“Mirá... la Argentina...”, dice, sueña o delira Witold Gombrowicz en el lecho de muerte, señalándole a su esposa Rita el ventilador de techo que no deja de girar, allá en Vence. Las fechas y onomásticos habrán interesado tan poco al autor de Ferdydurke como la Argentina “intelectual, estetizante y filosofadora” que supo despreciar con minucia en sus Diarios. Aun asĂ, el lunes prĂłximo se cumplen ciento diez años de su nacimiento. Un par de semanas más tarde, un nuevo aniversario de su llegada al puerto de Buenos Aires, el 22 de agosto de 1939. Apertura de un cĂrculo que se cierra un dĂa de noviembre de 1963, con el mayor escritor polaco del siglo XX (siempre que se considere decimonĂłnico a Joseph Conrad) subiendo a otro barco que lo lleva de regreso a Europa.
“El dĂa que dejĂ© Buenos Aires me sentĂ perdido”, escribiĂł Gombrowicz en Diario argentino. De exilios, extravĂos y reencuentros habla Gombrowicz, la Argentina y yo, documental que Alberto Yaccelini completĂł en 1998 y que jamás se estrenĂł aquĂ. A diferencia de la inhallable Gombrowicz o la seducciĂłn, de Alberto Fischerman (1986), el documental de Yaccelini puede verse online, en la página www.cinemargentino.com (se recomienda aprovechar para ver la extraordinaria Volvoreta, tambiĂ©n de Yaccelini). “¿Por quĂ© un exiliado polaco se puso a extrañar un paĂs en el que no habĂa nacido?” Esa pregunta trae a Yaccelini de regreso a Buenos Aires. El realizador y montajista hizo el camino inverso al de Gombrowicz. A mediados de los ’70 partiĂł a ParĂs, sumándose a un miniexilio cinĂ©filo argentino en aquella ciudad, que para la misma Ă©poca se completaba con los nombres de Hugo Santiago, Edgardo Cozarinsky y el fallecido Eduardo de Gregorio.
“No soy un exilado”, aclara el realizador en su Ăşnica apariciĂłn en cámara, en Gombrowicz, la Argentina y yo. “No vine escapando de nada”, debe leerse en esa declaraciĂłn, que apunta a señalar que como el de los antes nombrados y a diferencia del de Jorge CedrĂłn (por poner un ejemplo notorio), el suyo fue un destierro por elecciĂłn. A diferencia tambiĂ©n del de Gombrowicz, que primero fue por azar y enseguida por necesidad. El escritor, que venĂa de publicar Ferdydurke, desembarcĂł en Buenos Aires como parte de una campaña oficial del gobierno polaco, destinada a promocionar la cultura de su paĂs en el exterior. Diez dĂas despuĂ©s de poner pie en suelo porteño, el gobierno polaco no existĂa más: el 1Âş de septiembre del ’39, tropas de un paĂs vecino se ocuparon de ocuparlo. Gombrowicz, entonces, se quedĂł.
Se quedĂł veinticuatro años: algo tiene que haber habido acá que lo hizo quedarse, dos dĂ©cadas despuĂ©s de que Hitler dejĂł de existir. Un motivo para quedarse fue que Stalin seguĂa existiendo y Polonia quedaba muy cerca de MoscĂş. Los otros motivos son los que viene a investigar Yaccelini. Pero, claro, de ahĂ el tĂtulo: Yaccelini sabe que hay una ciudad en comĂşn entre Gombrowicz y Ă©l. Sabe que su vida y la del polaco son reflejos en un espejo, y los restos de ese espejo roto son los que el documental recoge. Las fechas se cruzan: Gombrowicz llega a Buenos Aires en el ’39; Yaccelini, en el ’49, de la mano de sus padres y proveniente de Santa Fe. Gombrowicz se queda acá veinticuatro años; Yaccelini vuelve, veinticuatro despuĂ©s de haberse ido. Gombrowicz se va en el ’63; dos años antes, alguien le habla por primera vez a Yaccelini de Gombrowicz.
