rosario

Lunes, 1 de septiembre de 2008

CONTRATAPA

Call me Bill (Favores fáciles)

 Por Sonia Catela

Ya soy un poco viejo, pero en aquella época anduve de capitán por Buenos Aires, Río de Janeiro, Montevideo, Gardel cada día canta mejor, saudades, Peñarol campeón. No me voy a hacer agua la boca masticando entre mis dientes el recuerdo de uno de esos bifes argentinos que tanto se elogian como si lo único que hubiera allí fueran medias reses colgadas en las vidrieras, pero las señoritas, ah, sí... servidas al paso en el obelisco, en la avenida Corrientes, señoritas que agitaban sus pechos en la manifestación de cada día, y pasaban su vida entera en la calle batiendo tambores. ¿Ve? A la señorita de la que le hablo la llamaban Tutti, un apodo, no su nombre legal, y de últimas no supe un dato concreto de su verdadera filiación. Si se me hubiera ocurrido volver a buscarla, con ese Tutti ¿adónde hubiera llegado? Nada lejos. Tutti no cobraba ni pedía casamiento por sus favores, pero calaba como un ancla; el barco encaraba las aguas marrones del Río de la Plata y en realidad surcaba la piel oscura de Tutti forrándolo entero a uno. "¿Por qué no cobrás, Tutti? te harías unos ahorros", "no cobro porque no cobro, qué pregunta", y daba una pincelada al cartel de la movilización diaria o me dibujaba un beso en la boca plantándome un slogan más contundente que el que ponía en la pancarta, "te vas a morir pobre, Tutti", "¿Sí?". Es que Tutti pensaba en el martes si era martes, o en domingo si domingo; no alcanzaba a imaginarse una sola hora de las siguientes veinticuatro, más allá de su agenda de callejeos políticos. "Si no me cobrás, casémonos, Tutti". Ella no festejaba mi chiste. Puesta en viernes si viernes, colgaba un único proyecto en su futuro, el que ondeaba cual bandera solitaria: jamás pero jamás volvería a pisar su casa de provincia, de donde había huido como si al alejarse se le deshicieran, de arena, los pasos de retorno. Vaya a saber qué gravedad la había expulsado de su querencia. "Soltá esa lata de pintura que no termino de rellenar las letras, Dimitri, dale", "Quedate y cociname, Tutti. Si dejás de vagabundear, nos casamos", "¿vos andás bien del marote?" y cerraba la puerta con su rollo de lienzo pintado. Morena de lunes si lunes. Yo iba y venía todos los meses, andaba de capitán por el Río de la Plata, en un barco de cargas, legales y de las otras. Llegaba, le ponía a Tutti una cajita de caracoles en la mano, y ya le dábamos al meta y conga, pero "¿Salís otra vez, nena?" atareada en sus trotes de cánticos, himnos y estribillos, "salgo, sí" abanderada y con vinchas políticas, yo en mi rabia. Si no cobraba, ¿de qué vivía Tutti?, No se sabía a ciencia cierta su oficio, pero lo ejercía en una escuela; yo la agarraba fuerte, le escondía la ropa; "quedate y nos casamos, Tutti"; no le hacía gracia la propuesta, menos hoy, absorbida por una movilización en la que se jugaba el todo por el todo, ella con cara de irreversible, como asomada ya por la ventanilla de un tren con el peor destino, Santiago del Estero, su casa y su desgracia, "no bromeés con eso de casarnos", me frenaba y terminaba el cartel peor pintado que se hubiera visto. Faltaban un par de horas para la gran jornada en la Plaza de Mayo, y se murmuraba que habría muertos.

Me sirvo un vino dulzón, "cómo voy a formalizar con vos si te la pasás meneándote de acá para allá, Tutti. Demostrame que sos hogareña y firmo la libreta". Esa tarde me echó sin miramientos: "Primero, no tengo nada que demostrarte. Segundo: cortala con esa broma, que sos hombre casado en tu país". ¿Le habré mencionado lo de mi estado civil sin darme cuenta? ¿cuándo? Pero qué importaba: no había brazos más generosos que los de esta señorita y mañana abriría la puerta y me franquearía el paso, alegre, pensando en martes si martes y en domingo si domingo. Tutti, de la que nunca supe el apellido y que salió ese atardecer para jugarse al todo o nada con otros miles, casi descalzos y zaparrastrosos, ya no descamisados, porque hacía tiempo que a los descamisados los había pisoteado el ayer. Lo que fuera. Nuestro buque salía pasada la medianoche y de últimas no podríamos despedirnos a los abrazos, como todos los meses, Tutti y yo. Mordía mi bronca. Cuando llegué a la Plaza, silbaron balas; Me retiré a la primera ráfaga; no tenía arte ni parte, según cómo se viera. Zarpamos con atraso.

No se me hubiera ocurrido volver a buscar a Tutti. Me culpó de todo, de que tuviera que volver a su provincia a alimentar al crío que alguien le adosó y que según ella se lo había suscripto mi semen. Mío, el crío de la trotacalles. Culpa de que la despidieran de la escuela, declarándola prescindible, por meterse tanto en política pero que no, que midiera yo mi responsabilidad debido al cargamento que había traído en el buque. Por once años quedó echada y me volví viejo y se volvió vieja. Ah, aquellas señoritas, y la responsabilidad de su suerte, según Tutti, se debió a que nuestros barcos metieran baza y apoyaran el levantamiento, y por eso ella acabó despedida y fregada, de vuelta a Santiago, a la casa de ese padre maldito, "pero qué decís Tutti", "¿qué carga traía tu barco, eh?", "¿qué carga?", "armas, bien lo sabés. Enterate que hablás en sueños, que las únicas verdades las decís soñando: que sos casado, que contrabandeabas municiones en la bodega".

En esa entrevista final no bajé la cabeza ni le di la razón aunque la tuviera, pero se volvió vieja y yo viejo sin que pudiera verla ni ella me viera, y a veces pienso en mi historia con Tutti y mi hijo, ambos con el Paraná en la piel. Señoritas. Eran el verdadero manjar, un manjar muy callejero, en el obelisco, en calle Florida, cuando yo hacía de capitán por Montevideo y Buenos Aires y me les presentaba con la mejor sonrisa griega del mundo diciéndoles "Call me Bill".

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