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El 9 de noviembre de 1989

El muro había caído

El autor de esta nota fue testigo, en 1961, de la construcción de esa monumental pared que dividió durante casi tres décadas a las dos Alemanias. Y fue también testigo, en 1989, de su caída, que implicó la necesidad de repensar el mundo. Siguen existiendo, no obstante, otros muros invisibles.

Por Osvaldo Bayer

Recuerdo esa noche del 12 de agosto de 1961. No se pudo dormir del ruido de camiones que pasaban –uno tras otro– por la histórica avenida Unter den Linden, en el centro del Berlín-Este, capital de la República Democrática Alemana, comunista. Dos días antes habían invitado a periodistas extranjeros con urgencia a Alemania del Este, señalándonos que nos esperaba un gran acontecimiento. Ya en Berlín, el 13 a la mañana, el secretario de prensa del gobierno comunista alemán nos reunió en el hall del hotel y nos dijo que íbamos a presenciar la construcción de un muro que dividiría Berlín, al Este del Oeste, separando la parte comunista de la capitalista.
Este hecho resultaría un acontecimiento fundamental en la historia del presente y ayudaría, sin ninguna duda, a la caída definitiva del bloque socialista casi tres décadas después.
La movilización era total: todos los camiones del país más los soldados, los albañiles y trabajadores de todos los oficios apilaban bolsas de material y esqueletos de hierro, mientras los guardias detenían a toda persona que quería a último momento trasladarse a Occidente.
Los periodistas no comprendíamos muy bien el porqué de una medida tan drástica. (Yo me imaginé un muro en medio de la calle Rivadavia a lo largo de todo su curso.) Después de visitar esquinas claves, donde se había detenido el tránsito, se nos reunió en el Ministerio del Interior para explicarnos que el muro era la única posibilidad de la República Democrática Alemana de poder desarrollar su plan económico socialista y la aplicación de sus leyes. El cambio de moneda estaba cuatro a uno, favorable al oeste capitalista. De manera que los habitantes del Berlín occidental venían a comprar todas las mercancías al este a precios irrisorios y dejaban sin pan, alimentos, verduras y frutas al este. Que los estudiantes del este, apenas se recibían en el este –donde las universidades eran gratuitas– luego se marchaban hacia el oeste donde percibían sueldos muy superiores al este. Se calculaba que el éxodo mensual era de treinta mil personas jóvenes y con títulos profesionales.
“La única manera de llevar a cabo el socialismo –finalizó el funcionario comunista– es pues cerrar todas las puertas al mundo capitalista y tratar de realizar nuestro mundo”.
El gran error había sido de Stalin, cuando en los años de finalización de la guerra cambió con los aliados la mitad de Berlín por el Estado de Sajonia, dejando así media Berlín en poder aliado. Estos, ni cortos ni perezosos, hicieron de esa media ciudad, una posesión absolutamente capitalista, una isla en medio del mundo comunista. Ahora, todo se escapaba por ahí; el dinero de Occidente hacía posible mostrar la superioridad económica del capitalismo.
En la noche del 8 de noviembre de 1989, estaba yo cenando en el barrio de Kreuzberg, en el Berlín occidental, cuando la radio transmitió una noticia sensacional, increíble: el gobierno comunista alemán había abierto el Muro y todos los orientales podían visitar los barrios occidentales. El Muro había caído. La crisis del comunismo explotaba y había que darle salida por algún lado. Nada mejor que abriendo el Muro. Salí apresuradamente de mi domicilio y me dirigí al Muro. Era increíble lo que se veía: la corriente de peatones que venía del este era interminable y también la fila de pequeños autos que recibían una especie de “bautismo de fuego” por los occidentales, que los balanceaban como si fuesen góndolas. Los recién llegados compraban Coca-Cola en todos los puestos callejeros que se habían abierto repentinamente, y hacían durar la bebida en sus botellas para mostrarlas como un botón de distinción, como que ellos podían también ahora.
Esa noche, el Muro había caído definitivamente. La historia tomaba otros cursos. Los diarios y revistas occidentales ofrecían ediciones extras y los ciudadanos de los dos mundos se abrazaban en las salidas y entradas del Muro, ahora ya abiertas.
Se amplía así el sueño de las manifestaciones de Leipzig, en la parte comunista, desde hacía semanas, que exigían la caída del Muro y un país libre. Pero al mismo tiempo sostenían que debía respetarse el sistema socialista, con sus leyes de paridad.
Han pasado ya más de diez años. ¿Valió la pena la caída del Muro? Sin ninguna duda que sí en el aspecto de la libertad. Pero también esa libertad puede servir ahora sólo para abandonar el país o permanecer eternamente desocupado. Las provincias del este se han ido convirtiendo cada vez más en las regiones pobres. La cuota de los sin trabajo es 2,3 por ciento más alta que en el oeste. Se han perdido 200.000 puestos de trabajo. En octubre, el número de desocupados por largo tiempo aumentó en un diez por ciento referido a dos años atrás. Pero lo que más daña es la desocupación juvenil: 150.000 son menores de 25 años, 15 por ciento más que 1998. Podríamos seguir con las cifras. La libertad cuesta cara, más cuando se reduce a ir a formar parte del escuadrón de la gente de segunda categoría.
Los luchadores de Leipzig, aquellos que querían las mismas leyes sociales, pero en libertad, fueron desilusionados. El muro de cemento, cayó. Los muros invisibles en la sociedad continúan.

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