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OPINION

Los espías no tosen

Por Juan Sasturain

Secretamente y a oscuras, sin publicidad, como se producen y desarrollan las grandes cosas –los embriones de elefante, la Etica de Spinoza, la maduración del hermano menor de Riquelme– así se viene, por fin, la vacuna contra la tos. Una pavada, una frivolidad, se me dirá. Quién sabe. Como muchas otras veces, la energía atómica sin ir más lejos, el miserable punto de partida de la investigación –urgencias de la Defensa y de la Guerra: dotar de un reaseguro a los proverbiales silentes espías, en este caso– no impide suponer que los beneficios de la vacuna contra la tos han de ir mucho más lejos que preservar a los agentes secretos escondidos detrás de las cortinas en la sala del Estado mayor enemigo. Sin ir más lejos, equilibristas, talladores de diamantes, cirujanos oculares y amantes jugados en el trance definitivo de la culminación amorosa (ése y no la tuberculosis era el verdadero problema de Margarita Gauthier...) se verán libres de accidentes o interrupciones fatales. Se acabó la tos. Es una buena noticia, de las mejores.
Claro que es fácil desdeñar estos logros, correrlos por izquierda con el argumento de las consabidas prioridades. Pero ahí está el error. Porque aunque duelan ecuménicamente el cáncer, el sida y otras maldiciones más o menos bíblicas, críticas y cíclicas, intuimos que finalmente no pasarán -en sentido espacial– o dejarán algún día de pasar –en sentido temporal– y que no importa demasiado, porque serán sustituidas por otras malditas embajadoras de la muerte. Final o tempranamente hay que morirse y contra eso no hay vacuna. Y la felicidad nada tiene que ver con la inmortalidad. Lo que nos impide ser felices es lo que nos jode, no lo que nos mata. Desde siempre, o desde casi siempre: consumada la Caída, apenas traspasada la puerta de servicio del Jardín, la bella Eva sintió un leve pinchazo en el cuello y cierto escozor que sólo atinó a calmar con una certera palmada; al volverse hacia el absorto Adán para comunicarle la novedad (en el Paraíso había serpientes pero no mosquitos), el primer hombre tardó en contestarle: acababa de descubrir la tos y le hizo el gesto de que espere un cachito, de que ya se le va a pasar.
No fue tan rápido, claro. Los mosquitos siguen ahí. Pero la tos ya fue.

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