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Jueves, 31 de marzo de 2016
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LA NIÑA DE TACONES AMARILLOS ES INCOMODA SIN ASPAVIENTOS

El ciclo histórico del poder

La misma huella de explotación o colonización puede verse en dos capas del relato de Luján Loioco: la sexual, encarnada en la chica en tránsito a la adultez del título, y la política, a través del grupo hotelero que obliga al cambio de hábitos en el pueblito que ella habita.

Por Horacio Bernades
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En el film, Isabel se comporta con una mezcla de ingenuidad, deseo y ambición dispuesta a todo.

En tiempos de películas que tienden a reafirmar en el espectador la convicción (la tranquilidad) de estar ubicado en el lugar correcto, un pequeño puñado de films solitarios siguen optando por lo contrario: por instarlo a hacerse preguntas, a dudar, a desestabilizarlo en la butaca. Opera prima de la realizadora Luján Loioco (Buenos Aires, 1986), La niña de tacones amarillos es una de esas películas infrecuentes, incómodas sin aspavientos, larvadamente perturbadoras. Tanto como puede serlo la instancia vital en la que se halla la protagonista, que se encuentra en el punto exacto del pasaje a la edad adulta, cuando los juegos infantiles conviven con una sexualidad que parece sobrevenida de golpe, y ésta puede ponerse al servicio de una lucha por el dominio que no por despareja deja de librarse. Despareja no sólo en razón, como aquí sucede, de la diferencia de edad y experiencia, sino además de la distancia entre el centro del poder y la periferia. Pero todo esto no alcanzaría su poder de perturbación si el espectador (el espectador mujer, el espectador hombre) no resultara fatalmente incluido en la narración, llave maestra que Loioco maneja con llamativa pericia.

En la primera escena, el conflicto queda instalado. Instalado en el ojo del espectador. La niña baja el cerro jujeño corriendo con desesperación torpe, propia de la mocedad y del terreno. Atraída por la música de sikus y quenas que llega desde la plaza, va medio resbalando entre las irregularidades y el pedregullo, hasta que logra sumarse a la ronda. Enseguida se suelta y baila sola, con cierto desenfreno. Baila bien. La agitación de su cuerpo y el largo cabello azabache componen una unidad en la que el magnetismo no es de niña sino de mujer. ¿Es consciente de ese poder? Que lo ejerce, la cámara se ocupa de refrendarlo, haciendo una serie de contraplanos sobre algunos de los varones presentes, que la observan con esa seriedad de cazador con la que el hombre estudia a su posible presa. Sobre todo uno de ellos, joven y con aspecto de forastero, que tiene hasta rostro de halcón. Al espectador varón no le costará nada identificarse con él. Seguramente que tampoco a las espectadoras con ella, con su consciencia e inconsciencia de sexualidad naciente.

Isabel (Mercedes Burgo, que en verdad es salteña) vive en el pequeño pueblito de Tumbaya junto con su mamá y su hermano menor. En su habitación tan de adolescente (decorados rosas, posters de cantantes, sobrecarga de fotos) comparte secretos con su amiga, hija del intendente del lugar. La amiga le consigue una changuita a la mamá de Isabel: vender empanadas a los trabajadores de una obra, la construcción de un hotel de lujo que se levanta en las afueras. Es una muy buena changa, son varias docenas por día, y la mamá necesita que Isabel la acompañe con las canastas. Ahí está el que la miraba en la plaza, que se llama Miguel (Manuel Vignau, visto en Plan B y Hawaii, de Marco Berger) y que, tal vez en contra de las prevenciones, sabe cómo ablandar a la chica, con un collarcito que él mismo le coloca en el cuello. Uno tal vez suponga que la doble timidez de ella (la impuesta por la diferencia de edad y de origen) se va a imponer, pero lo que se va abriendo paso es en cambio la curiosidad sexual.

No habrá que contar mucho más, salvo que Loioco se ocupa de contraponer, al clásico esquema tipo de ciudad-seduce-chinita-y-se-va, el determinado por el carácter de niña-adolescente-mujer de Isabel, capaz de comportarse con una mezcla de ingenuidad, deseo y ambición dispuesta a todo. Así lo refirma sobre todo el episodio de los zapatos amarillos que dan título a la película, que desarma todo intento de atraparla por completo por parte del espectador. De modo notable, por detrás de este plano del relato resuena, como un eco amplificador, el del hotel que se está construyendo allá arriba, en el cerro. Hotel que, como la relación de Miguel e Isabel, los “gringos” de la ciudad levantan en su propio beneficio, sirviéndose para ello del cuerpo de los locales. E interviniendo en su vida cotidiana: la energía eléctrica que la obra necesita provoca cortes permanentes en el pueblo, que deberá acostumbrarse a vivir a oscuras.

Puede verse en ambas capas del relato (duplicadas a su vez por la relación, mucho más pasajera, entre Isabel y un empresario de la compañía hotelera, durante la muy simbólica noche inaugural) una misma huella de explotación o colonización, que la imagen de los lugareños vestidos con los uniformes del establecimiento termina de consumar. Así como Isabel termina comportándose como niña, repitiendo para sí un mantra mágico, a la gente del pueblo no le queda más remedio que trabajar al servicio de los capitalinos. En ambos planos, el sexual y el político, el ciclo histórico del poder se reafirma, indefectiblemente.

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