NingĂşn folleto hablará de las cumbias que salen del radiograbador en este domingo altiplánico. Esos cholos y cholas que se tambalean bailando tampoco aparecerán en las publicidades, que prefieren mostrar Ăşnicamente “maravillas naturales” o “tesoros arqueolĂłgicos”. Pero por más que la industria turĂstica invite a hacer zapping de paisajes prefabricados –como quien cambia los canales de la tele–, ellos están. Viven y sobreviven con intensidad y desesperaciĂłn. Por eso quien se acerque a PerĂş durante la Fiesta del Sol –tras varios dĂas en bondi desde Buenos Aires– descubrirá un universo humano que no cabe en guĂas gringas, ni en cabezas cuadradas. Es el ritmo de un continente invisible.
Lo que importa ahora es sacudirse. Las polleras se florean. Brillan las trenzas. Estoy en el lugar donde segĂşn la tradiciĂłn nacieron Manco Cápac y Mama Ocllo, el primer hombre y la primera mujer incas. Se llama Isla del Sol –acá todo es “del sol”– y queda en medio del lago Titicaca, al oeste de Bolivia. A más de 3800 metros de altura, los herederos del imperio más grande que tuvo la AmĂ©rica precolombina menean sus culos con fervor. La chicha –bebida alcohĂłlica que se consigue fermentando el maĂz– empieza a hacer de las suyas, y los parlantes hipnotizan repitiendo las cinco canciones que hay en el CD de David Castro, estrella local de la cumbia villera.
“Yo sólo quiero volver a ver / mi tierra otra vez / aunque no tenga trabajo ¡carajo! / aunque no tenga un amigo ¡conmigo! / aunque no tenga un amor a mi lado / Yo sólo quiero volver.”
Una a una las parejas se van abrazadas, dando tumbos por entre las paredes de barro. Una nenita mofletuda que usa gorrito de lana y camina como un pato ve que me he quedado sin compañera y se sorprende de que siga el compás con los pies. No debe tener más de cinco años:
–¿Por qué haces eso?
ÂżAcaso no eres gringo?
–No, soy argentino, ¿y vos?
–Yo soy de arriba, de aquella montaña.
–¿Y por qué estás acá?
–Porque bajé. ¡Te vi bailando solo!
Seguir con rumbo norte no es fácil. En la frontera de Bolivia con PerĂş, el diario limeño La RepĂşblica informa: “Se agrava la situaciĂłn en la provincia de Canchis debido al paro indefinido que hoy ingresa en su noveno dĂa. Ayer se frustrĂł el diálogo porque los representantes del gobierno no pudieron llegar hasta la zona, mientras las comunidades campesinas decidieron radicalizar los bloqueos que mantienen varados a cientos de pasajeros en la carretera”. La mano, evidentemente, viene pesada.
Restan pocos dĂas para que empiece la Fiesta del Sol o Inti Raymi, que es la celebraciĂłn más importante de la cultura andina. Nadie sabe si se hará este año, ya que el gobierno de Alan GarcĂa –que insĂłlitamente llegĂł a la presidencia peruana con un discurso de centroizquierda– acaba de masacrar a aborĂgenes amazĂłnicos que se manifestaban contra la privatizaciĂłn de sus recursos naturales. Fue una lucha de lanzas contra ametralladoras, donde a pesar de la desventaja los indios se llevaron puestos a unos cuantos milicos. Varias carreteras del paĂs están interrumpidas y, luego de adentrarme un par de kilĂłmetros, caigo en la cuenta de que no se puede continuar, ni volver. Estoy atascado.
A los tres dĂas sale un bondi hacia Arequipa. Desde ahĂ se llega a Cusco por la provincia de Canchis, que tambiĂ©n es un epicentro del quilombo. La clave –comentan los locales– está en pasar por lo que el mapa registra como Sicuani. “¿Sicuani? Suba, suba que salgo”, susurra una chola que me encara en la banquina a las cuatro de la mañana. Dentro de su nave un peruano petiso me confiesa que Ă©l tambiĂ©n tiene apuro por llegar a Cusco, porque al dĂa siguiente es el octavo cumpleaños de su hija. “Yo soy Mario –se presenta–. Oye, si me acompañas podemos ir caminando. Conozco un atajo que nos tomará ratito.” En sus rodillas carga una muñeca –el regalo– que abre los ojos cada vez que agarramos una bajada.
