“Eso debe ser un injerto.” El grito en el cielo de Ernesto, viejo tanguero, se escuchĂł más o menos hasta Polonia cuando oyĂł de la movida: “¿Tangos ricoteros? ÂżquĂ© es eso?” dijo, y marcĂł terreno. Epoca Ă©sta de revisiones, reversiones, guardianes de lo que fue e innovadores del tango que se entremezclan y dan un mosaico de miradas. Miradas encontradas. Unos que admiten, otros que clausuran. Conversos –al revĂ©s– de la escuela Mederos que sostienen que el Ăşltimo eslabĂłn de la renovaciĂłn se agotĂł en Piazzolla; futuristas en la vena Santaolalla, que no le escapan a las máquinas y generan roncha. Los Ernestos, por el camino de la ortodoxia, y los heterodoxos. “Pero todos suman”, dirĂa el viejo lĂder aplicado al tango (PerĂłn y el tango, ja!). Y en medio de este maremagnum de estĂ©ticas, jĂłvenes que intentan. ÂżPor quĂ© no imaginar al Indio Solari, de haber nacido junto al siglo pasado, escribiendo “Malevaje” con DiscĂ©polo? ÂżPor quĂ© no fantasear con un San Pugliese, parido en los ’50, componiendo las rĂspidas y masculinas canciones del primer Manal? ÂżSon posibles los “hubiese”? La Orquesta TĂpica Ciudad BaigĂłn, nĂşmero central de la octava noche del Festival de tango, lo cree asĂ.
Ante la sala repleta de Punto de Encuentro, la TĂpica de doce mĂşsicos contraatacĂł a los ortodoxos con un trasvasamiento riesgoso: pasar a tango varios temas de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Es más que una travesura. Es casi una afrenta para resolver a lo guapo. Cierto: hay una limitaciĂłn central que anida en la instrumentaciĂłn, en la tĂ©cnica intrĂnseca, propia, de cada gĂ©nero. Resulta una quimera lograr, por ejemplo, el nivel adrenalĂnico-colectivo de “Rock Yugular” –pese al torrentoso esfuerzo de Omar Mollo (invitado I) y su voz– que sus patrones alcanzaban en vivo para detonar River, Racing o Huracán. La mera inexistencia del bajo y la baterĂa, base elemental del rock, deja a la versiĂłn sin sal, picando. Esperando por un más axiomáticamente imposible. Una sensaciĂłn que se repitiĂł en todos los intentos de trasvase: en el “Blues de la artillerĂa”, muy bien interpretado por Marisa Vázquez (invitada II) y la BidĂş, pero con las balas mojadas; en “Salando las heridas” que el invitado III, Alejandro Guyot –cantante de 34 Puñaladas–, recreĂł con atmĂłsfera densa, aceitosa, pero sin ese estrĂ©pito sĂłlo posible en formato rock; o en “Nuestro amo juega al esclavo”, en la voz de Julián Bruno –cantante de la Orquesta–, casi en los lindes certificados por el gĂ©nero.
Hay un margen de razĂłn para los Ernestos. Un matiz. Doce mĂşsicos de Orquesta no pueden reemplazar la potencia de la base instrumental del rock. Se quedan a medio camino y el efecto se ve claro en las miradas de cada quien, esta noche. Incluso desde el rock, con los oĂdos acostumbrados a escuchar esos temas en manos de sus dueños, resulta exĂłtico, extraño, un tanto desacomodado. Pero tambiĂ©n hay un margen de razĂłn para quienes sostienen lo contrario: quĂ© es esto sino un mundo de grises. El intento ricotero de la BaigĂłn no roza ni de lejos el despropĂłsito de los Arbol cuando intentaron transformar “Jijiji” en un coro a capella y se toparon con la desautorizaciĂłn, en cara, de Skay y La Negra Poly. No. Nada de eso. El intento de la BaigĂłn nace de otra entraña. De ensamblar, cruzar, hacer confluir densas historias urbanas comunes a ambos gĂ©neros. Soldar estĂ©ticas –noble utopĂa–, hacer que una generaciĂłn se retroalimente de otra pasada para mirar más allá, pisar terreno inexplorado o, como dicen en su manifiesto inicial, crear lo que no existe y alcanzar la excelencia de lo existente. Bien por eso.
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