No pensé que fuera necesario te quitaras el antifaz, porque sólo vos tenés esa gracia. Dije tu nombre y te diste la vuelta. La silla estaba vacÃa. El rostro no estaba vacÃo. Me saludó un hombre disfrazado de inocente que luego ganó el premio al mejor disfraz. Te miraste en el espejo porque todos se miraban. Yo también me miré porque vos te mirabas. El espejo reflejaba el fondo de un corredor de la calle Sarmiento.
Llegué tarde porque Eva cenó en casa aquella noche y el tiempo se nos pasó discutiendo sobre el poder del yo poético en desmedro del narrador. Desde el fondo del espejo que reflejaba el corredor, apareció una mujer con los ojos cerrados de la noche. Una vez más la obviedad del espejo que esconde algo monstruoso. Eva hubiera hecho la cita pertinente: los espejos y la cópula son monstruosos porque multiplican el número de los hombres. Por eso fui a buscarte a la fiesta, vestida de mujer de arena: para no multiplicar los hombres y hacer las cosas a nuestro modo.
En todo ese tiempo de miradas, no habÃas cambiado de posición. Para no cometer el error de besarte, fijé la atención en las evoluciones de tus manos que acomodaron el pelo algo desordenado y luego hicieron seña hacia la silla vacÃa. Te quedaste de pie a mi lado. "No debo perder la cabeza", me dije. Y la mantuve en equilibrio con dificultad. Yo sé la cita en inglés: Copulation and mirrors are abominable.
No querÃa llamar la atención apoyando la mano. Procuraba disimular mi ansiedad hablando sobre las mujeres disfrazadas de mujeres. Aunque me desvivÃa por no multiplicar los hombres, alardeé paciencia, asentà con fingida serenidad que esas eran las máscaras menos verosÃmiles. Los hombres disfrazados de dominó estaban demasiado ajustados a la realidad y resultaban aburridos. Yo sólo respiraba el perfume de tu promesa sexual.
Dentro de la textura real de la noche, se tejÃa una trama imaginaria. Y esto era porque detrás del espejo el callejón no se reflejaba y los hombres y mujeres de la fiesta se interpolaban de un modo ambiguo: el disfrazado de impostor bebÃa ron junto a la que representaba a Tetis. Aquiles no habÃa ido a la fiesta, encaprichado contra Agamenón.
Vos conducÃas tu mirada atentamente adelantándola a la interminable corriente de los que miraban en igual sentido y esquivando a las que venÃan en sentido contrario. La tentación de mirarlos a todos era un riesgo que no querÃas correr. El hecho no era significativo: preferÃas mirar el fondo ilusorio del espejo.
Me puse de pie y me abrà paso entre las máscaras. Un gondolero se hizo a un lado para que pasara el barco. La proa de mis sueños estaba en tu cabeza. El golpeteo de las olas generaba calor. Llevé una mano a la frente: quemaba. Llevé una mano al corazón: quemaba. Llevé una mano a los sueños: quemaban. El verbo no es excesivo. En menos de una hora estábamos los dos en un hotel. Me puse a hojearte y sentà un vértigo asombrado que no describiré.
Eva sabe la historia de la Noche de las Noches en que se abren de par en par las secretas puertas del cielo y en que es más dulce el agua de las fuentes. La consumición de cerveza era doble. Gentileza de "Las Casas". Festejamos dos años de misterio. Brindamos por nosotros y por un planeta desconocido, por sus monumentos y sus pájaros, por sus peces y sus controversias, por sus espumados mares y sus sombreros. Todo ello articulado con sendos besos de lengua. Aprendiste a prolongarlos cuando te conté cuánto duraban los besos que Eva y yo nos dábamos. Luego de las primeras cervezas vinieron momentos confusos de soñar cuando dormÃamos y cuando despertábamos.
En los primeros encuentros habÃamos pensado que nos provocábamos un mero caos, una irresponsable licencia de la imaginación: ahora sabemos que las Ãntimas leyes que rigen nuestra esperanza nunca antes habÃan sido formuladas, siquiera en modo provisional. Sic.
Con la segunda cerveza el cuarto se iluminó con el vago rosa trémulo que se ve con los ojos cerrados. Nuestra manera de no multiplicar los hombres es un arte avispado, untuoso, nuevo siempre. Aquella noche fue como la sensación que da el dejarse llevar por un rÃo y también por el sueño. Como esos famosos poemas que Eva escribió con una sola y enorme palabra en un idioma desconocido.
Montada en el resoplante corcel del caos erótico, dominándolo con la destreza y la decisión de una amazona, una y otra vez me subà a tus dedos galopando hacia el precipicio de la confusión, pero me sofrenaba a último momento para multiplicar el gozo definitivo que se exime del horror de multiplicar a los hombres. Aquella noche, impulsados por fuerzas centrÃfugas, por oleadas de dispersión erótica, Ãbamos y venÃamos a un territorio psicosexual a través de las palabras y de los espejos. Dos veces éramos vos y yo en el de arriba. Dos veces en el espejo de la izquierda. Dos veces reflejados en el del respaldar. Yo en tus ojos, vos en los mÃos. Una multitud hacÃamos. Y reducÃamos el horror al pequeño cÃrculo de nosotros. En ellos indagábamos hasta el más tenue detalle del cuerpo. Comprobábamos que asà era la historia de la Noche de las Noches.
Volvimos a la fiesta temiendo que hubiera acabado, que hubieran advertido nuestra ausencia. Lo peor de volver al mundo de los otros es luchar contra la autonomÃa de las imágenes mentales que no se apagan. El hecho de que la voluntad de regresar a los anillos y las culpas no era suficientemente fuerte, nos provocaba un principio de sed y hermosura. En el preciso momento en que estabas pidiéndome que la noche se repitiera te miré asombrada porque por un instante creà que se te quebraba la voz. Bromeé acerca de los llamados seres carbónicos, clones, dobles, nacidos de distinto vientre y guiados hacia una misma dirección. Estiré la lengua para lamerte los labios, y me apartaste con la heroicidad de un hombre que me amparaba del escándalo. Apretándome la mano me dijiste "pero no me sueltes" justo cuando se deshacÃa mi disfraz de mujer de arena.
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