Acababa de comprar, sin estar del todo convencida, un ramo de flores para mi viejo. Los médicos habÃan sido claros cuando dijeron que a partir de entonces tenÃa prohibido beber una sola copa de alcohol. Ni una sola, habÃan dicho, aunque se muera de ganas, porque de ganas no se iba a morir nunca, en cambio, la próxima copa podÃa ser la última, y eso nos quedó bien clarito a mamá y a mÃ, que mirábamos al doctor sin atrevernos a pronunciar una palabra, como si todo aquello fuera culpa nuestra. Y nada de chocolate, agregó después mientras nos despedÃa con un apretón de manos. Por eso le compré flores a mi viejo.
Llegué a la casa cerca del mediodÃa. No hacÃa demasiado frÃo pero antes de tocar el timbre sentà un temblor en todo el cuerpo. Mamá demoró en atender y eso me permitió tomar aire y pensar con más claridad.
La puerta de entrada parecÃa otra. Ya no era la puerta que guardaba en mi memoria. Era otra. Esta estaba despintada y se le notaba el paso del tiempo. Es una lástima, pensé. Una lástima volver a verla asÃ, tan vieja y arruinada, tan descolorida.
Cuando mamá se asomó yo le sonreÃ. No pude sonreÃrle con la mirada pero sà estiré mis labios cuanto pude y me incliné para abrazarla. Ella también intentó una sonrisa.
-¿Viniste sola?, dijo quitándome de las manos el ramo de flores.
-Es que Marcelo tenÃa muchas cosas que hacer y...
-SÃ, ya sé. No me digas nada.
-¿Qué importa?, pensé. ¿Qué importa que Marcelo no haya venido? ¿Qué podrÃa hacer él, de todos modos, por cambiar la salud del viejo? Eso pensé, pero no le dije nada. No tenÃa ganas de discutir.
-Andá a saludarlo que está en la pieza -dijo ella mientras me ayudaba a quitar el abrigo. Nosotras después charlamos.
Antes de atravesar el pasillo que conducÃa a la habitación de mi viejo sentà que estaba a punto de internarme en un túnel oscuro y húmedo. Las paredes amarillas comenzaban a descascararse, pero aún asà habÃa algo que las salvaba de la ruina. Aquellas paredes seguÃan, a pesar de los años, cubiertas por las fotos. Las mismas fotos de siempre.
Rechacé, al principio, la idea de contemplarlas, la idea de hacer un alto en el camino y contemplarlas, porque supuse que aquello me harÃa daño. Sin embargo no pude evitar disminuir la velocidad de mis pasos hasta llegar a una inmovilidad casi completa.
Mis viejos abrazándose, en blanco y negro cuando eran novios y estaban delgados y eran ágiles, cuando el cuerpo aún no habrÃa de dolerles, cuando los fracasos eran pocos o no merecÃan la menor importancia. Y en esta otra, yo, con los ojos cerrados en brazos de mamá y sin una media, junto a mi madrina que está irreconocible en el departamento de calle Mitre, también en blanco y negro. Y en la de al lado, otra vez yo, aprendiendo a caminar, mirando hacia arriba como si quisiera que me alzaran, con el pantaloncito color rosa, sucio en las rodillas y despeinada. O la otra, donde estoy con el guardapolvo blanco. Me acuerdo bien que me daba vergüenza posar para esa foto porque mamá me habÃa cortado el flequillo y era el primer dÃa de clases y yo estrenaba zapatos nuevos, unos zapatos dos números más grandes para que me durasen todo el año. Y aquella otra junto a toda la familia en el cumpleaños de la abuela. Acá el viejo está más gordito, más maduro. Y mamá también está más gordita, aunque salió divina, inclinada sobre la torta encendiendo las velitas sin mirar a la cámara. Y ésta otra, siempre me gustó esta, con el vestido blanco de los quince, o la de al lado, en el viaje a Córdoba que hicimos en el Peugeot, o en el Renault, no me acuerdo. Y acá, otra vez de blanco, pero ahora junto a Marcelo, que vestÃa de negro y se habÃa peinado hacia atrás y estaba nervioso y salió tan ridÃculo con las manos cruzadas por delante, como si quisiera ocultar el anillo o algo por el estilo.
Mi viejo estaba recostado, con el cuerpo cubierto hasta los hombros por una frazada. HacÃa dÃas que no se levantaba más que para ir al baño. Estaba delgado y parecÃa tener el rostro recién afeitado. Sentà deseos de estornudar, pero me contuve para no hacer ruido, para no alterar la paz en la que se encontraba.
Junto a su cama habÃa una silla vacÃa, y sobre la mesita de luz un vaso de agua y un par de cajitas de remedios. Un rayo de luz atravesó las cortinas y cayó en forma oblicua sobre las frazadas que cubrÃan el cuerpo de mi viejo. Me senté junto a él, sobre la silla que minutos antes habÃa ocupado mamá. Una mosca revoloteó en cÃrculos recorriendo la habitación, la misma en que dormà años atrás, antes de irme para siempre, del mismo modo en que en ese preciso instante estaba yéndose también mi viejo.
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