Por oscar ranzani
Existen distintas maneras de destacar la figura de Miguel Angel Estrella. Una de ellas, la más conocida por los melómanos, es la que lo considera –por mayoría absoluta– como un exitoso pianista. Otra está relacionada con su Fundación Música Esperanza, que promueve el acceso a la música de las clases pobres y olvidadas. Está la que lo menciona como el mentor de la Orquesta para la Paz, una demostración de convivencia de jóvenes músicos israelíes y de distintos países árabes. O el cargo de embajador ante la Unesco. Miguel Angel Estrella es ante todo un inclaudicable pacifista. Fue secuestrado por la dictadura uruguaya en el marco del Plan Cóndor, lo sometieron a las torturas, pero no lograron quebrar sus ideales.
–¿Qué estaba haciendo el 24 de marzo de 1976?
–Ese día estaba en mi casa de Flores Sur y nos enteramos por los medios y por las imágenes que mostraba la televisión. Fue un shock muy fuerte. Justamente ese día estábamos cargando una heladera grande para llevar a la Villa 31 para varias familias que necesitaban una heladera colectiva. Estábamos cargándola en el camión, arrancamos y nos pararon unos milicos muchísimas veces en el trayecto y nos hacían bajar del camión. Nos ponían con las manos en la pared, las patas abiertas. Bueno, nos maltrataban. Entonces, cuando me preguntaban qué estaba haciendo, si era camionero, les dije: “No, simplemente estamos llevando una heladera de solidaridad para la Villa 31”. No les conté que yo estaba vinculado a la Villa 31 desde los tiempos del Padre Mugica. Y dijeron: “Se acabó el tiempo de la chusma acá”.
–Cuando se enteró del golpe, ¿cuál fue la primera imagen que le vino a la mente?
–Lo primero que pensé es que se nos iba todo a la mierda. Esa es la pura verdad. Y, además, ese periplo que hicimos por la mitad de la ciudad con esa heladera nos mostró que esto venía muy groso por la forma en que nos maltrataban por el solo hecho de llevar una heladera a la Villa 31. A cada rato hablaban de la “negrada”. Decían cosas como: “Acá se terminó la negrada”. Eran oficiales los que nos gritaban esas cosas. No me imaginé nunca que terminaría como terminó y que se desarrollaría lo que pasó después con los desaparecidos o el Plan Cóndor, del cual me tocó ser víctima cuando me secuestraron en el Uruguay.
Estrella sufrió la persecución antes del golpe. “En Tucumán –recuerda–, la cosa había empezado mucho antes. A mis viejos tuve que sacarlos. En agosto del ‘74 empezó la Triple A a hacer cundir el horror de los coches con gente adentro que los incendiaban, les ponían bombas. Pusieron bombas en las casas de nuestros padres, de los tres que llevábamos adelante en Tucumán una política popular de la cultura. Uno era el turco Sale, que había sido secretario de Cultura de la provincia. Estaba el cineasta Gerardo Vallejo, con quien habíamos sido compañeros en la secundaria, y yo. En las casas de los padres de nosotros tres, como advertencia pusieron bombas el 1º de agosto del ‘74. Todo eso trajo secuelas, ya que no pude volver más a Tucumán”.
“En diciembre de 1976 –relata–, estaba haciendo una gira por Europa. Cuando llegué al aeropuerto de Barajas, Madrid, me esperaba un diplomático que era el consejero cultural argentino que no me acuerdo cómo se llamaba. Sí recuerdo que le tenía simpatía porque era muy melómano y porque era el que había hecho los papeles para la vuelta de Perón a la Argentina. Por eso lo tenía presente. Este hombre me esperó en el aeropuerto y me dijo: “Lamentablemente no voy a estar para tu concierto de mañana porque me llaman de Cancillería que tengo que viajar esta noche. Me trasladan, pero me hacen una cena de despedida mis amigos en el aeropuerto y me gustaría que te quedes”. Estrella decidió quedarse en la cena. Pero al rato llegó el consejero cultural visiblemente nervioso a decirle: “Mirá, está el coronel Ramírez (jefe de la represión en Santa Fe) en la mesa con el general Anaya (que era el embajador de la dictadura en España) y quiere verte”.
–No tengo el más mínimo interés en verlo –le respondió Estrella.
“El coronel Ramírez –relata Estrella– era un tipo que so pretexto de que su mujer era pianista quería hacer un dúo para que yo la hiciera conocer a esta mujer en Europa. Un tipo sucio. Jamás entré.” Al rato volvió el consejero cultural con la cara más pálida y le dijo:
–Sabés cómo está la Argentina en estos momentos y los riesgos que hay. Por favor andá a esa mesa.