El que le habla es Antonio Dal Masetto, que ahora está ahĂ, ante cámara, evocando el fantasma de ese polaco soberbio y genial, distante y gregario, amable y provocador. “Era muy divertido –recuerda Lila, hija de Antonio Berni–. VenĂa seguido a cenar. Con mi padre se admiraban mutuamente, aunque chocaban mucho en lo polĂtico e ideolĂłgico (N. de la R.: Berni simpatizaba con el comunismo, Witold abjuraba de Ă©l). Durante una cena, bastaba que alguien opinara a favor de cualquier cosa para que Gombrowicz le llevara la contra. Unos dĂas más tarde, en otra cena alguien decĂa lo mismo que Ă©l habĂa sostenido. Entonces Gombrowicz se ponĂa del lado de la persona con la que antes se habĂa peleado.”
“¿QuĂ© cree que puede haber llevado a que a un polaco le gustara tanto Buenos Aires?”, le pregunta Yaccelini al taxista que lo lleva. “Acá hay una desorganizaciĂłn... linda”, dice el taxista, y podrĂa aventurarse que da justo en el clavo. Los fragmentos de los Diarios, releĂdos en off por el artista plástico Rolando Paiva (tambiĂ©n exilado en ParĂs), recuerdan lo que el autor de Transatlántico pensĂł sobre la Argentina. “Acá sĂłlo la gente comĂşn es distinguida, aristocrática. Los aristĂłcratas soñaban con ParĂs, yo amaba Retiro.” La cámara de Yaccelini va del frente de la estaciĂłn a los restos de lo que fueron los piringundines de la zona, señalando el lugar donde alguna vez estuvieron el Parque JaponĂ©s, sus marineros y cierto ajetreado tráfico homosexual. El lugar donde desde los años ’70 se emplaza el Sheraton.
La ciudad, el paso del tiempo, mutaciones. Otro taxista habla de Puerto Madero, “un lugar para ricos; los pobres van a pedir limosna”. Yaccelini ve, en el neoclásico del Palacio de Correos, “uno de los pocos edificios de Buenos Aires que lograron resistir el avance de la modernidad”. Una Ăşnica escena en un baño pĂşblico, aunque Ă©sos eran lugares en los que el apuesto cincuentĂłn, de rubio aspecto aristocrático, gustaba cruzarse con “la juventud” argentina. Con jĂłvenes pertenecientes a esa clase baja que representaba para Ă©l lo más vital, lo más valioso de un paĂs en el que veĂa pura masa sin cocciĂłn. Un Pasolini polaco, si se quiere.
Cruces y oposiciones: “Prefiero tomar un helado y ver pasar a las chicas”, dice a su turno Yaccelini. Oposiciones y cruces: Yaccelini habla sobre Gombrowicz con amigos (Dal Masetto, el guionista Jorge Goldenberg, el cineasta SimĂłn Feldman), comprovincianos (Juan JosĂ© Saer) y notorios cofrades y discĂpulos del maestro (el filĂłsofo Alejandro Russovich, el novelista Dipi Di Paola, Miguel Grinberg). Con ellos, el realizador discurre tambiĂ©n sobre sĂ mismo, Buenos Aires y la Argentina. “Hay una frase que vos solĂ©s citar”, dice Goldenberg, apuntando detrás de cámara. “Fijate cĂłmo preparo el mate”, indica enseguida y da una clase magistral sobre el tema.
El tiempo en reversa: Yaccelini “vuelve al barrio”, a jugar un partidito y comer un asado con los muchachos. “Acá me llaman El FrancĂ©s, allá El Argentino”, dice, y la frase no deja de resonar con la afirmaciĂłn de Grinberg, en el sentido de que el polaco (que de a ratos presumĂa de conde) jamás fue aceptado por la cultura oficial argentina. Ecos y resonancias que no sĂłlo están en las palabras: basta que el autor de los Diarios escriba que deberá pasar mucha agua bajo el puente antes de volver a la literatura, para que el curso del rĂo conduzca la cámara hasta el puerto de una ciudad que, como Gombrowicz afirma de sĂ mismo, nadie sabe cĂłmo es en realidad. “No entiendo para quĂ© te fuiste a ParĂs”, reprocha el maestro asador al hombre detrás de la cámara, confirmando que Gombrowicz, la Argentina y Yaccelini se parecen. Mucho.
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