Otros sabrán lo que fue vivir la aparición de los videoclubs habiendo visto buena parte de lo mejor que tenÃan adentro, pero hay una generación, o dos, que los vio aparecer como una bendición, como un lugar al que ir y del que volver a una edad en que no hay muchos lugares a los que ir y en la que uno suele volver peor de lo que fue.
Los videoclubs fueron, de pronto, sucursales de una fe que hasta entonces no aceptaba el libre albedrÃo. De la noche a la mañana, uno podÃa encontrar esas pelÃculas de las que tanto habÃa leÃdo, de las que tanto habÃa escuchado, pero que nunca habÃa visto.
Los videoclubs se convirtieron en uno de esos lugares que alguien que se muda ubica enseguida en las cuadras a la redonda. Todos sabÃan dónde habÃa un kiosco abierto a la noche, todos sabÃan cuál era la farmacia de turno, todos sabÃan cuál era el videoclub que le tocaba, que abrÃa hasta tarde, que tenÃa pelÃculas diferentes, pelÃculas que uno buscaba y pelÃculas que uno encontraba.
Los videoclubs fueron lo más parecido que tuvo el cine a una librerÃa. Un lugar donde uno conocÃa más de lo que sabÃa. Donde uno recorrÃa los anaqueles, veÃa las tapas, armaba listas de pelÃculas para ver, odiaba que no estuviera la que uno buscaba, seguÃa las pelÃculas de actores condenados a salir directo en video, estudiaba –incluso ordenaba– las secciones de los grandes directores, se arriesgaba a llevar un estreno por el tÃtulo.
Era fácil ubicar un videoclub: eran esos lugares a los que iban todos esos que uno se cruzaba llevando una de esas cajas lisas en las que se llevaban las pelÃculas, como si fuera algo clandestino. Los domingos a la noche iban apurados –muchos hermanos menores, muchos enviados de la familia–, para llegar antes de que cierre, para no pagar una multa. Una vez que empezaba la semana, los lunes, los martes, esos extraños en la noche iban inquietos pero no apurados. Gente sola todavÃa empapada por la luz azulada de los televisores que flotaba en sus departamentos. Gente que iba y venÃa. Un videoclub de noche despertaba la complicidad de los cuellos de los sacos levantados, de los que llevan botellas vestidas con bolsas de papel madera.
Es una pena que los videoclubs no hayan tenido su Truffaut, que Truffaut no haya llegado a filmarlos.
Marty McFly, John Connor, John McClane, todos los John Cusacks: todos estaban ahÃ, esperándolo. Toda una generación que, a falta de algo mejor, encontró en esas cajas negras que se abrÃan como libros, una forma portátil y privada de la libertad.
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