Aunque se la sigue llamando puerta, la división de Alemania terminó con el funcionamiento de la puerta de Brandeburgo como tal; en lo que pasó del último siglo, fue relegada a la categorÃa de monumento turÃstico, una reliquia del fin de la historia o peor, como pasó durante la celebración del veinteavo aniversario de la caÃda del Muro, una pieza de utilerÃa gigante para el despliegue de la demagogia pop de U2. Fue recién en una noche inhóspita de febrero de este año, con temperaturas por debajo del cero, pisos cual pistas de hielo e intervalos de nieve, cuando, en el marco del festival de cine de BerlÃn, la puerta de Brandeburgo salió de su letargo, recuperó su dimensión épica y volvió a ser testigo de la historia y, a la vez, del final de varias historias y mitos.
Al mismo tiempo que la función de gala se llevaba a cabo en el Friedrichstadt Palast, un inmenso teatro de ópera, con la orquesta sinfónica de la radio alemana interpretando la banda sonora desde el foso, en la Pariser Platz, a los pies de las columnas de la puerta de Brandeburgo, tuvo lugar la primera función pública de la versión reconstruida y restaurada de Metrópolis, el clásico de Fritz Lang, aquella pelÃcula que rápidamente se convirtió en el sinónimo cinematográfico de la ciencia ficción, género cuyas bases sentó para la pantalla grande, de Blade Runner a Transformers.
Tal era el contraste entre la sobriedad del estilo dórico de las columnas y el uso experimental de la lÃnea recta y los juegos de luces y sombras en la pelÃcula para dar vida a la ciudad futurista del tÃtulo, que más que estar siendo proyectadas sobre pantalla improvisada, las imágenes parecÃan salir de una brecha interdimensional que rasgaba el medio de la plaza; sÃ, visualmente, Metrópolis todavÃa es una experiencia única. Entre el millar de asistentes, donde no faltaban camarógrafos amateurs que garantizaron la distribución de la pelÃcula por medios non sanctos la mañana siguiente, los locales se jactaban del orgullo de poder exhibir en esas condiciones una pieza fundamental de la historia del cine; no cabÃa duda alguna: aquél era uno de los acontecimientos más esperados del Festival de Cine de BerlÃn. Para darse una idea del lugar que ocupa Metrópolis en el cine alemán, basta caminar un par de cuadras hasta Postdamer Platz, donde está el museo del cine de BerlÃn. AllÃ, además de tener una muestra temporal especial para celebrar el mes de su reestreno, la pelÃcula recibe más importancia que cualquier otra o incluso más que cualquier perÃodo histórico del cine alemán. El museo tiene salones enteros dedicados a exhibir piezas del vestuario, modelos del robot emblemático y proyecciones constantes de algunos de los fragmentos de la pelÃcula y música original en salas especialmente diseñadas para magnificar, mediante trucos de espejos, perspectivas, maquetas y efectos de sonoros, el impacto audiovisual del film. (Por cierto, pegado a Metrópolis, siguiendo el criterio de reparto de espacios del museo, lo más importante parecerÃa ser Marlene Dietrich, cuyos vestidos, fotos, cartas y demás ocupan varias salas.)
Por eso, la proyección de la nueva versión es comparable a la presentación en sociedad del Santo Grial. Después de todo, desde su estreno, Metrópolis habÃa tenido mala suerte: los distribuidores y los exhibidores no habÃan tenido escrúpulos en recortarla a su gusto para darle un mayor atractivo comercial, perdiendo el sentido entre los tijeretazos, y la versión original se perdió durante la guerra. Las copias que podÃan verse hasta hoy tenÃan huecos, enormes lagunas argumentales que hacÃan complicado entender lo que pasaba. La nueva versión, reconstruida a partir del material encontrado en el museo del cine Pablo C. Ducrós Hickens y en el Archivo Nacional de Cine de Nueva Zelanda, es la que más se acerca a la versión que se estrenó en enero de 1927 en el Zoopalast (una sala de cine que todavÃa está en pie y que funciona como una de las sedes de la Berlinale). Las secuencias encontradas en Buenos Aires se distinguen fácilmente porque el material que se encontró estaba en 16 mm, un formato de menor calidad a los 35 mm en los que está el resto de la pelÃcula, y por el pésimo estado de conservación de las imágenes, moneda corriente en un paÃs en el que jamás se reglamentó la Ley 25.119, que ordena la creación de una Cinemateca Nacional.
De esos rollos, fueron apenas ocho minutos de pelÃcula los que la Fundación Murnau no pudo rescatar y, como su reconstrucción se estructuró a partir de la partitura de Gottfried Huppertz para la versión completa, en esas secuencias faltantes el plano funde a negro, respetando la duración original, y aparecen intertÃtulos que explican lo sucedido.
A pesar de esto, lo novedoso es que por primera vez se puede entender qué es lo que pasa y por qué en Metrópolis. Si bien antes uno podÃa deducir, con cierto esfuerzo, que todo giraba alrededor de un conflicto detonado a partir de la sustitución de MarÃa, la lÃder de los trabajadores, por un clon robótico con la intención de sembrar la discordia, el comportamiento de los personajes masculinos y sus padecimientos eran indescifrables. El metraje recuperado le agrega subtramas y motivaciones a cada uno de estos personajes: Fredersen, el regente de la ciudad de Metrópolis, vive alejado del mundo, constantemente preocupado por la posibilidad de una revuelta de los trabajadores; Freder, su hijo, se enamora de MarÃa y cree que las máquinas que hacen funcionar la ciudad son malignas; y el cientÃfico Rotwang, el villano, odia a Fredersen por robarle a la mujer de la que estaba enamorado y planea asesinar a Freder. Pero con la flamante claridad argumental quedan al descubierto varias falencias del guión, responsabilidad de Thea von Harbou (quien por entonces estaba casada con Lang), como su inocencia para solucionar los conflictos y su preferencia por el melodrama y el simbolismo: el lÃder y el cientÃfico como el cerebro de la ciudad y Freder, que vendrÃa a ser el corazón, como el intermediario a través del cual puede alcanzarse el equilibro entre el lÃder y el pueblo. Lang, por su parte, declaró en muchas oportunidades que Metrópolis le parecÃa una mala pelÃcula, que todo habÃa sido idea de Von Harbou y que el tema le parecÃa tonto; en una entrevista a Peter Bogdanovich dijo que su único interés para participar habÃan sido las máquinas que daban vida a la ciudad. Su matrimonio con Von Harbou terminó cuando ella comenzó a militar en el partido nazi. Con esto en mente, en el final de Metrópolis, la superación dialéctica que surge del conflicto de poder entre la conducción del lÃder capitalista y la voluntad de los obreros, esa supuesta resolución feliz que se manifiesta con un apretón de manos entre el lÃder y el representante de los trabajadores, se vuelve escalofriante.
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