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24 AÑOS DEL GOLPE DEL 24 DE MARZO DE 1976
Los dueños de la espada

La conspiración que llevó al golpe aún no fue dilucidada, pero se puede entrever en documentos y declaraciones, como indica Miguel Bonasso. Susana Viau y Luis Bruschtein rehacen el 24 que vivieron Rodolfo Walsh, Luis Brandoni, Liliana Herrero, Roberto Cossa y Liliana Chiernajowsky.

Por Miguel Bonasso

La historia secreta del 24 de marzo todavía no ha sido escrita. Ni siquiera existe un análisis riguroso de las causas que lo motivaron. En el imaginario colectivo, alimentado por las malversaciones teóricas de un vasto sector de la clase política y la inmensa mayoría de los medios, sigue gravitando una tesis banal: ante el vacío de poder generado por el catastrófico gobierno de María Estela Martínez de Perón, con su secuela de violencia generalizada, las Fuerzas Armadas ocuparon --de manera casi natural-- el Estado. Una tesis que ha servido, entre otras cosas, para prohijar la teoría de los dos demonios y ocultar un hecho decisivo: el contenido económico y social (de clase, podría decirse), que tuvo el golpe militar, aunque encubriera sus verdaderos propósitos en la lucha contra "la subversión" y la "delincuencia económica". El golpe del '76 encerraba un proyecto socioeconómico cuyos objetivos últimos serían alcanzados --paradójicamente-- en el gobierno "peronista" de Carlos Saúl Menem con el desmantelamiento del Estado de bienestar fundado por el primer Perón y la apertura de la economía a la "globalización". Como lo ha dicho con claridad y cierta envidia el propio ministro de Economía de la dictadura, José Alfredo Martínez de Hoz (h.), al señalar que la política económica de Domingo Felipe Cavallo representaba la "continuidad" de la suya. El esquema, por cierto, se sigue perfeccionando en la actual gestión de la Alianza, con la adscripción a los dictados del Consenso de Washington y la renovada flexibilización de una clase social a la que ya hicieron de goma. Ese esquema económico constituyó la razón principal de un golpe de Estado que fue planeado con gran anticipación hasta en sus menores detalles, como lo prueba --entre otros documentos-- el Plan del Ejército de febrero de 1976, firmado por el entonces jefe de Estado Mayor, general Roberto Viola. Donde puede apreciarse a simple vista que los pretendidos "excesos" de algunos individuos fueron en verdad políticas establecidas desde el alto mando. Incluyendo el robo de niños, que el actual jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni, sigue negándose a reconocer. La decisión de dar el golpe fue tomada mucho antes del 24 de marzo. Y en esa decisión pesó de manera determinante el consejo y la visión estratégica de los sectores más concentrados del capital local estrechamente ligados al capital internacional (hoy diríamos, globalizado). Encarnados en el dirigente empresario José Alfredo Martínez de Hoz, al que pocos señalan hoy en día su carácter de ideólogo de la carnicería que ejecutaron Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Rubén Agosti, como jefes de la primera junta militar. Sin embargo, el propio "Joe" reconoció en 1984 ante la Cámara de Diputados (que investigaba la dolosa "nacionalización" de la Compañía Italo Argentina de Electricidad) que él visitó al general Videla, cuando éste era jefe del Estado Mayor Conjunto, "en el curso del año 1975". En ese momento Martínez de Hoz presidía el poderoso Consejo Empresario y concurrió junto con otros hombres de negocios para expresarle al militar su preocupación porque "se estaba impidiendo la libertad de trabajo, la producción y la productividad" y recordarle que se debía asegurar "el imperio del orden sobre todas las cosas". Videla escuchó con reverencia clasemediera las preocupaciones de este patricio, hijo y nieto de los terratenientes que fundaron la Sociedad Rural y articularon sus intereses con los del capital financiero internacional (Rockefeller, banca Morgan, etc.) y supo cumplir su papel. Para ese entonces, la movilización de las bases sindicales contra el Rodrigazo (el brutal plan de ajuste dispuesto por el ministro de Economía de Isabel, Celestino Rodrigo) había logrado la expulsión del gobierno y del país del "Brujo" José López Rega, que pretendía ser el poder tras el trono de la viuda de Perón. Hecho decisivo que fue inteligentemente interpretado por los sectores dominantes: la derecha peronista (política y sindical) ya no les servía como instrumento para domesticar a la base social que decían representar; su desgaste los inhabilitaba para encarar con rigor y a fondo la reforma del Estado y el aparato productivo que propiciaba el gran capital. Para colmo, en las Coordinadoras de Base sindicales, iba surgiendo un nuevo tipo de dirigentes que el líder radical Ricardo Balbín no trepidaría en denunciar como "guerrilla industrial" y que constituían un potencial más peligroso para la "entente" de generales y empresarios que el accionar militar de las organizaciones armadas (ERP y Montoneros) que estaban lejos de representar un verdadero desafío bélico. En rigor, cuando llegó el golpe, la guerrilla guevarista del ERP había sufrido ya el desastre de Monte Chingolo y estaba por ser aniquilada en Tucumán. Montoneros aún conservaba la mayoría de sus cuadros y era más peligrosa para los militares por su influencia sobre el ala juvenil y radicalizada del movimiento de masas, pero pesaba sobre ella el anatema de Perón en la Plaza de Mayo (primero de mayo de 1974) y su propia tendencia a militarizar la política que la llevaría a encerrarse en el aparato antes que a replegarse en la base social para afrontar un largo período de resistencia. Sin embargo, los militares no ignoraban que había vasos comunicantes entre la "guerrilla industrial" y la guerrilla a secas, y no los subestimaron, como queda de manifiesto en el citado plan del golpe redactado por Viola. Los contactos entre empresarios y militares se hicieron cada vez más frecuentes, con la intermediación de un hombre que combinaba la filosofía de Ortega y Gasset (era amigo de su discípulo Julián Marías) con los buenos negocios: el ex ministro de Justicia de la dictadura de Alejandro Lanusse, Jaime "Jacques" Perriaux. Un empresario vinculado como "Joe" a la oligarquía (La Vascongada, La Querencia SA) y al capital extranjero (Citroën, Pfaff Bromberg etc.). La última de esas reuniones --según Martínez de Hoz-- se hizo con Massera como anfitrión en el comando de la Armada. Para ese entonces las principales empresas del país --entre las que destacaba la siderúrgica Acindar, fundada por el ingeniero Arturo Acevedo y presidida casualmente por "Joe", el futuro ministro de Economía del golpe-- habían establecido un sistema de espionaje y vigilancia, junto con la policía y los servicios, para individualizar a los principales activistas. En mayo de 1975, la represión de la gran huelga de Villa Constitución, dirigida por Alberto Piccinini --un metalúrgico rebelde a la conducción de Lorenzo Miguel-- había constituido un ensayo general de los métodos que se aplicarían después del 24 de marzo, incluyendo el primer centro clandestino de detención que funcionó en el país.