Como era de prever, la chola ni a palos nos deja en Sicuani. En el camino le avisan que no siga porque le van a pinchar las ruedas; de manera que la puerta se abre y nos rodea un amanecer en medio de los Andes, frente a la ruta sin coches que se cruza con el horizonte. La combi ya es un puntito. A ambos costados, el manto verde se interrumpe con cascadas de agua. Y Cusco está lejos. Hasta la Ciudad Imperial de los Incas hay 117 kilómetros que habrá que hacer a pie. Claro que aún no tengo ni idea de eso porque Mario me ha jurado que “¡son unas horitas de caminata nomás, pes!”.
Cada tanto encontramos piquetes donde se reĂşne todo el vecindario. Bisabuelos, abuelos, padres, hijos y hasta las mascotas se reparten en grupitos de cinco o seis que hay que ir saludando. La mayorĂa practica agricultura de subsistencia, asĂ que no tienen drama en sostener un paro de semanas o meses. Cada vez que cruzo uno de esos peajes improvisados miran fijo –despuĂ©s de todo, soy un blanquito que pretende colarse– y me bardean en lenguas que no entiendo. Mario, mi compañero peruano, traduce: los hits son “¿quĂ© hacĂ©s acá?”, “¿quiĂ©n te ha dejado pasar?” y, sobre todo, “te va a ir mal, cuello pelado”. Lo de “cuello pelado” tiene que ver con que los blancos suelen andar con la garganta estirada, sin pañuelos, ni bufandas. Eso les parece re careta.
En uno de los cortes un grupito nos arrincona y ordena que gritemos “¡viva el paro!”. Lo repito fuerte y noto que mi convencimiento –que ellos confunden con miedo– les provoca una sensaciĂłn de revancha y simpatĂa. De hecho, a los treinta segundos estamos compartiendo una birra. Conversamos sobre el videojuego Vice City y sobre las mejores formas de contener a los policĂas en caso de que vengan a reprimir.
A media tarde ya es obvio que Mario mandĂł fruta en eso del “atajo”. A diferencia de lo que suelen hacer los guĂas pagos, este cabrĂłn sigue a paso firme y se indigna si le explico que no doy más. Sus “dos horitas de caminata” se han convertido en un maratĂłn interminable. Estoy por tirarle la bronca cuando encontramos una pollerĂa abierta en mitad del atardecer. Nos sentamos a comer y está rico, por más que Mario no parezca convencido con el aspecto del plato. Ya satisfecho, pregunta si me ha gustado la cena. Respondo que sĂ. “Menos mal, porque te comiste una paloma”, contesta. Se rĂe como un limado. ÂżMe estará llevando en la direcciĂłn correcta?
Las once. No se ve a nadie. Ni a pie, ni en bici, ni en mula. Sin luna, el cielo pone a brillar una VĂa Láctea silenciosa. Nos guiamos entre las sombras con un llavero-linterna que pronto no tendrá pilas. Cada farolito que titila a lo lejos es la esperanza de encontrar alguien en moto o en camioneta que se anime a transportarnos, aunque sea un tramo. Nada: pasamos por ranchitos que conservan las ventanas iluminadas por las velas, pero es como si una cosa horrible hubiera sucedido y todos hubieran tenido que huir.
