Reportajes en la historia  |  para recordarlos con sus propias palabras
José Luis D’Andrea Mohr (1939-2001), militar, publicado el 20 de julio de 1997

“Yo disolvería el Ejército”

Por Maria Esther Gilio

Sergio Bertachon
José Luis D’Andrea Mohr

Podríamos ver su infancia. Tal vez allí haya indicios de sus posiciones de hoy.

–Vamos a ir un poco más allá de la infancia, a las Invasiones Inglesas, en 1806, después de las cuales quedó preso acá el comandante Beresford, quien venía al frente de los invasores. Suponemos que su prisión fue amable porque unos años después vino a vivir aquí una señorita inglesa, llamada Mary Brikford Beresford, quien más tarde se casó con José Mohr, primer cónsul prusiano en la Argentina, mi tatarabuelo.

–En definitiva, que usted desciende del invasor inglés. ¿Eso le molestó alguna vez?

–Jamás, yo no estaba allí. Y si hubiera estado, habría sido del lado de los criollos. Y bueno, de aquel matrimonio vino mi bisabuelo, que fue militar, mi abuelo que fue militar, mi padre que fue militar. Y yo que seguí viaje nomás.

–¿Qué pensaba que era ser militar?

–Y, lo que había visto era algo muy normal para mí. Yo aprendí a andar a caballo, a boxear, a fumar, a hacer esgrima y a tirar en los cuarteles.

–¿Entonces, su vocación?

–De qué vocación habla... A esa edad uno no sabe, ingresé al Colegio Militar casi sin pensarlo. Y aunque me llovieron los arrestos, porque antes muchas cosas me rebelaban, terminé los cursos.

–¿Por qué cree usted que los oficiales se empeñaron siempre en humillar y torturar, con trabajos idiotas, a los soldados que instruyen?

–Hay una forma de mandar que se apoya en el sometimiento del otro. Cuanto más pequeñito es un individuo, más se siente engrandecido por el sometimiento del otro.

–¿Por qué esta situación se da inevitablemente en el Ejército?

–Porque es allí que las reglamentaciones lo permiten. Allí un microhombre puede obligar a otros hombres a que hagan lo que él quiere. Esto a pesar del reglamento madre, el de Servicio Interno, el cual dice en su Prólogo que la disciplina se basa “en la razón y en la justicia”, no en el sometimiento del otro. Este prólogo algunos no lo leyeron nunca, otros lo recortaron, lo tiraron y, cuando lo necesitaron para justificar sus conductas criminales, hablaron de “obediencia debida”.

–¿Y qué pasó con los que leyeron y aceptaron esas palabras?

–Esos se rebelaron; los otros iniciaron el despegue.

–¿Despegue de qué?

–Despegue de cretino. De tipo educado no para ser sino para tener: tres estrellas, cuatro. Cuando un oficial instruye humillando, y el instruido a su vez aprende a instruir humillando, se va generando un estilo de mando que se fundamenta en el atropello y el tormento.

–Denos un ejemplo.

–Se pasa revista hasta las uñas del soldado y, mientras se lo lleva a almorzar, se le ordena cuerpo a tierra. El hombre que hace esto, un hombre chiquito, con este contrasentido se siente poderoso. Sin darse cuenta de que poder no es autoridad. Entendida ésta como el resplandor de la fuerza moral.

–Usted se rebeló, ¿cuándo fue?

–Apenas entré. Cuando uno se está entrenando se admite todo, así se trate de cosas muy duras. Pero después de que se bañó, y está descansando, es inadmisible que llegue un infeliz de éstos y quiera continuarla.“Pararse”, “sentarse”, “cuerpo a tierra”, “arrastrarse”. Yo jamás, jamás, me arrastré.

–¿Por qué no lo castigaban?

–Porque, si bien yo iría preso por desobediente, también iría el oficial, quien había cometido abuso de autoridad. Y aquí se ve otra cosa, la cobardía, la resistencia a aguantar las consecuencias. Y éste es un ejemplo chiquito de todo lo que pasó después en la Argentina.

–El castigo demoró, pero parece estar llegando. El pacto de silencio hace agua por todos lados.