La represión fue la política de la junta del general Jorge Videla, junto a Leopoldo Fortunato Galtieri,
que terminaría también en la presidencia.

Pero el golpe de clase necesitaba además cierto consenso o al menos neutralidad de la clase política, que viniera a complementar la decidida participación de gran parte de la jerarquía católica. En octubre del '75 algunos jefes militares como el comandante del Primer Cuerpo, Carlos Guillermo Suárez Mason, comenzaron una serie de reuniones secretas con altos dirigentes de la Unión Cívica Radical, para sondearlos acerca de la actitud que adoptarían ante el derrocamiento de Isabel. La respuesta debió complacerlos, porque en febrero del '76, Viola pudo estampar esta profecía en el plan de operaciones: "Otros agrupamientos políticos no incluidos en el presente documento como podrían ser la Unión Cívica Radical y el Partido Federalista (del ex marino Francisco Manrique) es probable que no se opongan al proceso y hasta lleguen a apoyarlo por vía del silencio o no participación". Tampoco la dirigencia justicialista (rezagada en el ranking de los "oponentes potenciales") les daba mayor dolor de cabeza: "De los agrupamientos incluidos en Prioridad IV sólo del Movimiento Nacional Justicialista, se prevén manifestaciones parciales y como consecuencia del cambio". No es casual, en cambio, que entre los "oponentes activos" a nivel gremial (Prioridad 1), colocaran a "las agrupaciones de base, la ex CGT de los Argentinos, la Juventud Trabajadora Peronista, el Movimiento Sindical de Base, el Movimiento Sindical Combativo" y otras organizaciones enfrentadas con la dirigencia gremial, que podían actuar contra "la estabilización y solución del problema social". Tampoco es casual que en las primeras horas de este golpe, que el Plan de Viola ordenaba "encubrir" bajo la apariencia de "acciones antisubversivas", la guadaña cayera con ferocidad sobre el movimiento sindical alternativo: doscientos delegados de base "chupados" en Córdoba y centenares de secuestros y arrestos en la estratégica franja industrial que iba desde el Gran Rosario hasta San Nicolás. Primer paso de una estrategia represiva que seguiría constantemente hasta alcanzar un porcentual estratégico relevado en su momento por la Conadep y convenientemente olvidado por una sociedad desmemoriada: el 46 por ciento de los detenidos-desaparecidos por la dictadura militar pertenecía a esa especie en extinción que solía llamarse clase trabajadora.