Una fogata se distingue en el contorno de la cordillera. Es otro corte, y a medida que nos aproximamos aumenta el movimiento entre los huelguistas. Como es hora de dormir, han quedado de guardia los jĂłvenes. Escrutan la negrura para adivinar quiĂ©nes son los giles que vienen guiándose con una linternita desde lo alto del valle. SĂşbitamente algo los alarma. Se suman diez o quince cholos más y desplazan troncos y piedras para cortarnos el paso. En el relámpago de corridas se escucha un bocinazo: desde lo alto de los cerros vienen tres camiones a todo lo que dan. Hace nueve dĂas que los camioneros están frenados, sin dinero ni comida, y se ve que han decidido ver si pueden romper el cerco. Vienen con las luces altas, y retumban más bocinazos en la quebrada. “¡Acá no pasa nadie!”, gruñen los que aguantan detrás de la barrera.
Me quedo pasmado entre unos y otros. En menos de un minuto hay peleas y pedradas. Los camiones han tenido que parar. Los más pendejos –sacadĂsimos– se abalanzan contra los conductores, y los adultos procuran calmar los ánimos. Miro hacia adelante: oscuridad. “Vamos, vamos, che, que mañana es el cumpleaños y tengo que estar”, alienta Mario medio oculto entre unas matas. Es lo Ăşnico que me pone pila despuĂ©s de más de veinte horas con la mochila a cuestas.
De madrugada, un flaco con un auto casi de juguete se ofrece a tirarnos en Cusco. Tenemos que esquivar y remover obstáculos, aunque por suerte los que llevan la protesta ya están descansando. “Conque dos horitas de caminata, ¿eh?”, rezongo. Mario no se hace cargo y duerme. Llegará al cumple de su hija tras una semana pelándose el lomo en un pueblo minero, y eso le trae paz. Asà son sus sencillas vacaciones.
Cusco era la capital del Tahuantinsuyu, nombre que significa “las cuatro partes del mundo” en alusiĂłn a las provincias en que se dividĂa el imperio. Fue capital de un reino que abarcaba buena parte de Ecuador, PerĂş, Bolivia, Chile y el noroeste de la Argentina. No obstante ser una sociedad con tensiones, los incas habĂan encontrado un sistema solidario en el que las hambrunas y la violencia eran mucho menos frecuentes que en Europa. En ese “ombligo del cosmos” estaba el Templo del Sol y otros centros sagrados sobre los que hoy se levantan varias iglesias rebosantes de vĂrgenes y Cristos ensangrentados.
Hasta ahà lo que está escrito. Dicen, sin embargo, que el método más copado para palpar el latido de una ciudad es sentarse en un bar a espiar lo que pasa. En consecuencia, antes de ir a los museos me dejo caer por el mercado y pido un jugo de papaya. Hay revuelo en los puestos que exhiben pescado, carne, pociones para el sexo y electrodomésticos. En el arco de la entrada se ve a un tipo tomando un taxi y metiendo tres cabras en el asiento de atrás.
En eso, en la misma barra en la que estoy hay dos minas completamente concentradas en lo que sale por el altavoz de un teléfono celular. Una rellenita habla; y la otra –bastante delgada– calla, atenta y en silencio. Se reparten un par de lágrimas cada una.
–Oye, Âżme quieres? –consulta la más morruda. Ninguna mueve un pelo cuando una voz masculina cancherea del otro lado de la lĂnea:
–Princesa, sabes que te amo y te adoro.
Gorda y flaca echan rayitos por los ojos. Antes de cortar, la gorda arregla para juntarse con el chabĂłn esa misma noche. Cuando voy por la mitad del jugo, la que llama es la flaca. El celular sigue con el parlante activado, de modo que los que estamos alrededor oĂmos cada detalle.
–Hola amor –solloza la flaca. Está haciendo lo imposible por no derrumbarse en llanto–. Quiero que me expliques qué sientes por mà –consulta. Pobre.
–Ay, mi reina, qué preguntas me haces: te amo y te adoro –contesta la voz. ¡Es el mismo atorrante!
El concierto de alaridos termina en el momento en que la gorda toma la palabra y hace un resumen digno de Gran Hermano: “Roberto, tu mentira se terminĂł aquĂ. Vas a tener que elegir con cuál de nosotras te quedas”. No vuela una mosca. El pirata atina a pedir “un tiempo”. No le dan. “¡Decide!”, aĂşllan las mujeres al unĂsono. Mi vaso de jugo está suspendido a media altura.
