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Martes, 28 de abril de 2009

CONTRATAPA

Flores para mi viejo

 Por Luciano Trangoni

Acababa de comprar, sin estar del todo convencida, un ramo de flores para mi viejo. Los médicos habían sido claros cuando dijeron que a partir de entonces tenía prohibido beber una sola copa de alcohol. Ni una sola, habían dicho, aunque se muera de ganas, porque de ganas no se iba a morir nunca, en cambio, la próxima copa podía ser la última, y eso nos quedó bien clarito a mamá y a mí, que mirábamos al doctor sin atrevernos a pronunciar una palabra, como si todo aquello fuera culpa nuestra. Y nada de chocolate, agregó después mientras nos despedía con un apretón de manos. Por eso le compré flores a mi viejo.

Llegué a la casa cerca del mediodía. No hacía demasiado frío pero antes de tocar el timbre sentí un temblor en todo el cuerpo. Mamá demoró en atender y eso me permitió tomar aire y pensar con más claridad.

La puerta de entrada parecía otra. Ya no era la puerta que guardaba en mi memoria. Era otra. Esta estaba despintada y se le notaba el paso del tiempo. Es una lástima, pensé. Una lástima volver a verla así, tan vieja y arruinada, tan descolorida.

Cuando mamá se asomó yo le sonreí. No pude sonreírle con la mirada pero sí estiré mis labios cuanto pude y me incliné para abrazarla. Ella también intentó una sonrisa.

-¿Viniste sola?, dijo quitándome de las manos el ramo de flores.

-Es que Marcelo tenía muchas cosas que hacer y...

-Sí, ya sé. No me digas nada.

-¿Qué importa?, pensé. ¿Qué importa que Marcelo no haya venido? ¿Qué podría hacer él, de todos modos, por cambiar la salud del viejo? Eso pensé, pero no le dije nada. No tenía ganas de discutir.

-Andá a saludarlo que está en la pieza -dijo ella mientras me ayudaba a quitar el abrigo. Nosotras después charlamos.

Antes de atravesar el pasillo que conducía a la habitación de mi viejo sentí que estaba a punto de internarme en un túnel oscuro y húmedo. Las paredes amarillas comenzaban a descascararse, pero aún así había algo que las salvaba de la ruina. Aquellas paredes seguían, a pesar de los años, cubiertas por las fotos. Las mismas fotos de siempre.

Rechacé, al principio, la idea de contemplarlas, la idea de hacer un alto en el camino y contemplarlas, porque supuse que aquello me haría daño. Sin embargo no pude evitar disminuir la velocidad de mis pasos hasta llegar a una inmovilidad casi completa.

Mis viejos abrazándose, en blanco y negro cuando eran novios y estaban delgados y eran ágiles, cuando el cuerpo aún no habría de dolerles, cuando los fracasos eran pocos o no merecían la menor importancia. Y en esta otra, yo, con los ojos cerrados en brazos de mamá y sin una media, junto a mi madrina que está irreconocible en el departamento de calle Mitre, también en blanco y negro. Y en la de al lado, otra vez yo, aprendiendo a caminar, mirando hacia arriba como si quisiera que me alzaran, con el pantaloncito color rosa, sucio en las rodillas y despeinada. O la otra, donde estoy con el guardapolvo blanco. Me acuerdo bien que me daba vergüenza posar para esa foto porque mamá me había cortado el flequillo y era el primer día de clases y yo estrenaba zapatos nuevos, unos zapatos dos números más grandes para que me durasen todo el año. Y aquella otra junto a toda la familia en el cumpleaños de la abuela. Acá el viejo está más gordito, más maduro. Y mamá también está más gordita, aunque salió divina, inclinada sobre la torta encendiendo las velitas sin mirar a la cámara. Y ésta otra, siempre me gustó esta, con el vestido blanco de los quince, o la de al lado, en el viaje a Córdoba que hicimos en el Peugeot, o en el Renault, no me acuerdo. Y acá, otra vez de blanco, pero ahora junto a Marcelo, que vestía de negro y se había peinado hacia atrás y estaba nervioso y salió tan ridículo con las manos cruzadas por delante, como si quisiera ocultar el anillo o algo por el estilo.

Mi viejo estaba recostado, con el cuerpo cubierto hasta los hombros por una frazada. Hacía días que no se levantaba más que para ir al baño. Estaba delgado y parecía tener el rostro recién afeitado. Sentí deseos de estornudar, pero me contuve para no hacer ruido, para no alterar la paz en la que se encontraba.

Junto a su cama había una silla vacía, y sobre la mesita de luz un vaso de agua y un par de cajitas de remedios. Un rayo de luz atravesó las cortinas y cayó en forma oblicua sobre las frazadas que cubrían el cuerpo de mi viejo. Me senté junto a él, sobre la silla que minutos antes había ocupado mamá. Una mosca revoloteó en círculos recorriendo la habitación, la misma en que dormí años atrás, antes de irme para siempre, del mismo modo en que en ese preciso instante estaba yéndose también mi viejo.

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