La boca del testimonio
Tamara Kamenszain
Norma
162 páginas
Es difÃcil desatender lo que una poeta como Tamara Kamenszain escribe sobre otros poetas. No sólo por el lugar destacado que desde su primer libro de poemas, De este lado del Mediterráneo (publicado en 1973), ella se fue ganando en el panorama literario argentino, sino por la naturalidad con que la escritura poética y la tarea crÃtica han convivido y conviven en su obra. Un pas de deux que en sus ensayos se mantiene a raya de la prosaica tentación de valerse de la poesÃa para usurpar su territorio (cosa sobre la que Gombrowicz alertaba con la frase “no hay que hablar poéticamente de la poesÃaâ€), pero que para Kamenszain no implica renunciar al ejercicio de estilo o a la metáfora como herramienta crÃtica, o incluso a la pasión de orfebre de la que tantas veces ella se hizo cargo.
En los dos primeros textos que integran La boca del testimonio. Lo que dice la poesÃa, Kamenszain vuelve a adentrarse en los universos de César Vallejo y Alejandra Pizarnik. Algo que ya habÃa hecho en La edad de la poesÃa, su libro de 1996 que ella luego reescribió e incorporó, junto a El texto silencioso, a esa suerte de autobiografÃa de sus amores literarios (y compendio de sus derroteros como crÃtica) que es Historias de amor, su anterior volumen de ensayos. AsÃ, en su nueva lectura de Vallejo, Kamenszain parte de un uso desplazado de la categorÃa de “testimonio†(puesto que no se trata de las formas en que un sujeto hace sentido de una experiencia propia en la escritura sino del modo en que la poesÃa “toca lo real†más allá del realismo) para leer en los Poemas humanos y en España, aparta de mà este cáliz la construcción de un testimonio sobre la Guerra Civil en el que “una voz corrida de lo humano se deja oÃrâ€: un “yo en crisis que se deja decir por otro para ganar, en esa pérdida, la boca del testimonioâ€. De ahà que lo testimonial en Vallejo aparezca bajo la forma del oxÃmoron (de lo que el verso “cuéntame lo que me pasa†es un ejemplo claro). Cifra de que en el intersticio que hay entre lo humano y lo inhumano –según dice Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz (autor al que Kamenszain vuelve una y otra vez a lo largo de su libro– está inscripto “el lugar del testimonioâ€.
Por su parte, en el ensayo sobre Pizarnik, el deseo fallido de ésta de escribir una novela (algo sobre lo que César Aira ya habÃa hablado en su texto sobre la poeta) es leÃdo a contrapelo de su afán por “escribir sin lenguaâ€, por hacer que en su poesÃa “las palabras no sirvanâ€. Una tensión que Kamenszain rastrea en los Diarios de la autora (“doy poemas para que me esperen, para distraerlos hasta que escriba mi obra maestra en prosaâ€), y que Pizarnik resolverá en el viraje que da su “estilo†en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polÃgrafa y en su obra de teatro Los perturbados entre lilas. Textos que ella escribió hacia el final de su vida y que fueron publicados de manera póstuma, y a los que la crÃtica ha vuelto su atención en los últimos años para rastrear (en el trabajo que realizan con el humor, la obscenidad y el grotesco) no sólo un anticipo del “neobarroso†de Perlongher, y de las humoradas irreverentes de la poesÃa de los ’90, sino también la posibilidad de leer a Osvaldo Lamborghini a la luz de Pizarnik, y viceversa.
Finalmente, previo salto hacia el presente, La boca del testimonio concluye con un ensayo que analiza los casos de Washington Cucurto, MartÃn Gambarotta y Roberta Iannamico, tres autores que Kamenszain considera representativos de la poesÃa de la última década. Voces que comparten –según ella– el intento de “despegar la escritura poética de su herramienta retórica por excelencia, la metáfora†(para desbaratar asà el “efecto de show†de la realidad que nos circunda), y cuya relación con la tradición literaria se aleja de la iconoclasia y del guiño cómplice para adquirir, de manera más o menos neutra, un “valor de usoâ€. Poetas, todos estos, ante los que Kamenszain aguza el oÃdo para captar lo que las palabras se dicen entre ellas, en busca de esos fogonazos de sentido, esas esquirlas de realidad que la poesÃa, ese erizo replegado, atesora.
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