“Me quedo contigo”, lanza finalmente Roberto, y no sĂ© cĂłmo hacen las dos rivales para entender a quiĂ©n se refiere. Vencida, la flaca saca un pañuelo de su carterita y se levanta. La veo alejarse entre las carnicerĂas de la feria. Entonces la “ganadora” juega la carta que se habĂa guardado: “Bueno, ya que me has elegido a mĂ, grábate esto: ¡no quiero verte nunca más en la vida, hijoputa!”.
Ni Camino del Inca, ni tren, ni bondi directo. La senda más barata si querĂ©s ver Machu Picchu y no estás dispuesto a vender tus Ăłrganos para financiarte es ir por Santa MarĂa. Llego al caserĂo retrasado, y aparte del gigante harapiento que hace señas desde su auto no hay gente a la vista.
–Ey, ¿vas hacia Santa Teresa? –consulta, ayudándose con gestos por si no hablo español.
–SĂ, compadre –respondo. De Santa MarĂa a Santa Teresa hay una hora en vehĂculo. Una vez allá, estarĂ© muy cerca de la famosa Ciudadela. Me conviene.
–Te llevo, pe.
Sacudo la mochila y subo. En el instante en que estoy considerando por qué no le termino de cazar la onda al grandote, él aclara que el viaje va salir diez soles. Me enfurezco. No jode tanto que me cobre como que me haya chamuyado, asà que lo cabreo mal: “Loco, me estafaste”. El hambre, los problemas estomacales y el cansancio hacen que se me salga la cadena mal. Al llegar a una especie de túnel formado por la selva, el mastodonte detiene el motor. Echa un bufido, abre la puerta y se baja del auto.
“CaguĂ© –pienso–. Este me corta la cabeza con un machete y me tira al precipicio.” Oigo insectos, algĂşn bicho en la lejanĂa y el baĂşl del auto que se abre. Meto un brazo en la mochila, buscando con quĂ© defenderme. ÂżEl cepillo de dientes? No. ÂżLa linternita ya sin pilas? Menos. Habrá que hacerse el boludo. Me quedo piola y pido a los dioses que el presunto asesino se distraiga para poder rajar.
La puerta vuelve a abrirse y veo que, en vez de un machete, el gordo trae un par de casetes. Prende el estéreo y suena una mezcla de Sargent Pepper’s con Pibes Chorros. “Esto es Juaneco y su combo. Música chicha. A ver si aprendes”, sermonea mi enemigo. Mete pata al acelerador y no se amilana cuando el coche resbala bajo el ripio de las curvas. Aliviado, saco el bocho por la ventanilla. Dividimos el viento nocturno con una estela de tierra y cadencias tropicales. La vegetación y los animales también parecen querer comunicarse: “A ver si aprendes, bicho de ciudad. A ver si aprendes, ignorante. A ver si aprendes, estresado. A ver si aprendes”.
Con semejante inyecciĂłn energĂ©tica no cuesta seguir, a la mañana siguiente, por la vĂa de tren que conduce hasta Aguas Calientes, que es la poblaciĂłn lindera a Machu Picchu. Dos por tres pasan trenes y hay que ladearse, pero en general la senda es piola. Llego el dĂa del sagrado solsticio de invierno, que anticipa la Fiesta del Sol. Es el dĂa más corto del año y tambiĂ©n la instancia en que la naturaleza inicia otro de sus ciclos.
La antigua Ciudadela es impactante y coquetea con el Inti Raymi, que ya está por arrancar. Más allá de esa imagen, haber recorrido 5800 kilĂłmetros de asfalto y ripio deja un mensaje ardiendo en la conciencia: la SudamĂ©rica más inmensa, la de las infinitas historias de amor, todavĂa espera ser descubierta. Y no entrará jamás en los afiches publicitarios.
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar|República Argentina|Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.