por Luis Bruschtein
Es difícil saber dónde nació y ya es tarde para hacer su biografía. Pero su nombre era Segundo Alvarez, que muchos llamábamos “El tío” para diferenciarlo de “Los abuelos” con quienes atendía el kiosco del Comité de Solidaridad con el Pueblo Argentino (Cospa) en México durante la dictadura. Es tarde quizás, porque pasó mucho tiempo desde su muerte y porque los paradigmas que hicieron su vida aparecen ahora como cenizas del pasado, perdidos en el arcón de la historia, una épica que sólo resiste la ficción, un cuento. Y más que nada hoy es difícil entender el peso ejemplar que tuvo su generación en la última que recibió su herencia, la de los ‘70.
“Compañerito –decía el tío– al principio yo ponía un caño aquí, otro allá y nunca me pasaba nada. Empecé a trabajar con los muchachos y empecé a caer en cana.” Era el pie para algunas de sus historias. Anarquista, correo secreto de la FORA. Un viaje clandestino a Rosario para entregar un mensaje a Severino Di Giovanni que escapaba de la policía y se enzarzaba en debates con otros anarquistas.
Hablaba con la parsimonia del paisano, casi con indolencia. Le quedaban pocos dientes, andaba con un pantalón de trabajo y una camisa semi arremangada. Tenía el pelo lacio y ralo, entrecano, que dejaba relucir algo del cuero cabelludo. Y las cejas espesas, hirsutas, a contrapelo de esa parsimonia.
Estuvo preso en los ‘30. Con la llegada del peronismo estaba en el gremio del papel y participó en la huelga de los cañeros. Otra vez preso. Lo torturaron con el famoso palo de Ararau. Cuando lo contaba, seguía siendo anarquista, pero militaba con la izquierda peronista así que el relato salía de sus labios como algo que forma parte de la vida, que para él era sinónimo de lucha. Porque cuando cayó el peronismo se incorporó a la resistencia peronista y otra vez preso y otra vez torturas.
Macizo, con un cuerpo acostumbrado al trabajo, caminaba arrastrando las zapatillas en chancleta. “Compañerito –decía– yo quiero regresar a la patria porque tengo varias cuentas que saldar”, y dejaba en el aire una cantidad de sobreentendidos. El conocía a los que lo habían torturado. En los ‘70 militaba en la izquierda obrera del peronismo en el Norte y fue preso. Estaba en la cárcel de Rawson cuando fue la amnistía. Sus compañeros de prisión contaban que cuando se enteró que salía en libertad, agarró un banquito y arremetió contra los vidrios del penal al grito de “¡Viva la Revolución Social!”
Los “muchachos”, como llamaba a los militantes de la JotaPé, lo llevaron como director de Abastecimiento, o algo así, de la ciudad de Salta, que no resultó muy bien abastecida. Cuando vino el reflujo de la Triple “A”, el isabelismo y el lopezreguismo, lo metieron otra vez en prisión y otra vez lo torturaron. Esas eran las cuentas que quería saldar. “Los tengo a todos en la memoria –decía– y me las van a pagar una por una.”
Salió con la opción a Perú y varios meses después, otros ex presos lo encontraron en la feria de un barrio marginal de Lima donde había armado un puesto de fritangas de empanadas para sobrevivir. Cuando fue el golpe contra Velazco Alvarado, los ex presos argentinos se fueron a México.
Vivía en una pieza diminuta con todos los vicios de los presos. Se las arreglaba en ese espacio para hacer embutes con restos de todo: botellas de vino sin terminar, requechos de comida y así. No tiraba nada, guardaba todo y lo ponía en escondites imposibles. En la piecita había una cama, una montaña de diarios que leía y recortaba meticulosamente y no cabía mucho más.
Después llegaron su mujer y sus hijos. Pero él quería volver. “Los muchachos no me dejan –decía por los Montoneros– porque dicen que estoy viejo, entonces me vuelvo solo.” Y con mirada cómplice, aclaraba: “Conozco varios pasos secretos en la frontera, a pie o a caballo”. Dos años más tarde, en la época del delirio de la contraofensiva, el tío estaba de pasoen Panamá, iba de vuelta a la Argentina con su mujer. Contraviniendo todas las reglas de seguridad, tiró una cita clandestina para despedirse y nos encontramos en el restaurante de un hotel.
No había nada más contrastante que el tío y su mujer en el restaurante de un hotel de cuatro estrellas. Recuerdo que en otra mesa estaba Mercedes Sosa, que se había presentado en San Miguelito. “¿Qué van a decir ahora los pibes de la JotaPé cuando no me vean? ¿Adónde está el tío? ¿Y el tío adónde está? Está de vuelta en la patria”, saboreaba don Segundo su retorno. Pero su mujer estaba preocupada: “Compañerito –decía– lo tiene que convencer al viejo que ahora ya no es cosa de andar poniendo caños, ahora hay que hacer política, hacer un asado y convencer a la gente”.
En realidad, no llegó a la Argentina. Se quedó en Paraguay, en la frontera, y allí los secuestraron a los dos y todavía están desaparecidos. El “tío” Segundo Alvarez fue un luchador que vivió entre los años ‘30 y los ‘70, un ciclo de golpes de Estado, represión y dictaduras en Argentina, una vida de luchas, cárceles, persecuciones, exilios y torturas. Nunca fue tapa de nada.