El "obispo rojo" de San Nicolás

Por M.B.

Ni el Vaticano ni la jerarquía católica suelen evocar al fallecido obispo de San Nicolás, Carlos Ponce de León, a pesar de que su muerte (en tiempos de la dictadura y en un sospechoso accidente automovilístico) se parece demasiado a la del obispo riojano monseñor Enrique Angelelli. Monseñor Ponce de León condujo la diócesis de San Nicolás entre 1966 y 1977, cuando la empresa Somisa (Sociedad Mixta Siderúrgica Argentina) le imprimía aún un fuerte sesgo industrial a la ciudad. El obispo creó la escuela diocesana de Servicio Social y envió sacerdotes a las villas de emergencia, lo que le valió ser llamado "el obispo rojo" por los militares y las patronales de la zona. El encono aumentó después del golpe, cuando el prelado comenzó a recibir a familiares de víctimas de la represión. El día que se "accidentó" en la rotonda de Ramallo, Ponce de León llevaba a Buenos Aires una serie de carpetas con información sobre obreros de Somisa y Acindar desaparecidos. La información desapareció y la policía impidió que la prensa tomara fotografías del vehículo en el que el obispo encontró la muerte. El canciller de la diócesis, monseñor Roberto Mancuso, que también se desempeñaba como capellán de la cárcel local, no reclamó la documentación que llevaba el obispo e involucraba al comandante del Primer Cuerpo, general Carlos Suárez Mason, al coronel Camblor del regimiento de Junín y al teniente coronel Saint Aman, a cargo del regimiento de San Nicolás. Según Víctor Oscar Martínez, un muchacho que acompañaba a Ponce de León en el momento del accidente, el obispo había anunciado su propia muerte. Cuando se enteró del otro accidente automovilístico que le costó la vida a su "hermano en Cristo", el obispo de La Rioja Enrique Angelelli, sentenció: "Yo voy a ser el próximo". Pocos días después del segundo "accidente", Víctor Martínez, que en esa época cumplía la conscripción en la Prefectura, fue arrestado, interrogado y torturado hasta el desmayo por orden del teniente coronel Saint Aman, que le preguntaba insistentemente a cuántos "extremistas" había refugiado "el obispo rojo".


"Bajo tierra"

Por M.B.

Acindar, la acerera fundada por Arturo Acevedo y presidida durante un tiempo por José Alfredo Martínez de Hoz, jugó un papel estratégico en la represión clandestina. El ex inspector de la Policía Federal Rodolfo Peregrino Fernández, que estuvo en el Ministerio del Interior en tiempos del general Albano Harguindeguy, denunció en 1983, ante la Comisión Argentina de Derechos Humanos (Cadhu), que Acindar "pagaba a todo el personal policial, jefes, suboficiales y tropa, un plus extra en dinero, suplementario al propio plus que percibían ya del Estado esos efectivos. El pago estaba a cargo del jefe de Personal, Pedro Aznárez y del jefe de Relaciones Laborales, Roberto Pellegrini". "Acindar --reveló el ex policía-- se convirtió en una especie de fortaleza militar con cercos de alambres de púas". En su libro Desaparecidos/Desocupados, el periodista rosarino Carlos del Frade enumera diversos casos de activistas de Acindar que desaparecieron para siempre en 1976 y 1977. También denuncia que el helipuerto de la empresa en Villa Constitución era usado por la Policía Federal para estacionar los helicópteros que participaron en la represión de la gran huelga de 1975 y que las instalaciones fabriles también albergaron automóviles Ford Falcon sin patente, policías de civil y el temible comando "Los Pumas". En 1976, el aristocrático general Alcides López Aufranc, que había estudiado en Saint Cyr y había sido jefe de Estado Mayor del Ejército en tiempos de Lanusse, reemplazó a Joe Martínez de Hoz, en la presidencia de la empresa siderúrgica. En 1976, en un coctel con otros empresarios, López Aufranc se jactó de que veintitrés delegados de base de Villa Constitución "ya no darían problemas", porque estaban "bajo tierra". Entre los desaparecidos de Acindar figura Nadia Doria, de la sección IBM de la empresa, que era compañera de Alberto Piccinini, el secretario general de la UOM de Villa Constitución. Nadia forma parte de los desaparecidos de origen italiano, por los cuales reclama la Justicia peninsular. Luego de la represión --cuenta Del Frade--, Acindar se convirtió en el quinto deudor privado con un pasivo de 652.193.000 dólares que pudo transferir al Estado mediante seguros de cambio. Domingo Cavallo, presidente del Banco Central durante la dictadura militar, había favorecido a los grandes empresarios endeudados "nacionalizando" su deuda.

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