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El país|Domingo, 25 de julio de 2004
EL GOBIERNO DESCUBRE LA PREVENCION

Agua tibia

Después de un año de argumentar que la protesta social no debía ser reprimida, Kirchner se decidió a buscar un ministro de Justicia y un secretario de seguridad que compartan ese criterio. El jueves se demostró que el vallado y la disuasión por el número funcionan sin dificultad, lo cual se parece mucho a la invención del agua tibia. En todo caso, más vale obvio que nunca. El cambio llega a tiempo para impedir males mayores.

Por Horacio Verbitsky
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Ex jefe Prados y ex secretario Quantín.
A las 22.15 de anoche, Néstor Kirchner recibió la confirmación que esperaba. Horacio Rosatti aceptaba hacerse cargo del ministerio de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos y Alberto Iribarne de la Secretaría de Seguridad. Entonces le indicó al jefe del gabinete de ministros, Alberto Fernández, que se comunicara con Gustavo Beliz. El diálogo fue lacónico y breve:
–Hola Gustavo. El presidente me encargó que te pidiera tu renuncia y la de todo tu equipo.
–Perfecto. Ningún problema. Decile que la tiene desde este momento.
–Te mando un abrazo.
–Otro.
Kirchner tomó la decisión de relevarlo en Venezuela y la puso en practica en cuanto llegó. El miércoles, el presidente le indicó que quería la renuncia del secretario de seguridad, Norberto Quantín. “Sí, pero habría que darle tiempo, por lo menos tres o cuatro días”, pidió Beliz. El jueves, antes de partir hacia el Caribe, Kirchner impartió la directiva del doble vallado sin armas letales para proteger la Legislatura. Beliz le informó que el jefe de la Policía Federal, comisario general Héctor Prados se resistía. “Relevalo y designá al subjefe Néstor Valleca”, le ordenó Kirchner a punto de embarcarse. Como despedida, insistió: “Acordate de lo de Quantín”. Beliz volvió a pedir tiempo “para que no quede pegado a lo de Prados”. Kirchner asintió. El viernes, al ver en los diarios que el alejamiento de Quantín era vox populi, Beliz se comunicó con Radio Mitre y atacó al jefe de la Secretaría de Inteligencia, Héctor Icazuriaga, y al propio Kirchner, y dijo que la mafia quería su cabeza. Desde Isla Margarita, Alberto Fernández habló con Beliz.
–Callate –le dijo.
–Estoy diciendo lo que creo –replicó Beliz.
A partir de allí sólo era cuestión de ver quien se anticipaba a quien. Fue Kirchner.
Detonante
Partidario de la dictadura militar, miembro de un grupo integrista que sólo criticaba que la represión no fuera más abarcadora, a Norberto Julio Quantín no puede reprochársele ninguna incoherencia. En una de sus últimas actuaciones como fiscal argumentó en favor de la impunidad para los crímenes de la guerra sucia militar contra la sociedad argentina, con citas que revelan su formación en el pensamiento contrarrevolucionario del falangismo español y la Cité Catholique francesa. Lo hizo de puro convencido, porque ni siquiera actuaba como fiscal de la causa, que no correspondía al fuero ordinario en el que pronto volverá a desempeñarse. Lo mismo había hecho en 1990, cuando aceptó desplazar al fiscal bahiense Hugo Cañón y se pronunció en favor de la constitucionalidad de los indultos dictados por el ex presidente Carlos Menem. Según unadesgrabación de origen desconocido que hacen circular otros fiscales, Quantín y su fiel lugarteniente, José María Campagnoli se tratan de “General” y “Coronel” y hacen chistes despectivos sobre judíos, armenios y negritos. Funcionarios judiciales que trabajaron con él cuentan que Quantín alaba la ubicación de un despacho en el antiguo edificio de la Cámara de Apelaciones en lo Penal de la calle Viamonte al 1100 porque dice que desde ahí se puede escupir sobre los fondos de la sinagoga de la calle Libertad. Sería tentador decir, entonces, que por fin Néstor Kirchner admitió que un tema crítico como la seguridad no podía dejarse en manos de un funcionario con un pensamiento antagónico con el suyo.
