir a escuelas especiales. Lo que había cambiado era la actitud del docente.”
Una de ellas fue Romina, una nena que no hablaba.
–Había sido derivada a una escuela especial, pero su papá no aceptó y la trajo –cuenta Margarita–. Se la evaluó e ingresó a un grupo. Ahora está en el bloque nivelador y habla. ¡Hasta por los codos!
Los demás se ríen. No todos fueron maestros de Romina, pero la conocen. En la escuela se suelen repetir una frase: “los chicos son de todos”.
Los maestros de la 57 quieren dejar en claro una cosa: que no son “un grupo de buena gente, voluntaristas o apóstoles de la educación”.
–Esto no es caridad –ratifica Mónica Pérez–. Nosotros queremos luchar por los derechos de los docentes y de los pibes, por la dignidad con la que tienen que aprender. Eso es primero. En forma paralela, sabemos que aún con escuela de chapa, con pibes sin zapatillas y padres sin trabajo se pueden hacer cosas. Y una cosa no quita la otra: si uno va a luchar por su dignidad como laburante, tiene que laburar bien.
–Nosotros planteamos no naturalizar lo que viene planteado por la sociedad, luchar en contra de las determinaciones; si no, promovemos la exclusión que la sociedad hace hacia determinados sectores sociales -sostiene Marcelo–. Por otra parte, si uno se queda criticando modelos de exclusión, no produce alterantivas. Nosotros queremos generar modelos alternativos. No podemos resolver los problemas sociales, pero lo que podemos hacer es no reproducirlos.

Matías
Alguien menciona el nombre de Matías. Pero a Mónica le cuesta hablar de él.
–Cuando llegó tenía casi diez años y había sido derivado a una escuela especial –recuerda–. Casi no lo podíamos evaluar. Cuando entraba al salón había que sacarle la mochila y sentarlo. Estaba convencido de que no podía hacer nada, ni siquiera jugar. Nos planteamos un acercamiento a nivel afectivo y empezó a hacer un muy lento proceso de alfabetización. A Matías hasta hubo que enseñarle a patear una pelota.
A Mónica se le quiebra la voz.
–Es que hubo momentos en que yo creí que no salía. Lo evaluábamos en el gabinete y veíamos que no era para derivar a escuela especial, pero tenía un gran bloqueo afectivo. Así estuvo mucho tiempo: hubo un año en que hoy conocía las vocales y mañana no.
Al cabo de tres años, Matías manejaba “una lectoescritura muy funcional”. Se discutió que pasara al bloque egresante con el resto del grupo. “Yo sabía que conmigo no iba a avanzar más: yo estaba muy involucrada emocionalmente –dice Mónica–. Pero tenía miedo de que no le fuera bien”. El siguiente maestro fue Marcelo.
–Yo lo dejé un poco más solo, le exigí, asegurándole que él podía –cuenta–. Empezó a avanzar, a escribir más, a lograr progresos. En otra institución lo habrían confinado a lo manual, desterrándolo de todo lo intelectual. Acá se independizó, hasta se peleaba. Vos podrás preguntar por qué destacamos algo así, pero tendrías que haber visto a Matías cuando llegó: parecía un vegetal, donde lo ponías se quedaba. Hoy Matías está en noveno, último año del EGB. “Tiene las herramientas mínimas”, aclaran los maestros. Pero Mónica dice lo esencial:
–Matías podría estar en una escuela especial. Podría ser un tonto.

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