–Sí, están pasando cosas que los van acorralando. De mi parte estoy haciendo lo posible. Sigo con mi historia. Termino el Colegio Militar, hago un curso de instructor paracaidista, me recibo y me mandan a un batallón de ingenieros en San Nicolás. Estando ahí, en septiembre del ’62, se produce el primer conflicto entre Azules y Colorados y yo me niego a combatir.

–Lo castigaron.

–No, esta vez no fui preso y cuando terminó el conflicto fui mencionado como ejemplo. De cualquier modo, como los Colorados perdieron, y yo estaba entre los Colorados, me trasladaron con mi flamante título de instructor de paracaidistas a un batallón de montaña, como jefe de la sección “mulas”.

–Poco más tarde vuelven a enfrentarse Azules y Colorados. ¿Otra vez se negó a combatir?

–Sí, pero esta vez me metieron preso más de dos meses y cuando salí me trasladaron a Río Gallegos, donde estuve dos años. Río Gallegos era una especie de depósito de castigados.

–¿No era Río Gallegos una zona de mucho prostíbulo?

–En Río Gallegos había 45 prostíbulos de no más de seis mujeres. Había garitos, cabarets. Para un joven noctámbulo como yo, esa ciudad era el paraíso. El único problema era mi sueldo, que se agotaba a la semana. Entonces, como era buen boxeador, empecé a boxear por plata. Cuatro veces me llevaron a Chile. Las cosa fue que un día, en el centro, conozco a una chica, francesa, llamada Michelle, que resultó ser la dueña de un prostíbulo, al cual me fui a vivir a los tres o cuatro días de conocerla.

–¿Y después de Río Gallegos?

–Fui a parar al norte de Santa Fe, a Villa Ocampo, donde estaban haciendo un puente sobre el Paraná Miní. Ahí estuve casi un año, luego fui a Buenos Aires para un curso, me casé, tuve un hijo y fui a la Antártida, tal como lo había pedido tiempo atrás.

–¿A qué parte de la Antártida?

–A Base Belgrano, la más austral, sobre la barrera de Fishner de 150 kilómetros por 150, que ahora se cortó.

–Y se echó a navegar por los mares... ¿Qué pasó después de la Antártida?

–Cuando volví, dados mis conocimientos astronómicos, me mandaron al Batallón de Ingenieros Topográficos, más tarde a Bariloche y luego a la Compañía de Policía Militar 101, a cargo de una sección de seguridad a la que debía entrenar con alto grado de eficiencia.

–¿Eficiencia en qué terreno?

–En toda forma de combate urbano. Manejo de todo tipo de armas y explosivos. En ese año, el 17 de noviembre de 1972 Perón regresó al país.

–Por primera vez después del ’55.

–Casi un año después volvería ya para quedarse. Pero en esta primera oportunidad nosotros teníamos orden de patrullar determinados sectores de la ciudad y disolver los contingentes que se reunían para ir a Ezeiza. En una de esas salidas en que íbamos yo en un jeep, el capitán segundo jefe de la compañía en otro y atrás tres camiones con los hombres que yo había instruido, tomamos Canning y de pronto vemos que en una transversal, a cien metros sobre la izquierda, hay reunidas unas 2000 personas. Paramos y el capitán me ordena que vaya y los intime a disolverse. Yo me saqué el casco, el cinturón con la pistola y fui.

–La orden no le gustaba.