Incompetencia
No es ésta, sin embargo, la razón por la que Quantín debió alejarse de su primer cargo político y arrastró en su caída a Beliz. Por el contrario, el presidente resistió todos los cuestionamientos ideológicos que recibía, con el objetivo expreso de mostrar una actitud de pluralismo incluso excesivo, en refutación de quienes le atribuyen una ceguera setentista. La salida de Quantín sólo obedece a su incompetencia para el cargo. Su falta de calificación para ocuparlo era evidente desde el primer día, pero Beliz, durante su desempeño como legislador porteño quedó deslumbrado por la experiencia de las fiscalías barriales, impulsada por Quantín y José María Campagnoli. Como se ha visto, la seguridad federal requiere una especialización distinta que una fiscalía de barrio. Es cierto que nunca nadie acusó a Quantin de quedarse con una moneda ajena y el propio Beliz para defenderlo compara los dos ambientes en que vive Quantín con las residencias fastuosas que algunos de sus impugnadores no pueden justificar con sus sueldos judiciales. Condición necesaria, pero no suficiente para ocupar un cargo público, la honestidad de Quantín fue perdiendo peso específico a medida que prevalecía su falta de idoneidad para una función que no debería quedar en manos de un neófito. Varias veces el gobierno nacional estuvo a punto de devolverlo a las filas del Ministerio Público. Su debilidad personal por los comisarios Carlos Sablich y Jorge Palacios no contribuyó a mejorar las cosas ante el Poder Ejecutivo, que decidió el pase a retiro de ambos, con la misma decisión que ahora empleó para remover a Beliz y Quantin. Acusado muchas veces de deslealtad con sus jefes políticos, los actos de Beliz lo desmienten respecto de sus subordinados. Cada vez que Kirchner cuestionó la continuidad de Quantín, el ministro puso la suya sobre la mesa. Los episodios del viernes 16 en la Legislatura de la Ciudad fueron su límite. Dos veces desde entonces Beliz ofreció su renuncia a Kirchner, quien la rechazó con palabras inequívocas. “La tuya no”, le dijo. Ante la falta de reacción, el miércoles lo hizo explícito, y sucedió lo que se narra al comienzo de esta nota.
Antes de viajar a la Patagonia, Kirchner reiteró la orden de que no se reprimiera la manifestación pero que se adoptaran medidas preventivas para asegurar que la sesión se desenvolviera con normalidad. Entre ellas había recomendado que se colocaran vallas en torno de la Legislatura, con personal femenino en la primera línea. Un funcionario dijo: “Es como ponerles un espejo a los manifestantes, que llevan a mujeres y chicos”. Otro bromeó: podemos poner también unos bebés de azul.
Explicaciones
Nada ocurrió como estaba indicado. En un informe posterior a los hechos, los encargados de seguridad descargaron la responsabilidad sobre el titular de la Legislatura, Santiago de Estrada, por “no haber solicitado más personal como modo de prevenir eventuales disturbios”, no haber informado en el momento oportuno que la sesión sería cerrada al público y haber ordenado la clausura de las puertas mientras los manifestantes aguardaban ser identificados para ingresar al recinto. Hay en esto al mismo tiempo una confusión funcional y un error político. Ni lainteligencia previa ni la seguridad de la Legislatura son responsabilidad de sus autoridades ni de las del Ejecutivo local, sino del gobierno nacional. Pero además, De Estrada no pertenece a ninguno de los partidos gobernantes en la Nación y la Ciudad. Por el contrario, es dirigente del que aspira a liderar la oposición e impulsa las reformas autoritarias al Código. En consecuencia, es obvio que sería el principal beneficiado por cualquier tumulto. Después de muchos intentos fallidos, el 7 de julio había logrado reunir los 31 votos para la aprobación en general y preveía que la dificultad se repetiría con la votación de cada artículo, sobre todo aquellos que penalizan con arresto el corte de calles y avenidas, la venta ambulante o la oferta de sexo en la vía pública.
A destiempo
Al comenzar los disturbios, Fernández citó en su despacho a Beliz, Quantin y la cúpula policial. Allí los retuvo durante horas. No quería sorpresas. Rumiante frente al televisor, Quantín repetía “Esto no puede ser” y dijo que enviaría refuerzos sobre la asediada legislatura. Luego de una consulta telefónica con Kirchner, Fernández no lo autorizó. Se había dejado pasar la oportunidad de prevenir y ya sólo era posible agravar las cosas, provocando aquello que se deseaba impedir. Los negociadores políticos enviados por el gobierno habían pactado que las columnas de piqueteros se retiraran hasta la Avenida de Mayo. Sus dirigentes dijeron que si había represión esas columnas se sumarían al minúsculo grupo que intentaba prender fuego al edificio. Lo que hubiera podido prevenirse sin una gran inversión de recursos humanos, amagaba convertirse en un caos mayor y derramarse por el microcentro o hacia la Plaza de Mayo, como en diciembre de 2001. El propio Beliz escuchó la palabra de Kirchner: “Ni un palo, ni un gas”. Al contarlo en los días siguientes alteró la cronología. Esa fue la consigna previa a los disturbios simultánea con la orden de prevención. No se trataba de grandes masas humanas. Los dedicados al destrozo eran unas pocas decenas, aquellos que aguardaban expectantes a cien metros no llegaban a los cinco centenares. Por eso Kirchner evaluó luego que sólo se habían cumplido dos de sus tres objetivos: dejar en evidencia ante la sociedad quiénes y cuántos eran los violentos y mostrar la paciencia de su gobierno. En cambio, había fallado el tercero, que era demostrar la posibilidad de disuadir sin reprimir, a través del número de efectivos en función preventiva sin medios letales.