–No tengo un carajo que hablar con esos señores.
–Mirá, es que me dio la orden. Me dijo es una orden. Pensá en tus hijos, pensá en tu familia –lo asustó el consejero cultural.
Estrella esperó media hora y finalmente fue a la mesa. Ramírez le espetó:
–¿Te andás escapando?
–¿De qué me voy a escapar?
–Vos sabés muy bien de qué estoy hablando.
–No, yo estoy dando conciertos, mañana toco en Madrid y si quieren ir a escucharme, pueden ir a escucharme.
–Vos sabés muy bien que te estás escapando. ¿Cuándo volvés a Argentina?
–¿Qué querés, que te mande un telegrama o te creés que no sé quién sos?
Estrella recuerda a Ramírez como “un lopezreguista total, fue el jefe de policía de Videla en Santa Fe y responsable de muchas represiones grosas. Entonces, me di la vuelta y me fui”. Al día siguiente, en el concierto no hubo nadie de la embajada. A los dos días, Estrella se dirigió a la sede diplomática porque su concierto se daba en el marco de un convenio cultural bilateral y parte del caché lo aportaban los españoles y otra parte la Argentina. Pero cuando fue no se encontró con el consejero cultural que había estrechado lazos sino con un reemplazante que en la noche de la cena le había pedido infinidad de autógrafos. Sin embargo, este nuevo consejero cultural le preguntó con un tono altanero:
–¿Qué venís a buscar?
–¿Vos sos el mismo que me pidió 10 o 15 autógrafos hace dos días en el aeropuerto?
–Sí, pero no sabía con quién estaba hablando. Acá no se les paga a los subversivos.
Entonces, Estrella se le abalanzó y el consejero cultural lo amenazó:
–Si das un paso más, te hago arrestar. Estás en territorio argentino.
“En la habitación contigua –relata Estrella–, había otro diplomático, un ministro que era bien morocho, pero estaba pálido y me hacía señas con las manos de que me rajara, que me fuera de la embajada. Entonces, salí caminando por el Paseo de la Castellana y a los cincuenta metros este ministro me dijo: ‘Mirá, me va a costar el puesto, pero no quiero que te maten o que desparezcas’.”
–¿Y qué hizo?
–Hablé a mi familia y les dije que no iría a Buenos Aires, pero que aguardaran la comunicación que yo les iba a hablar un par de días más. Pero hablé en clave como para que me atendieran en otro teléfono por si estaba pinchado. Porque yo ya había resuelto irme a Montevideo.
Resultó que Uruguay no era el lugar indicado para refugiarse, aunque al principio la cosas pintaban bastante bien para Estrella. “Me quedé por boludo”, se autocuestiona el músico. “Los chicos tenían mucho miedo. En el Uruguay del ‘76 yo tenía un premio como el mejor solista extranjero y me ofrecieron la Cátedra de Piano Superior en la Universidad de Montevideo. Es decir, me ofrecían el oro y el moro y me trataban rebien.” Pero el premio y la cátedra quedaron en la nada y, en 1977, llegaron el secuestro, la tortura y la prisión hasta 1980, año en el que merced a sus colegas del mundo musical, organismos cristianos de varios países, la Cruz Roja Internacional, Naciones Unidas y los gobiernos de Francia, España, Italia, México y Panamá, entre otros, logró la libertad e inició nuevamente el camino del exilio.
“Nunca perdí la esperanza”, asegura Estrella. “Cuando los tipos me decían ‘vas a ser una piltrafa, no vas a poder tocar el piano, esa sonrisa que tenés ahora te la vamos a volar completamente’, yo me reía detrás de la capucha. Nunca los vi a los que me pegaban ni a los que me preguntaban. Pero yo pensaba que estos tipos estaban locos cuando decían: ‘Nosotros somos Dios acá’. Yo rezaba a los gritos. El único momento en que me desestabilizaron completamente fue cuando me hicieron escuchar una cinta trucha en donde la voz de un niño decía: ‘Papá. salvame’. Me dijeron: ‘Esta es tu nena que tiene nueve años, pero está para darle’. Y yo dije a Dios: ‘Esta prueba no me la pongas’. Y volvieron a poner la cinta, pero no era la voz de mi hija. Era la voz de una criatura más chica que la usarían vaya a saber con cuántos. Porque casi todos teníamos hijos. Después de eso, estuve nueve meses sin sensibilidad en mis manos ni en mis brazos”.