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Sábado, 2 de agosto de 2014

CINE ONLINE › GOMBROWICZ, LA ARGENTINA Y YO

Un polaco que amaba Retiro

Con la excusa de un aniversario, conviene encontrar en la web este estupendo documental de Alberto Yaccelini que bucea en las misteriosas razones que llevaron al genial autor de Ferdydurke a quedarse un cuarto de siglo en Buenos Aires.

 Por Horacio Bernades

“Mirá... la Argentina...”, dice, sueña o delira Witold Gombrowicz en el lecho de muerte, señalándole a su esposa Rita el ventilador de techo que no deja de girar, allá en Vence. Las fechas y onomásticos habrán interesado tan poco al autor de Ferdydurke como la Argentina “intelectual, estetizante y filosofadora” que supo despreciar con minucia en sus Diarios. Aun así, el lunes próximo se cumplen ciento diez años de su nacimiento. Un par de semanas más tarde, un nuevo aniversario de su llegada al puerto de Buenos Aires, el 22 de agosto de 1939. Apertura de un círculo que se cierra un día de noviembre de 1963, con el mayor escritor polaco del siglo XX (siempre que se considere decimonónico a Joseph Conrad) subiendo a otro barco que lo lleva de regreso a Europa.

“El día que dejé Buenos Aires me sentí perdido”, escribió Gombrowicz en Diario argentino. De exilios, extravíos y reencuentros habla Gombrowicz, la Argentina y yo, documental que Alberto Yaccelini completó en 1998 y que jamás se estrenó aquí. A diferencia de la inhallable Gombrowicz o la seducción, de Alberto Fischerman (1986), el documental de Yaccelini puede verse online, en la página www.cinemargentino.com (se recomienda aprovechar para ver la extraordinaria Volvoreta, también de Yaccelini). “¿Por qué un exiliado polaco se puso a extrañar un país en el que no había nacido?” Esa pregunta trae a Yaccelini de regreso a Buenos Aires. El realizador y montajista hizo el camino inverso al de Gombrowicz. A mediados de los ’70 partió a París, sumándose a un miniexilio cinéfilo argentino en aquella ciudad, que para la misma época se completaba con los nombres de Hugo Santiago, Edgardo Cozarinsky y el fallecido Eduardo de Gregorio.

“No soy un exilado”, aclara el realizador en su única aparición en cámara, en Gombrowicz, la Argentina y yo. “No vine escapando de nada”, debe leerse en esa declaración, que apunta a señalar que como el de los antes nombrados y a diferencia del de Jorge Cedrón (por poner un ejemplo notorio), el suyo fue un destierro por elección. A diferencia también del de Gombrowicz, que primero fue por azar y enseguida por necesidad. El escritor, que venía de publicar Ferdydurke, desembarcó en Buenos Aires como parte de una campaña oficial del gobierno polaco, destinada a promocionar la cultura de su país en el exterior. Diez días después de poner pie en suelo porteño, el gobierno polaco no existía más: el 1º de septiembre del ’39, tropas de un país vecino se ocuparon de ocuparlo. Gombrowicz, entonces, se quedó.

Se quedó veinticuatro años: algo tiene que haber habido acá que lo hizo quedarse, dos décadas después de que Hitler dejó de existir. Un motivo para quedarse fue que Stalin seguía existiendo y Polonia quedaba muy cerca de Moscú. Los otros motivos son los que viene a investigar Yaccelini. Pero, claro, de ahí el título: Yaccelini sabe que hay una ciudad en común entre Gombrowicz y él. Sabe que su vida y la del polaco son reflejos en un espejo, y los restos de ese espejo roto son los que el documental recoge. Las fechas se cruzan: Gombrowicz llega a Buenos Aires en el ’39; Yaccelini, en el ’49, de la mano de sus padres y proveniente de Santa Fe. Gombrowicz se queda acá veinticuatro años; Yaccelini vuelve, veinticuatro después de haberse ido. Gombrowicz se va en el ’63; dos años antes, alguien le habla por primera vez a Yaccelini de Gombrowicz.

