Suplemento especial

Carl Barks y los cuentos del tío

por Juan Sasturain

Carl Banks

Los diarios del 26 de agosto del 2000 hicieron referencia breve –cuando lo hicieron– a la muerte el día anterior, en su casa de Grant Pass, en el estado de Oregon, Estados Unidos, de un viejito muy viejito, demasiado viejito –tanto que la mayoría de los que sabían quién era suponían que desde hacía muchos años estaba muerto– que se llamaba Carl Barks. Este viejísimo Carl Barks tenía 99 años, ya que había nacido no muy lejos de allí donde terminó sus días, en una granja de Oregon, el 27 de marzo de 1901. El secreto destino final no fue más que la continuidad de una vida marcada por el recurrente anonimato: Carl Barks, dibujante y guionista de historietas, no firmó jamás ninguna de las más de quinientas historias que produjo para la división revistas de Walt Disney durante casi un cuarto de siglo, entre 1943 y 1967, cuando se retiró. Ni él ni nadie –decenas de guionistas y dibujantes– ponía su nombre: todo en la factoría se publicaba bajo la firma del unánime creador: Walt Disney. Sin embargo, los pequeños lectores de entonces –me incluyo a principios de los cincuenta, claro– y los perspicaces críticos que vendrían, sabían diferenciar, entre la medianía general, el arte superior de algunos anónimos artistas que ponían su talento y su plus de diferencia al servicio de esos ratones y patos antropomorfos universales: entre otros, Floyd Gottfredson, Al Taliaferro y, por encima de todos, el gran Carl Barks.

El Universo Disney es rico y complejo. En muchos aspectos, extraordinario. Por ejemplo, en el verosímil de los personajes hay sabidas convenciones no por eso menos memorables. Una, extraordinaria, es que el ratón Mickey tenga un perro, Pluto: un perro-perro, porque para perro humanizado está Goofy, nuestro Dippy. La otra convención maravillosa son las manos (inventadas) de sus personajes, ese grado de mínima humanización arbitraria que les conceden los guantes con un pulgar y tres opuestos, los cuatro dedos necesarios y suficientes para todos los efectos mecánicos. ¿Por qué tienen cuatro dedos? Porque son más fáciles de dibujar que con cinco, más visibles y alcanza con ellos. Gloria al inventor de semejante engendro sintético.

Hay, sin embargo, un misterio que va más allá de estas aparatosas trivialidades y que es la pregunta que toca el corazón del mundo disneyano: quién y cómo es el padre de los sobrinos de Donald. Porque es evidente que Huguito, Dieguito y Luisito o como carajo los llamen en otros tiempos y latitudes, deben tener un padre (y una madre pata). Alguna vez, en la ficción, me lo imaginé clásico tío, hermano de Donald, empleado y trabajador, siempre ocupado –el Pato Nolan, le puse– sin tiempo ni energía para dedicarles a los inquietos y cabezones patitos que siempre estarían buscando cómo piantar de su desconocida casa a lo del tío insufrible pero no laburante, con el maravilloso autito siempre disponible para salir a cualquier lado. Es más: en el mundo de los personajes originales de Disney –no los provenientes de adaptaciones más o menos libres de otros cuentos tradicionales, como las películas o Los Tres Chanchitos y el Lobo Feroz– no hay padres ni hijos: hay novios/novias (Daisy, Minnie) tíos y sobrinos. No hay familia ni pareja –vínculos fuertes, inmediatos, directos, horizontales y verticales– sino laxos lazos afectivos, meros pretextos para la aventura. Lo del pato es homologable a lo de Mickey, que tenía, en mis tiempos de historietas, también novia pero sólo dos sobrinos.

En ese sistema, para el horror de los bienintencionados y descaminados Mattelart-Dorfman y su crítica apocalíptica, es proverbial la figura del Uncle Scrooge (Tío Rico o Patilludo o Mc Pato o Tío Gilito, según épocas, países y traducciones), el avaro millonario que se baña en dinero, generador de aventuras maravillosas que habilita la existencia de Gladstone Gander (Gastón, para nosotros), el lateral primo de Donald, suertudo y competitivo. Esos personajes inolvidables no surgieron de la nada ni del distraído Walt, los creó en la posguerra el ya cuarentón Carl Barks para nuestro deleite. El nombre de Scrooge es familiar para cualquier lector de Dickens; y de ahí viene, precisamente. Barks lo inventó para su memorable Christmas on Bear Mountain de diciembre del ´47 y quedó para siempre. Lo mismo que el sobrino fanfarrón y afortunado, contracara de Donald, del año siguiente. También fueron una invención suya de 1951 The Beagle Boys –los Hermanos Ganzúa, en la traducción argentina–, cuatro homogéneos ladrones de antifaz y uniforme de presidiario (como si siempre acabaran de fugarse de la cárcel) que acosaban infructuosamente los millones del Tío, y de 1952, el inventor desaforado Gyro Gearloose, que era extrañamente Pardal, para nosotros; y que fue Giro Sintornillos para las generaciones posteriores.

Los cuentos con tíos y sobrinos de Disney de tres generaciones que inventaba el gran Carl Barks establecen, como las manos de cuatro dedos en términos gráficos, un territorio de tácita tregua a las determinaciones, en este caso, de la malvada familia. Es el territorio de la Aventura. Por suerte nunca conoceremos al padre de los sobrinos de Donald. Es, literalmente y dentro de este sistema, un impresentable.

Impresentable fue siempre la Disney, también. Jamás reconocieron derechos de autor a su genial creador, que cobraba como empleado en relación de dependencia 34 dólares por cada página dibujada, 11,50 por el guión, 20 por idea de tapa y 50 por la realización total de la tapa. Cuando se retiró de la empresa, no tenía un solo original; los pidió y le dieron algunos. Destruyeron el resto, no fuera a ser que... Carl Barks se dedicó, ya jubilado, a dibujar patos al óleo, hacer cuadros con sus personajes. Hizo más de 120 y son unos cuadros bárbaros. Carísimos.

Gloria y gracias a Carl Barks.

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