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Domingo, 3 de junio de 2007

NOTA DE TAPA

Libros al azar

Un libro en la mesita de habitación de un hotel o en una casa prestada para las vacaciones. Una lectura imprevista para matar el tiempo de una espera. O el reencuentro con un libro perdido en un puesto callejero. Hay muchas circunstancias en las que los libros parecen elegir a sus lectores y no al revés. A continuación, María Moreno ofrece un recorrido por esos caminos azarosos donde libro y destino se cruzan aunque sea por un rato.

 Por María Moreno

Jorge Luis Borges no tuvo el propósito de buscar los libros que deseaba precisamente en aquel espacio al que generalmente hay que enfrentarse para poder hacer la propia cartografía de lectura: la biblioteca de sus padres. Pero así se hizo lector. En la biblioteca de su padre estaban Huckleberry Finn de Mark Twain, los cuentos de Poe, La isla del tesoro de Stevenson y Las mil y una noches, libros de los que no se alejó mucho a lo largo de su vida. En cambio hay cierto tipo de lectores –¿de izquierda, progresistas, afectos a las vanguardias?– que inauguran su hábito de leer con un ácido gesto de rebelión que los hace acercarse primero a los libros prohibidos o a aquellos que proponen, de diversos modos, subvertir la sociedad existente: leen contra una biblioteca oficial, real o imaginaria. Otros inauguran el leer a la manera de una adquisición de modales o de roce y se garantizan en aquellos libros pertenecientes a la ortodoxia letrada. En todos estos casos los lectores hacen juego con los libros buscados, elegidos o aprendidos a elegir bajo el consejo de sus propios maestros de lectura. Pero ¿qué pasa con el libro que el azar cruza en nuestro camino, en el momento y lugar menos pensado y como única opción de lectura? ¿Por ejemplo, el que se encuentra en una casa de vacaciones alquilada, en una tediosa sala de espera, en la cárcel? Es necesario buscarles su gracia como a un cónyuge ya desgastado como objeto de deseo al que se obliga a disfrazarse de acuerdo con los protocolos del libertinaje, darle la oportunidad de mostrar su recóndita o sorpresiva belleza como cuando en el antiguo código de Hollywood la falsa fea (muy a menudo Doris Day) se sacaba los anteojos y se soltaba el pelo. Entonces un libro, como un encuentro no buscado, puede dar vuelta una vida o bien uno se lo atribuye por necesidad (si está en cautiverio, por ejemplo).

“Leer todavía más, estudiar aún más y con mayor intensidad. ¡Aprovechar cada minuto libre! Literatura clásica como sucedáneo de los paquetes de la Cruz Roja”, escribía Nico Rost en su libro Goethe en Dachau. Casi invirtiendo la frase de Adorno sobre que no puede haber poesía después de Auschwitz, Rost proponía la lectura como resistencia al campo de concentración desde el campo de concentración. Algunos ex detenidos desaparecidos recuerdan que en la ESMA había un ejemplar de La orquesta roja, que narraba la historia de Leonard Trepper, agente soviético capturado por los nazis que fingió colaborar con ellos mientras preservaba su causa. Leído afuera tenía un sentido, adentro era casi como un manual de autoayuda. Lila Pastoriza recuerda que los responsables de la ESMA leían con fruición los libros de Larteguy.

–Pero en el pañol estaban los libros que caían en los allanamientos. En algún momento circularon algunos que trataban sobre la reencarnación. Y que provocaron profundos debates. No recuerdo que nadie señalara siquiera en broma lo significativo de ese interés en un tiempo y lugar como ése.

Eduardo Jozami, preso político en la cárcel de La Plata, hizo tareas de bibliotecario. Su trabajo consistía en distribuir los libros que por lo general hacían llegar los familiares en los períodos en que la censura no era estricta. Eran libros obligados por la pericia de los padres para satisfacer pedidos y por el gusto de los compañeros.

–El criterio de admisión era arbitrario. En Caseros, por ejemplo, no dejaron entrar un libro de Borges y sí uno de Gramsci. Estando preso leí La Montaña Mágica que me impresionó porque la sensación que describía Thomas Mann en el sanatorio era parecida a la de la cárcel. La de que el tiempo no pasa nunca como si hubiera tiempo para todo pero, si uno analizara su último año de vida, es de un vacío absoluto. Recuerdo que tenía un compañero que, le diera el libro que le diera, me lo devolvía al día siguiente. Un día le di La Montaña Mágica para ver qué hacía, pero igual me lo devolvió al día siguiente. Se había pasado la noche sin dormir, seguro. Recuerdo también que cuando salía al patio todos se me acercaban y me hablaban no tanto de política como de los libros que leían. Pensé: “Pero qué nivel que tienen estos muchachos”. Hasta que un compañero me bajó a tierra: “Gil, te hablan de libros porque sos el bibliotecario”. Hay libros-satoris y libros-profecía, o libros que leídos alguna vez por elección y reencontrados en un espacio extraños se releen como si fueran otros. El crítico Julio Schvartzmann dice que esto último sucede siempre mientras que la bibliomancia es un invento.

“Es que también el libro cayó en la volteada adivinatoria: para el caso, la bibliomancia. Uno lo encuentra sin haberlo buscado y ya anda mistificando que el libro fue al encuentro de uno y que eso es un mensaje. Y si creo que va a ocurrir, va a ocurrir (o veré en cualquier otra cosa que ocurra, eso que estaba escrito). El asunto viene de lejos: San Agustín decía que el que reza habla con Dios, pero al que lee Dios le habla, y las ganas agnósticas que uno tiene de esa interlocución, sobre todo si ha tenido una vida disipada, como Agustín mismo”.

El libro encontrado no hace más que darnos lo que es nuestro bajo la forma de deseos o temores, pero como el libro elegido, puede llevarnos a todas partes, es el paco que por más impurezas que contenga, lejos de matar, permite vivir cualquier vida. No es la cultura, entonces, lo que se les quita a los llamados “desposeídos de la tierra” sino una merca perfecta.

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