–¡Claro!, era un despropósito. A medida que me acercaba sentía el peso del silencio y las miradas clavadas en mí. “¿Qué hago?”, pensaba. Y también, “ya se me va a ocurrir algo”, pero seguía avanzando y no se me ocurría nada, hasta que de pronto veo que de la manifestación se separa una señora con un impermeable raído y un pañuelo en la cabeza que se acerca hasta que nos encontramos. Yo miraba para abajo y cuando levanté los ojos vi los de ella. Ojos grandes y celestes como los de mi abuela, que había muerto, y yo adoraba. Ella me tomó de los brazos y sentí no sé... que era mi abuela. Pensé en la patria y en lo que esa mujer esperaba de mí en ese momento. Yo estaba como petrificado cuando la escuché decir: “Señor, ¡no nos van a matar!”. Yo la abracé y –mire, todavía me emociono–, “no señora, no”, le dije y avancé con ella abrazada hacia la gente, que se separó dejando un pasillo por el que avanzamos. “Lo que nosotros queremos, dijo, es ir a esperar al general Perón.” Yo saqué, entonces, un plano del bolsillo, les pedí que lo sostuvieran y les expliqué cuál era mi sector. Tenían que dividirse en 8 columnas y, al llegar al límite de mi sector, en 16. “Porque si los grupos son chicos no pasa nada”, les dije. Se produjo una ovación, uhhh, y la señora me dio un beso. Ella lloraba y yo también. Vuelvo al jeep y el capitán: “¿Qué pasó?”. “No, nada, les dije que se fueran y se fueron.” Esa noche, viene un soldado a mi casa y me dice que me llama el general Sánchez de Bustamante, que era el comandante del cuerpo, lo que después fue Suárez Mason. Llegó y me dice “Sientesé”, lo cual ya me sonó raro.

–¿Por qué?

–Demasiado amable. “¿No vio televisión hoy?”, me pregunta. Ahí me acordé que durante el episodio había visto una cámara por ahí. “No, no vi.” “Ah –dice él–. Salió bárbaro. Se oyó claramente la orden que impartió.” Yo pensé: “Me mandan preso a Magdalena”. El dijo: “Usted está en una situación muy extraña, yo debería hacer un sumario y mandarlo a Magdalena, porque hizo todo al revés de lo ordenado, o felicitarlo por ser el único hombre que dispersó una manifestación solo, desarmado y con un discurso”. Yo pensé, “¿qué elegirá?”.

–¿Qué eligió?

–Primero quiso saber. “¿Por qué hizo eso?”. “Hice eso porque es imposible e inadmisible enfrentar a compatriotas desarmados, con armas. Yo, eso no lo voy a hacer nunca”. “Perfecto, yo no lo puedo felicitar pero lo felicito. Váyase.”

–En el ’76, usted se niega a obedecer una orden del general Videla, de declarar en un sumario, y lo retiran.

–Sí, me pasan a retiro. Pero yo ya hacía unos años que estaba harto del Ejército. Tan harto que me negué a entrar en la Escuela de Guerra, imprescindible para avanzar en la carrera.

–¿Lo pasaron a retiro antes o después del golpe?

–Antes. De cualquier modo, después me convocaron para integrar un “grupo de tareas”, cuya misión era “detectar, detener, interrogar y eventualmente eliminar blancos”.

–Quiere decir gente. ¿Qué dijo?

–No sólo dije que no, sino que amenacé de muerte a quien me dio la orden. Y esto lo cuento por los que dicen que tuvieron que obedecer. Mentira, a mí no me pasó nada.

–¿En qué momento comenzaron a organizarse los mecanismos represivos con esa ferocidad que conocimos luego?

–La primera cuestión fue ideológica: convencer a todos de que estábamos en una guerra mundial.

–La guerra fría.

–Claro. En mi libro El escuadrón perdido, yo cuento sobre la primera orden secreta de Videla una vez declarado el estado de sitio durante el gobierno constitucional. Allí se dice que la guerra se libra en las mentes. La “Guerra Subversiva Marxista” tiene por objetivo la apropiación de las mentes para que caigan las naciones. Esta es una idea que se repite una y otra vez en las sucesivas y numerosas órdenes secretas.

–¿Por qué le parece que se insiste tanto en este concepto?

–Ellos están describiendo al enemigo y, al asegurar que la guerra se libra en las mentes, están dando calidad de enemigo al guerrillero, al pariente, al maestro protestón, al gremialista y a todos los que no compartan punto por punto sus ideas. Porque el lugar del enemigo está ocupado por cualquiera que piense diferente.

–Si fuera designado para organizar un ejército ejemplar, atento a las necesidades de un país civilizado, ¿qué haría?

–Si tuviera esa posibilidad, lo disolvería. No creo ni en las guerras ni en los ejércitos.

© 2006 www.pagina12.com.ar  |  República Argentina  |  Todos los Derechos Reservados