libros

Domingo, 3 de junio de 2007

KAMENSZAIN

Nuevas historias de amor

Ensayos donde la poesía se vuelve testimonio para tocar lo real.

 Por Patricio Lennard

La boca del testimonio
Tamara Kamenszain
Norma
162 páginas

Es difícil desatender lo que una poeta como Tamara Kamenszain escribe sobre otros poetas. No sólo por el lugar destacado que desde su primer libro de poemas, De este lado del Mediterráneo (publicado en 1973), ella se fue ganando en el panorama literario argentino, sino por la naturalidad con que la escritura poética y la tarea crítica han convivido y conviven en su obra. Un pas de deux que en sus ensayos se mantiene a raya de la prosaica tentación de valerse de la poesía para usurpar su territorio (cosa sobre la que Gombrowicz alertaba con la frase “no hay que hablar poéticamente de la poesía”), pero que para Kamenszain no implica renunciar al ejercicio de estilo o a la metáfora como herramienta crítica, o incluso a la pasión de orfebre de la que tantas veces ella se hizo cargo.

En los dos primeros textos que integran La boca del testimonio. Lo que dice la poesía, Kamenszain vuelve a adentrarse en los universos de César Vallejo y Alejandra Pizarnik. Algo que ya había hecho en La edad de la poesía, su libro de 1996 que ella luego reescribió e incorporó, junto a El texto silencioso, a esa suerte de autobiografía de sus amores literarios (y compendio de sus derroteros como crítica) que es Historias de amor, su anterior volumen de ensayos. Así, en su nueva lectura de Vallejo, Kamenszain parte de un uso desplazado de la categoría de “testimonio” (puesto que no se trata de las formas en que un sujeto hace sentido de una experiencia propia en la escritura sino del modo en que la poesía “toca lo real” más allá del realismo) para leer en los Poemas humanos y en España, aparta de mí este cáliz la construcción de un testimonio sobre la Guerra Civil en el que “una voz corrida de lo humano se deja oír”: un “yo en crisis que se deja decir por otro para ganar, en esa pérdida, la boca del testimonio”. De ahí que lo testimonial en Vallejo aparezca bajo la forma del oxímoron (de lo que el verso “cuéntame lo que me pasa” es un ejemplo claro). Cifra de que en el intersticio que hay entre lo humano y lo inhumano –según dice Giorgio Agamben en Lo que queda de Auschwitz (autor al que Kamenszain vuelve una y otra vez a lo largo de su libro– está inscripto “el lugar del testimonio”.

Foto: Gustavo Mujica

Por su parte, en el ensayo sobre Pizarnik, el deseo fallido de ésta de escribir una novela (algo sobre lo que César Aira ya había hablado en su texto sobre la poeta) es leído a contrapelo de su afán por “escribir sin lengua”, por hacer que en su poesía “las palabras no sirvan”. Una tensión que Kamenszain rastrea en los Diarios de la autora (“doy poemas para que me esperen, para distraerlos hasta que escriba mi obra maestra en prosa”), y que Pizarnik resolverá en el viraje que da su “estilo” en La bucanera de Pernambuco o Hilda la polígrafa y en su obra de teatro Los perturbados entre lilas. Textos que ella escribió hacia el final de su vida y que fueron publicados de manera póstuma, y a los que la crítica ha vuelto su atención en los últimos años para rastrear (en el trabajo que realizan con el humor, la obscenidad y el grotesco) no sólo un anticipo del “neobarroso” de Perlongher, y de las humoradas irreverentes de la poesía de los ’90, sino también la posibilidad de leer a Osvaldo Lamborghini a la luz de Pizarnik, y viceversa.

Finalmente, previo salto hacia el presente, La boca del testimonio concluye con un ensayo que analiza los casos de Washington Cucurto, Martín Gambarotta y Roberta Iannamico, tres autores que Kamenszain considera representativos de la poesía de la última década. Voces que comparten –según ella– el intento de “despegar la escritura poética de su herramienta retórica por excelencia, la metáfora” (para desbaratar así el “efecto de show” de la realidad que nos circunda), y cuya relación con la tradición literaria se aleja de la iconoclasia y del guiño cómplice para adquirir, de manera más o menos neutra, un “valor de uso”. Poetas, todos estos, ante los que Kamenszain aguza el oído para captar lo que las palabras se dicen entre ellas, en busca de esos fogonazos de sentido, esas esquirlas de realidad que la poesía, ese erizo replegado, atesora.

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