El que le habla es Antonio Dal Masetto, que ahora está ahí, ante cámara, evocando el fantasma de ese polaco soberbio y genial, distante y gregario, amable y provocador. “Era muy divertido –recuerda Lila, hija de Antonio Berni–. Venía seguido a cenar. Con mi padre se admiraban mutuamente, aunque chocaban mucho en lo político e ideológico (N. de la R.: Berni simpatizaba con el comunismo, Witold abjuraba de él). Durante una cena, bastaba que alguien opinara a favor de cualquier cosa para que Gombrowicz le llevara la contra. Unos días más tarde, en otra cena alguien decía lo mismo que él había sostenido. Entonces Gombrowicz se ponía del lado de la persona con la que antes se había peleado.”

“¿Qué cree que puede haber llevado a que a un polaco le gustara tanto Buenos Aires?”, le pregunta Yaccelini al taxista que lo lleva. “Acá hay una desorganización... linda”, dice el taxista, y podría aventurarse que da justo en el clavo. Los fragmentos de los Diarios, releídos en off por el artista plástico Rolando Paiva (también exilado en París), recuerdan lo que el autor de Transatlántico pensó sobre la Argentina. “Acá sólo la gente común es distinguida, aristocrática. Los aristócratas soñaban con París, yo amaba Retiro.” La cámara de Yaccelini va del frente de la estación a los restos de lo que fueron los piringundines de la zona, señalando el lugar donde alguna vez estuvieron el Parque Japonés, sus marineros y cierto ajetreado tráfico homosexual. El lugar donde desde los años ’70 se emplaza el Sheraton.

La ciudad, el paso del tiempo, mutaciones. Otro taxista habla de Puerto Madero, “un lugar para ricos; los pobres van a pedir limosna”. Yaccelini ve, en el neoclásico del Palacio de Correos, “uno de los pocos edificios de Buenos Aires que lograron resistir el avance de la modernidad”. Una única escena en un baño público, aunque ésos eran lugares en los que el apuesto cincuentón, de rubio aspecto aristocrático, gustaba cruzarse con “la juventud” argentina. Con jóvenes pertenecientes a esa clase baja que representaba para él lo más vital, lo más valioso de un país en el que veía pura masa sin cocción. Un Pasolini polaco, si se quiere.

Cruces y oposiciones: “Prefiero tomar un helado y ver pasar a las chicas”, dice a su turno Yaccelini. Oposiciones y cruces: Yaccelini habla sobre Gombrowicz con amigos (Dal Masetto, el guionista Jorge Goldenberg, el cineasta Simón Feldman), comprovincianos (Juan José Saer) y notorios cofrades y discípulos del maestro (el filósofo Alejandro Russovich, el novelista Dipi Di Paola, Miguel Grinberg). Con ellos, el realizador discurre también sobre sí mismo, Buenos Aires y la Argentina. “Hay una frase que vos solés citar”, dice Goldenberg, apuntando detrás de cámara. “Fijate cómo preparo el mate”, indica enseguida y da una clase magistral sobre el tema.

El tiempo en reversa: Yaccelini “vuelve al barrio”, a jugar un partidito y comer un asado con los muchachos. “Acá me llaman El Francés, allá El Argentino”, dice, y la frase no deja de resonar con la afirmación de Grinberg, en el sentido de que el polaco (que de a ratos presumía de conde) jamás fue aceptado por la cultura oficial argentina. Ecos y resonancias que no sólo están en las palabras: basta que el autor de los Diarios escriba que deberá pasar mucha agua bajo el puente antes de volver a la literatura, para que el curso del río conduzca la cámara hasta el puerto de una ciudad que, como Gombrowicz afirma de sí mismo, nadie sabe cómo es en realidad. “No entiendo para qué te fuiste a París”, reprocha el maestro asador al hombre detrás de la cámara, confirmando que Gombrowicz, la Argentina y Yaccelini se parecen. Mucho.

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Un Gombrowicz, muchos Gombrowicz aparecen en el documental que en 1998 le dedicó Yaccelini.
 
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