Hechos e Intenciones
Algunos funcionarios del gobierno creen que Quantin desprotegió en forma deliberada la Legislatura, como una forma de marcar su desacuerdo con la decisión presidencial de no reprimir las protestas. De este modo se justificaría el giro hacia un endurecimiento de la política de seguridad. Otros no se arriesgan a atribuirle semejante sutileza, sobre todo porque esa táctica implicaba comprometer su propio cargo, tal como ocurrió. Las interpretaciones que Quantin le suministró a Beliz y que el ex ministro repitió ante quien quisiera escucharlo sostenían que era imposible prevenir episodios como los del viernes. Según ellos todos los días hay en la ciudad de Buenos Aires una decena de movilizaciones y sólo cuando terminan se sabe si violentas o no. Además en los últimos tiempos los manifestantes adoptaron tácticas que confunden a la policía. Anuncian que marcharán sobre un determinado objetivo y cuando la policía monta un vallado, a una voz de orden se dividen en dos grupos que se dirigen en direcciones opuestas a cometer destrozos en lugares no anunciados. La gestión de Juan José Alvarez y Roberto Giacomino negociaba con los piqueteros lugares de confrontación y de calma, por medio de la corrupción y éste es un gobierno decente y hace tiempo que los piqueteros no le atienden el teléfono a los funcionarios de seguridad que quieren negociarcon ellos, decía Quantin y repetía Beliz. Por último, agregaban, la policía no dispone de vallas ni de hombres suficientes para aplicar la táctica de saturación que reclamaba Kirchner. “Tendríamos que vaciar todas las comisarías de la ciudad.” Respecto del episodio del viernes 16, afirmaban que de haber vallado la Legislatura, los manifestantes “hubieran roto las vidrieras de Modart”. Esta pobre justificación del propio fracaso no resiste el análisis. Nada que hubiera ocurrido contra algún comercio pudo haber sido más grave que el asedio a la Legislatura. Que la policía tiene recursos para montar un operativo preventivo suficiente sin armas letales, como quedó demostrado el jueves 22, es tan obvio como la invención del agua tibia.
Policías y gendarmes
Las baldosas voladoras, los chorros de agua, las vallas como arietes y la puerta de la Legislatura en llamas no deberían ocultar problemas más graves de la gestión de Quantín. Ninguno peor que el empleo cotidiano de la Gendarmería como una fuerza policial ordinaria en la represión del delito, con olvido de su misión específica en el control de las fronteras y en algunos delitos complejos como la comercialización de sustancias psicotrópicas de uso prohibido por las autoridades sanitarias. El miércoles 21 la Comisión de Defensa del Senado de ese país interrogó al teniente general Bantz J. Craddock, propuesto por el presidente W. Bush para suceder en el Comando Sur al general texano Charles Hill. Hace tres meses, cuando el Congreso discutía el presupuesto del Comando para 2005, Hill mencionó a la Argentina y se quejó por la separación de jurisdicciones entre las Fuerzas Armadas y las de seguridad. Ahora el general Craddock hizo girar su audiencia de confirmación sobre lo que Estados Unidos define como narcoterrorismo. Los problemas más serios que describió son “los estados débiles cuya transición a una forma de gobierno democrática no está cumpliendo con las expectativas económicas y sociales de sus ciudadanos”.
Una expresión similar usó Hill en abril para referirse a la Argentina: la crisis económica llevó a que muchos cuestionaran la validez de “las reformas neoliberales”. Para Craddock, “el narcoterrorismo, las bandas financiadas por la droga, los secuestros y el crimen organizado se combinan para hacer de América Latina la región más violenta del mundo” y “el narcotráfico contribuye a agravar otros problemas, como la inestabilidad democrática, la corrupción y el populismo extremo”, sin contar que es una “fuente fundamental de financiamiento para el terrorismo internacional”. Hill había dicho que la amenaza que plantean bandas criminales cada vez más sofisticadas es “difícil y compleja porque pega justo en el borde entre las operaciones policiales y militares. Los dirigentes latinoamericanos necesitan resolver esta cuestión de responsabilidad entre jurisdicciones para promover la colaboración entre sus fuerzas policiales y militares”.
Al mismo tiempo, el Congreso brasileño dispuso autorizar el empleo de las Fuerzas Armadas en la represión del crimen organizado, el comercio de sustancias estupefacientes y el comercio ilegal de armas. Al fundamentar el proyecto, un alto jefe militar brasileño dijo que era inevitable porque, “por desgracia, no tenemos fuerzas intermedias, como la Gendarmería argentina”. La desviación de sus funciones hacia tareas ordinarias de seguridad en el conurbano o su estacionamiento permanente en algunos barrios conflictivos es la mejor manera de crear el vacío que otros quieren llenar en el futuro con un salto al pasado. La reformulación de la Gendarmería como una segunda policía, según la política que aplicó Quantin, es el paso previo necesario al redimensionamiento del Ejército como una mera fuerza antinarcóticos, antesala a su vez de un nuevo error histórico, como su involucramiento en la represión política hace tresdécadas, cuyas consecuencias aún perduran. Será ésta la principal trampa que Alberto Iribarne deberá desmontar.

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