Ya soy un poco viejo, pero en aquella época anduve de capitán por Buenos Aires, RÃo de Janeiro, Montevideo, Gardel cada dÃa canta mejor, saudades, Peñarol campeón. No me voy a hacer agua la boca masticando entre mis dientes el recuerdo de uno de esos bifes argentinos que tanto se elogian como si lo único que hubiera allà fueran medias reses colgadas en las vidrieras, pero las señoritas, ah, sÃ... servidas al paso en el obelisco, en la avenida Corrientes, señoritas que agitaban sus pechos en la manifestación de cada dÃa, y pasaban su vida entera en la calle batiendo tambores. ¿Ve? A la señorita de la que le hablo la llamaban Tutti, un apodo, no su nombre legal, y de últimas no supe un dato concreto de su verdadera filiación. Si se me hubiera ocurrido volver a buscarla, con ese Tutti ¿adónde hubiera llegado? Nada lejos. Tutti no cobraba ni pedÃa casamiento por sus favores, pero calaba como un ancla; el barco encaraba las aguas marrones del RÃo de la Plata y en realidad surcaba la piel oscura de Tutti forrándolo entero a uno. "¿Por qué no cobrás, Tutti? te harÃas unos ahorros", "no cobro porque no cobro, qué pregunta", y daba una pincelada al cartel de la movilización diaria o me dibujaba un beso en la boca plantándome un slogan más contundente que el que ponÃa en la pancarta, "te vas a morir pobre, Tutti", "¿SÃ?". Es que Tutti pensaba en el martes si era martes, o en domingo si domingo; no alcanzaba a imaginarse una sola hora de las siguientes veinticuatro, más allá de su agenda de callejeos polÃticos. "Si no me cobrás, casémonos, Tutti". Ella no festejaba mi chiste. Puesta en viernes si viernes, colgaba un único proyecto en su futuro, el que ondeaba cual bandera solitaria: jamás pero jamás volverÃa a pisar su casa de provincia, de donde habÃa huido como si al alejarse se le deshicieran, de arena, los pasos de retorno. Vaya a saber qué gravedad la habÃa expulsado de su querencia. "Soltá esa lata de pintura que no termino de rellenar las letras, Dimitri, dale", "Quedate y cociname, Tutti. Si dejás de vagabundear, nos casamos", "¿vos andás bien del marote?" y cerraba la puerta con su rollo de lienzo pintado. Morena de lunes si lunes. Yo iba y venÃa todos los meses, andaba de capitán por el RÃo de la Plata, en un barco de cargas, legales y de las otras. Llegaba, le ponÃa a Tutti una cajita de caracoles en la mano, y ya le dábamos al meta y conga, pero "¿SalÃs otra vez, nena?" atareada en sus trotes de cánticos, himnos y estribillos, "salgo, sÃ" abanderada y con vinchas polÃticas, yo en mi rabia. Si no cobraba, ¿de qué vivÃa Tutti?, No se sabÃa a ciencia cierta su oficio, pero lo ejercÃa en una escuela; yo la agarraba fuerte, le escondÃa la ropa; "quedate y nos casamos, Tutti"; no le hacÃa gracia la propuesta, menos hoy, absorbida por una movilización en la que se jugaba el todo por el todo, ella con cara de irreversible, como asomada ya por la ventanilla de un tren con el peor destino, Santiago del Estero, su casa y su desgracia, "no bromeés con eso de casarnos", me frenaba y terminaba el cartel peor pintado que se hubiera visto. Faltaban un par de horas para la gran jornada en la Plaza de Mayo, y se murmuraba que habrÃa muertos.
Me sirvo un vino dulzón, "cómo voy a formalizar con vos si te la pasás meneándote de acá para allá, Tutti. Demostrame que sos hogareña y firmo la libreta". Esa tarde me echó sin miramientos: "Primero, no tengo nada que demostrarte. Segundo: cortala con esa broma, que sos hombre casado en tu paÃs". ¿Le habré mencionado lo de mi estado civil sin darme cuenta? ¿cuándo? Pero qué importaba: no habÃa brazos más generosos que los de esta señorita y mañana abrirÃa la puerta y me franquearÃa el paso, alegre, pensando en martes si martes y en domingo si domingo. Tutti, de la que nunca supe el apellido y que salió ese atardecer para jugarse al todo o nada con otros miles, casi descalzos y zaparrastrosos, ya no descamisados, porque hacÃa tiempo que a los descamisados los habÃa pisoteado el ayer. Lo que fuera. Nuestro buque salÃa pasada la medianoche y de últimas no podrÃamos despedirnos a los abrazos, como todos los meses, Tutti y yo. MordÃa mi bronca. Cuando llegué a la Plaza, silbaron balas; Me retiré a la primera ráfaga; no tenÃa arte ni parte, según cómo se viera. Zarpamos con atraso.
No se me hubiera ocurrido volver a buscar a Tutti. Me culpó de todo, de que tuviera que volver a su provincia a alimentar al crÃo que alguien le adosó y que según ella se lo habÃa suscripto mi semen. MÃo, el crÃo de la trotacalles. Culpa de que la despidieran de la escuela, declarándola prescindible, por meterse tanto en polÃtica pero que no, que midiera yo mi responsabilidad debido al cargamento que habÃa traÃdo en el buque. Por once años quedó echada y me volvà viejo y se volvió vieja. Ah, aquellas señoritas, y la responsabilidad de su suerte, según Tutti, se debió a que nuestros barcos metieran baza y apoyaran el levantamiento, y por eso ella acabó despedida y fregada, de vuelta a Santiago, a la casa de ese padre maldito, "pero qué decÃs Tutti", "¿qué carga traÃa tu barco, eh?", "¿qué carga?", "armas, bien lo sabés. Enterate que hablás en sueños, que las únicas verdades las decÃs soñando: que sos casado, que contrabandeabas municiones en la bodega".
En esa entrevista final no bajé la cabeza ni le di la razón aunque la tuviera, pero se volvió vieja y yo viejo sin que pudiera verla ni ella me viera, y a veces pienso en mi historia con Tutti y mi hijo, ambos con el Paraná en la piel. Señoritas. Eran el verdadero manjar, un manjar muy callejero, en el obelisco, en calle Florida, cuando yo hacÃa de capitán por Montevideo y Buenos Aires y me les presentaba con la mejor sonrisa griega del mundo diciéndoles "Call me Bill".
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