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Domingo, 4 de abril de 2010

> EN LA PROYECCIóN EN LA PUERTA DE BRADENBURGO

Recargada

 Por  Javier Alcacer

Aunque se la sigue llamando puerta, la división de Alemania terminó con el funcionamiento de la puerta de Brandeburgo como tal; en lo que pasó del último siglo, fue relegada a la categoría de monumento turístico, una reliquia del fin de la historia o peor, como pasó durante la celebración del veinteavo aniversario de la caída del Muro, una pieza de utilería gigante para el despliegue de la demagogia pop de U2. Fue recién en una noche inhóspita de febrero de este año, con temperaturas por debajo del cero, pisos cual pistas de hielo e intervalos de nieve, cuando, en el marco del festival de cine de Berlín, la puerta de Brandeburgo salió de su letargo, recuperó su dimensión épica y volvió a ser testigo de la historia y, a la vez, del final de varias historias y mitos.

Al mismo tiempo que la función de gala se llevaba a cabo en el Friedrichstadt Palast, un inmenso teatro de ópera, con la orquesta sinfónica de la radio alemana interpretando la banda sonora desde el foso, en la Pariser Platz, a los pies de las columnas de la puerta de Brandeburgo, tuvo lugar la primera función pública de la versión reconstruida y restaurada de Metrópolis, el clásico de Fritz Lang, aquella película que rápidamente se convirtió en el sinónimo cinematográfico de la ciencia ficción, género cuyas bases sentó para la pantalla grande, de Blade Runner a Transformers.

Tal era el contraste entre la sobriedad del estilo dórico de las columnas y el uso experimental de la línea recta y los juegos de luces y sombras en la película para dar vida a la ciudad futurista del título, que más que estar siendo proyectadas sobre pantalla improvisada, las imágenes parecían salir de una brecha interdimensional que rasgaba el medio de la plaza; sí, visualmente, Metrópolis todavía es una experiencia única. Entre el millar de asistentes, donde no faltaban camarógrafos amateurs que garantizaron la distribución de la película por medios non sanctos la mañana siguiente, los locales se jactaban del orgullo de poder exhibir en esas condiciones una pieza fundamental de la historia del cine; no cabía duda alguna: aquél era uno de los acontecimientos más esperados del Festival de Cine de Berlín. Para darse una idea del lugar que ocupa Metrópolis en el cine alemán, basta caminar un par de cuadras hasta Postdamer Platz, donde está el museo del cine de Berlín. Allí, además de tener una muestra temporal especial para celebrar el mes de su reestreno, la película recibe más importancia que cualquier otra o incluso más que cualquier período histórico del cine alemán. El museo tiene salones enteros dedicados a exhibir piezas del vestuario, modelos del robot emblemático y proyecciones constantes de algunos de los fragmentos de la película y música original en salas especialmente diseñadas para magnificar, mediante trucos de espejos, perspectivas, maquetas y efectos de sonoros, el impacto audiovisual del film. (Por cierto, pegado a Metrópolis, siguiendo el criterio de reparto de espacios del museo, lo más importante parecería ser Marlene Dietrich, cuyos vestidos, fotos, cartas y demás ocupan varias salas.)

Por eso, la proyección de la nueva versión es comparable a la presentación en sociedad del Santo Grial. Después de todo, desde su estreno, Metrópolis había tenido mala suerte: los distribuidores y los exhibidores no habían tenido escrúpulos en recortarla a su gusto para darle un mayor atractivo comercial, perdiendo el sentido entre los tijeretazos, y la versión original se perdió durante la guerra. Las copias que podían verse hasta hoy tenían huecos, enormes lagunas argumentales que hacían complicado entender lo que pasaba. La nueva versión, reconstruida a partir del material encontrado en el museo del cine Pablo C. Ducrós Hickens y en el Archivo Nacional de Cine de Nueva Zelanda, es la que más se acerca a la versión que se estrenó en enero de 1927 en el Zoopalast (una sala de cine que todavía está en pie y que funciona como una de las sedes de la Berlinale). Las secuencias encontradas en Buenos Aires se distinguen fácilmente porque el material que se encontró estaba en 16 mm, un formato de menor calidad a los 35 mm en los que está el resto de la película, y por el pésimo estado de conservación de las imágenes, moneda corriente en un país en el que jamás se reglamentó la Ley 25.119, que ordena la creación de una Cinemateca Nacional.

De esos rollos, fueron apenas ocho minutos de película los que la Fundación Murnau no pudo rescatar y, como su reconstrucción se estructuró a partir de la partitura de Gottfried Huppertz para la versión completa, en esas secuencias faltantes el plano funde a negro, respetando la duración original, y aparecen intertítulos que explican lo sucedido.

A pesar de esto, lo novedoso es que por primera vez se puede entender qué es lo que pasa y por qué en Metrópolis. Si bien antes uno podía deducir, con cierto esfuerzo, que todo giraba alrededor de un conflicto detonado a partir de la sustitución de María, la líder de los trabajadores, por un clon robótico con la intención de sembrar la discordia, el comportamiento de los personajes masculinos y sus padecimientos eran indescifrables. El metraje recuperado le agrega subtramas y motivaciones a cada uno de estos personajes: Fredersen, el regente de la ciudad de Metrópolis, vive alejado del mundo, constantemente preocupado por la posibilidad de una revuelta de los trabajadores; Freder, su hijo, se enamora de María y cree que las máquinas que hacen funcionar la ciudad son malignas; y el científico Rotwang, el villano, odia a Fredersen por robarle a la mujer de la que estaba enamorado y planea asesinar a Freder. Pero con la flamante claridad argumental quedan al descubierto varias falencias del guión, responsabilidad de Thea von Harbou (quien por entonces estaba casada con Lang), como su inocencia para solucionar los conflictos y su preferencia por el melodrama y el simbolismo: el líder y el científico como el cerebro de la ciudad y Freder, que vendría a ser el corazón, como el intermediario a través del cual puede alcanzarse el equilibro entre el líder y el pueblo. Lang, por su parte, declaró en muchas oportunidades que Metrópolis le parecía una mala película, que todo había sido idea de Von Harbou y que el tema le parecía tonto; en una entrevista a Peter Bogdanovich dijo que su único interés para participar habían sido las máquinas que daban vida a la ciudad. Su matrimonio con Von Harbou terminó cuando ella comenzó a militar en el partido nazi. Con esto en mente, en el final de Metrópolis, la superación dialéctica que surge del conflicto de poder entre la conducción del líder capitalista y la voluntad de los obreros, esa supuesta resolución feliz que se manifiesta con un apretón de manos entre el líder y el representante de los trabajadores, se vuelve escalofriante.

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