La dinámica de Hollywood ha cambiado, en esta nueva etapa sucede otra manera de mirar y de pensar el cine, con las series televisivas como nuevo paradigma. Ya no se trata de pelÃculas unÃvocas, sino de mundos trazados a lo largo de varios tÃtulos -lo demuestra el caso ejemplar que es Marvel-, asà como de historias prolongadas en el tiempo. Los juegos del hambre entra en esta segunda variante, tampoco es el ejemplo primero.
Por un lado, la serie literaria de Suzanne Collins salta al cine como consecuencia de otros intentos, exitosos, con público o géneros narrativos parecidos: El Señor de los Anillos, pero fundamentalmente Harry Potter. Por otra parte, la versión cinematográfica es también variante de un argumento ya esgrimido en ese otro mundo alterno y japonés que es Battle Royale, distribuido en libro, pelÃculas y cómic. Eso sÃ, no tiene demasiado sentido sentenciar el presunto oportunismo norteamericano desde la comparación y contraste con el caso japonés, tal vez mejor. En verdad, se trata de algo profundamente distinto, debido a una narrativa que contiene otros matices, difÃcilmente equiparables a la de Los juegos del hambre. Mejor será pensar esta serie literaria y fÃlmica como la versión distópica norteamericana de una problemática violenta que toca a los (muy) jóvenes de cualquier latitud.
Este cronista confiesa que leyó el primero de los libros de la Collins porque a Stephen King le habÃa caÃdo en gracia. Si lo dice King, asà sea. Luego el maestro más o menos se desdijo con lo que siguió, y eso fue suficiente también. Pero pensar la serie fÃlmica obedece a otros parámetros, que en todo caso responden a una base literaria que es refundada. Y lo que surge es un fresco panóptico que en nada desdice la abulia en la que el mundo pareciera estar sumido, mientras toca con urgencia a ese otro mundo que son los adolescentes.
La última entrega de Los juegos del hambre viene a concluir una mirada de enrarecimiento gradual, distribuida en los tres capÃtulos previos. El punto más alto, pero en verdad más subterráneo, se habÃa tocado en el tÃtulo anterior, cuando a la manera de un reloj de arena el argumento y sus personajes se invertÃan para reproducir un mundo que, bajo tierra, se parecÃa demasiado al del dictador Snow (Donald Sutherland).
La bisagra entre el arriba y el abajo la permite Katniss (Jennifer Lawrence), joven destinada a pelear en estos "Juegos del hambre" que el gobierno organiza ritualmente, con niños y adolescentes obligados a matarse para lograr el éxito y sobrevivir. Eso sÃ, Katniss participa para proteger a su hermana, a la vez que cuida de Peeta, quien está irremediablemente enamorado de ella. Los dos plots siguen a la joven a lo largo del guión de las cuatro pelÃculas, y se revelan tan fundamentales para su carácter asà como para la delineación de un mundo cÃnico.
El cinismo tiene eje en la televisión y sus shows de colores chillones. El juego del hambre es la manera con la que mantener entretenida a la audiencia, mientras ésta interactúa desde la comodidad raÃda de sus casas, con ayudas que sostienen un poco más las vidas de estos condenados. Katniss, o "Sinsajo", será la portavoz involuntaria de una revuelta. La pelÃcula anterior era el punto lÃmite porque allà cuando ella ingresaba a este contra-mundo, una reiteración de mismos mecanismos retóricos y publicitarios la perfilaban como la estrella de una aventura a sus expensas. ¿Dónde depositar, entonces, la confianza?
Tal vez una de las impresiones que permanece a lo largo de todas las pelÃculas sea la de un mundo caÃdo en su confianza, donde no existen lazos creÃbles. Sin la necesidad de apelar a una hiper-tecnologización, basta con la televisión como cohorte de vestuarios ridÃculos y mentalidades en conserva para dar cuenta de la homogeneización del carácter social. El valor fotográfico que destilan opta por privilegiar un estado de ánimo oscuro, muy bajo. A la par de un contraste escenográfico, sostenido entre la superficie y lo que se esconde, que recuerda voluntariamente a Metrópolis de Fritz Lang, y logra una mirada mucho más crÃtica, por coherente, que la supuesta por V de venganza y su anarquÃa presunta. (Vale, eso sÃ, esta reserva: Si V de venganza traicionaba, con un final espurio, el espÃritu rebelde del cómic de Alan Moore; Soy leyenda, del mismo director del film que se comenta, hacÃa otro tanto con la novela homónima de Richard Matheson).
Si a estos films, repartidos entre los directores Gary Ross y Francis Lawrence, se los abstrae de su espectacularidad triste, que invariablemente remite a la estructura episódica de un video juego, lo que se toca es la sonrisa negada de Katniss. Cuando ella pueda reÃr, habrá finalmente una luz y algo parecido a un desenlace. Pero para llegar allà también tendrá que torcerse el derrotero habitual, aquél que sabe cuándo argumentalmente evitarle angustias al espectador.
En este sentido, hay un momento que es atroz por quedar clavado en la retina, no tiene resolución y preludia un sinsabor mayor: Katniss camina escondida entre la multitud, evita la requisa de los guardias. Una niña, desde los brazos de su madre, parece reconocerla. Katniss se retrae más en su capucha. La pequeña persiste con su mirada. Un guardia está a punto de detener a la joven rebelde. Pero una explosión los sacude. Cientos de piedras caen, y entre lo mucho más que Katniss mira, queda la imagen de la misma niña, que ahora grita aterrada sobre el cadáver de la madre.
Cuándo el cine para adolescentes comenzó a incluir imágenes semejantes serÃa tarea de observación más fina. Lo que sà puede aseverarse es que la televisión las cultiva diariamente, sin reflexión. Los juegos del hambre no constituye ninguna obra insigne, pero ofrece una mirada generacional en donde la violencia se manifiesta como parte intrÃnseca de una vida cuyos mismos juegos, constructores de infancias, ya la han asimilado.
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