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Domingo, 7 de junio de 2009

Extraños en la noche

 Por Juan Ignacio Boido

Otros sabrán lo que fue vivir la aparición de los videoclubs habiendo visto buena parte de lo mejor que tenían adentro, pero hay una generación, o dos, que los vio aparecer como una bendición, como un lugar al que ir y del que volver a una edad en que no hay muchos lugares a los que ir y en la que uno suele volver peor de lo que fue.

Los videoclubs fueron, de pronto, sucursales de una fe que hasta entonces no aceptaba el libre albedrío. De la noche a la mañana, uno podía encontrar esas películas de las que tanto había leído, de las que tanto había escuchado, pero que nunca había visto.

Los videoclubs se convirtieron en uno de esos lugares que alguien que se muda ubica enseguida en las cuadras a la redonda. Todos sabían dónde había un kiosco abierto a la noche, todos sabían cuál era la farmacia de turno, todos sabían cuál era el videoclub que le tocaba, que abría hasta tarde, que tenía películas diferentes, películas que uno buscaba y películas que uno encontraba.

Los videoclubs fueron lo más parecido que tuvo el cine a una librería. Un lugar donde uno conocía más de lo que sabía. Donde uno recorría los anaqueles, veía las tapas, armaba listas de películas para ver, odiaba que no estuviera la que uno buscaba, seguía las películas de actores condenados a salir directo en video, estudiaba –incluso ordenaba– las secciones de los grandes directores, se arriesgaba a llevar un estreno por el título.

Era fácil ubicar un videoclub: eran esos lugares a los que iban todos esos que uno se cruzaba llevando una de esas cajas lisas en las que se llevaban las películas, como si fuera algo clandestino. Los domingos a la noche iban apurados –muchos hermanos menores, muchos enviados de la familia–, para llegar antes de que cierre, para no pagar una multa. Una vez que empezaba la semana, los lunes, los martes, esos extraños en la noche iban inquietos pero no apurados. Gente sola todavía empapada por la luz azulada de los televisores que flotaba en sus departamentos. Gente que iba y venía. Un videoclub de noche despertaba la complicidad de los cuellos de los sacos levantados, de los que llevan botellas vestidas con bolsas de papel madera.

Es una pena que los videoclubs no hayan tenido su Truffaut, que Truffaut no haya llegado a filmarlos.

Marty McFly, John Connor, John McClane, todos los John Cusacks: todos estaban ahí, esperándolo. Toda una generación que, a falta de algo mejor, encontró en esas cajas negras que se abrían como libros, una forma portátil y privada de la libertad.

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